martes, 8 de julio de 2008

Nota sobre actualizaciones

Existe la posibilidad de migrar el blog debido a algunos ajustes con la compatibilidad y política de hosters. Además de eso, ando muy ocupado últimamente. Así que, por ahora, el blog se queda sin actualizar hasta nuevo aviso.

Lo siento mucho pero tampoco tengo tiempo para participar.

Gracias por la visita, de cualquier forma.

sábado, 22 de marzo de 2008

Relatos de Marzo

MEJOR RELATO

1.- EL NÚMERO 13 DE VÁLGAME DIOS: ESDRÁS (25 PUNTOS)
2.- MIS CARTAS: GUNLOCK (19 PUNTOS)
3.- MUÑEQUITAS: SAKUMI (10 PUNTOS)
3.- EL FARO: TRILLIAN (10 PUNTOS)



MEJOR REDACTADO

1.- MIS CARTAS: GUNLOCK (5 VOTOS)


MÁS ORIGINAL

1.- MUÑEQUITAS: SAKUMI (5 VOTOS)


MÁS TERRORÍFICO

1.- MUÑEQUITAS: SAKUMI (3 VOTOS)



Relatos de Marzo

FdC.-De cinco estrellas

Alto, lúgubre y espeluznante. Así es como los vecinos de la localidad describen el New Royal Center. Una empresa hace tiempo quiso construir un hotel de lujo, pero las obras se quedaron a medias (en teoría, el edificio debía ser cinco pisos más alto) y el edificio aún está allí, medio edificado. Se oyen ruidos extraños que producen un eco sombrío que corre por las calles próximas al edificio. Mucha gente ha dejado de vivir en el municipio y se han mudado lejos, muy lejos, por miedo. ¿Qué es lo que realmente se esconde en ese edificio? ¿Qué se oculta detrás de simples paredes de hormigón armado y vigas de acero? Los vecinos apuntan a que hay fantasmas, poltergeists, portales a mundos demoníacos, extraterrestres… Pero todo son rumores, nadie sabe nada cierto. O quizás sí…


Se dice que hace unos años, un grupo de periodistas del canal de televisión de esa ciudad fue a investigar el edificio para comprobar que es lo que realmente pasa allí dentro, que es lo que tanto asusta a la gente y les hace mudarse de casa para irse muy lejos de sus hogares, los hogares donde habían crecido y vivido gran parte de su vida.


Los periodistas entraron por la puerta que hacía un agudo ruido al girarla, de la oxidación y antigüedad de ésta. Sus pasos resonaban por los pasadizos desiertos con un retumbo sombrío. Caminaban poco a poco, sin prisa pero sin pausa, y daban pasos pequeños, mientras la densa oscuridad les inundaba, cada vez más, tanto que tuvieron que encender las linternas. El cámara cogió una y la encendió. Enfocó hacia arriba, abajo, derecha… hacia todas direcciones para inspeccionar todo lo que les rodeaba. La humedad era totalmente presente dentro de la edificación, en igual medida el miedo lo era dentro de los periodistas. Ellos ya estaban acostumbrados a este tipo de experiencias, no era el primer reportaje que hacían sobre algo así, pero tenían una sensación extraña, una sensación que nunca antes habían tenido, como si aquel lugar fuera diferente a los otros, como si tuviera algo en especial que los diferenciaba del resto. No sabían lo que era pero estaban seguros de ello.


Continuaron caminando, pasando de sala en sala. Todas ellas estaban vacías, aún no se había incorporado el mobiliario, aunque una de ellas… Tenía un mueble. Solo esa habitación la tenía; una cuna. Una cuna de madera de arce, pulida y barnizada, pintada de color azul claro, que le daba un toque aún más infantil e inocente. El periodista y el cámara se miraron extrañados preguntándose que hacía una cuna allí en medio, si las obras aún no habían terminado y nadie se había mudado allí. Se acercaron un poco más y dentro vieron… Una muñeca, una muñeca de porcelana, con el pelo rubio y rizado, y con un vestidito de seda. Pensaron que era de algunos niños que se habían colado allí para jugar a padres y a madres, o a otro juego. Se dieron la vuelta y se dirigieron hacia la abertura de la pared donde en teoría debería ir una puerta, pero justo antes de salir, escucharon algo, una cosa que parecía provenir de las distancias. Ese ruido se intensificaba por cada segundo que pasaba, cada vez se hacía más nítido y fuerte, hasta que al final pudieron descifrar lo que decía: <> Era como un susurro de una niña, y lo decía con una voz dulce y suave, y lo decía como cantando, como si fuera una melodía de una canción de cuna. Se repitió varias veces, hasta que al final paró.


Los dos se quedaron inmóviles, paralizados del miedo y la agonía que sentían en ese instante, y con los ojos abiertos, se giraron lentamente en dirección a la cuna, y miraron dentro; la muñeca de porcelana había desaparecido. Ahora estaban más nerviosos y tensos que antes. Su pulso iba dos veces más rápido de lo normal. Podían salir corriendo, pero no lo hicieron, optaron por quedarse allí y seguir investigando. El cámara no dejaba de grabarlo todo para luego dejar constancia de lo que habían vivido. Continuaron, a diez pasos por minuto, lentos como una tortuga, avanzando mientras sudaban sudor fría. En ningún momento hablaron, no se podían quitar de la cabeza esos susurros y esa misteriosa desaparición de la muñeca. Quizás era verdad lo que decían los vecinos, quizás era verdad que había fantasmas u otros hechos paranormales…

Decidieron que debían salir de allí de inmediato, ni el periodista ni el cámara podían aguantar más esa tensión, esa angustia, esa inquietud que les circulaba por todo el cuerpo. Llevaban ya unas dos horas deambulando por allí sin encontrar nada salvo una cuna y una muñeca que posteriormente desapareció. Y tampoco se olvidaron de los susurros, no se los podían quitar de la cabeza.


Ya veían el portal de entrada, y decidieron correr ese último trozo para salir de allí lo más rápido posible. El periodista salió y corrió un poco más para llegar al banco que estaba justo delante, para descansar un poco. No había nadie en la calle, ni tampoco a su alrededor… ¿Dónde estaba el cámara? Cuando se dio cuenta asomó la cabeza por el edificio y gritó su nombre repetidas veces, pero lo único que obtenía como respuesta era su propio eco.

FdC.-Terminal

El cartel dice que ésta es la Terminal 2, Salidas. Sé dónde estoy. Tengo miedo.

Un aeropuerto sirve para agarrarte a la tierra; para que el viajero olvide que durante unas horas va a estar encerrado en un aparato falible, frágil, separado de kilómetros de caída libre por una plancha de metal. Algo con lo que sentirse familiar, que le engañe, con colores brillantes y mensajes que le hablan de otras cosas. Pero el hechizo a veces falla: desconchones en la pared que dejan ver una superficie pálida y gris; pasillos laterales con puertas descuidadamente abiertas, impersonales, indiferentes al dolor; la mirada indolente del personal de servicio. Los amplios espacios de la terminal pueden llenarse con angustia.

Tengo miedo porque siempre he tenido premoniciones. El dolor se extiende como un círculo. En este mismo aeropuerto, no hace mucho, tuvo lugar un atentado terrorista. Una esfera pequeña, unos diez centímetros de odio, en total. El círculo de la destrucción, diez, veinte metros. Conteniendo ese círculo, otro mucho mayor, hecho de estupor y de almas congeladas. Pero la chica que se abandona a su dolor por la pérdida de su prometido, lejos, en otra parte del mundo, ensancha el círculo a miles de kilómetros. Y no hablaré del llanto de los huérfanos, que alcanza los oídos de los dioses, y que hace el círculo infinito.

Entonces el dolor me alcanzó antes, como una onda expansiva, hacia atrás en el tiempo. No supe la causa; eso siempre es después de conocer los hechos. Cuando mayor el dolor, cuanto mayor es la pérdida de vidas, más intensa es la sensación de desesperación, de pérdida, de horror.

No pregunto causas. No juzgo. No sé. Sucede.

Y ahora, esa sensación es máxima. Nunca había sentido algo así. Cuánta gente es necesaria para esto, lo ignoro. Puede que un gran número.

Y será aquí.

No he venido porque haya tenido la premonición. Ha sido casualidad, sin avisar. Estaba aquí, y de repente, me ha asaltado, con fuerza. Normalmente me señala otro lugar. Nunca antes había coincidido en el mismo sitio donde iba a producirse el... evento. Lo que sea.

Estoy sudando, a pesar de que la terminal está climatizada. Miro por la enorme cristalera, hacia las pistas. Diviso el horizonte. Y cuando observo fijamente esa línea divisoria entre cielo y tierra, ese confín del concepto de distancia, me siento caer. En muchos sitios, siempre hay algo entre uno y el borde del mundo: árboles, montañas, nubes. Incluso en los lugares donde hay un poquito de horizonte, siempre existe algo para distraer la vista del mismo. Aquí no hay nada; nada más grande que el propio horizonte. Sí, hay alguna construcción suelta, en lontananza, formas dispersas aquí y allá, pero no tienen oportunidad ninguna frente a esa línea enorme, nítida, clara como el abismo que presagia. Es difícil apartar la mirada cuando un horizonte infinito te la absorbe.

¿Cómo puede la terminal proteger a nadie de tanto espacio abierto? La aparente solidez de la estructura es parte de la ilusión que antes decía. Un truco de prestidigitación, donde la mano muerta del arquitecto es más rápida que la vista; más que la mente. Pero el mundo más allá de la cristalera revela otra verdad: que el final de la pista está cerca, cincuenta metros quizá, y de frente.

Los accidentes aéreos son escasos. Los pocos que hay, son sensacionalizados por los medios. Pero existen. El miedo existe. Hay pruebas. En Iberia no hay fila 13 de asientos. Tampoco la hay en Air France, Continental Airlines, AirTran, o KLM. Nippon Airways omite las filas 4, 9 y 13, aunque el 13 esté basado únicamente en el folklore cristiano y vikingo. Cathay Pacific, Malaysian, Singapore, y Thai Airways omiten la fila 13 también. Muchas compañías no tienen un vuelo 13. En Heathrow se dice que el fantasma de un pasajero estrellado en un vuelo de una aerolínea belga en 1948 puede verse a veces en la pista donde sucedió el accidente. Los perros ladran incesantemente en ese punto. El vuelo Eastern Airlines 401 se estrelló en 1972 en los pantanos de Georgia, y partes del avión fueron rescatadas y usadas en otros aparatos. Tripulación y pasajeros afirman haber escuchado en esos aviones la voz del oficial de vuelo del 401 diciendo “no dejaremos que pase de nuevo”.

Uno no factura la superstición, el temor, la desazón: los lleva consigo, como equipaje de mano.

¿Cuántas personas hay en esta terminal? ¿Diez mil? ¿Qué pasaría si un Airbus A300 cae, fuera de control, sobre la misma? En estos casos, en televisión solamente se aprecian los escombros, el humo, la presencia de las fuerzas públicas, quizá algunos cuerpos decorosamente cubiertos, o en bolsas. No se contempla el horror de frente; sólo la sombra del mismo. Las compañías aéreas son poderosas; sería mala publicidad.

Veo una familia escandinava, con niños que avanzan jugando a la pelota: inocencia rubia y con rizos. Veo un reverendo africano, aparentemente solo, aunque el dios al que reza le acompañe. Veo ejecutivos, perdidos en las pantallas de sus blackberries, permanentemente conectados, aislados del destino, creyendo tener control sobre su vida. Veo matrimonios de edad madura, con ese aire de desconcierto y perpetua indignación que transpira con la edad. Veo un grupo de chavales de instituto, sin duda emocionados, y pienso que quizás alguno sobreviva, negándome a aceptar que todos esos hilos de futuro acabarán pronto. Y si no sería peor sobrevivir en ese caso.

Falta poco ya.

No es la muerte lo que asusta. La muerte es inevitable, al fin y al cabo; aprendes a aceptar que no va a faltar un día para ella. Pero es la llegada de la guadaña antes de tiempo lo que es cruel. El no poder terminar con dignidad, el que te pille desprevenido y dejar algo a medias, por hacer. Una vida a medias. Y es la falta de control lo que inspira pavor. Lo mismo que al subir a un avión: tú no controlas nada, pones tu vida en manos de otros, aun sabiendo que nadie está libre de un momento de distracción, de incompetencia, de error. De mala fe. El avión es sólo un ejemplo. En cualquier momento, en cualquier lugar, puede pasar lo impensable, que todo termine. Y no que termine de repente, en un instante, sin consciencia de los hechos, sino que sea un final alargado, vivido desde dentro, sumergido en la agonía.

Puedo negarme a aceptar el miedo, puedo tratar de escapar. Abandonar mis planes, salir de aquí. Pero no hay salida. La única salida de la terminal es volando, o de forma furtiva por algún pasillo poco vigilado hacia fuera de la zona de embarque. Y quizá no sea suficiente, puede que no pueda alejarme tanto, sólo lo bastante como para no morir de repente, sino por partes, herido, inútil, deslizándome hacia la eterna negrura de lo desconocido con los ojos por delante, sin poder hablar, llorar, reír, detener mi caída. ¿No es mejor, entonces, que te pillen de lleno?

Sin embargo, me veo incapaz de moverme de la cristalera.

Podría ser otro atentado. O algo fortuito, como una explosión de gas. O un incendio, y las puertas de emergencia bloqueadas. ¿Puede algo así matar a diez mil personas? Caben tantas cosas espantosas dentro de ese horizonte inerte y helador.

No quiero morir. No quiero morir ahora.

La sensación de inminencia es abrumadora.

Sigo sudando.

No observo nada ahí fuera. A lo lejos, un avión toma tierra. Otro se acerca a la pista, desde allá, en la distancia. Detrás, habrá otros, aunque no alcanzo a verlos. Aunque parecen moverse lentamente, sé que si alguno de ellos se desvía, o chocan entre sí y los restos vienen en línea recta hasta la terminal, no tardarían ni treinta segundos en llegar. No podría correr lo bastante aprisa. Nadie podría.

Cierro los ojos. Una gota de sudor me tiembla en la punta de la nariz. Estamos atrapados, aquí, en este edificio, inmenso sólo en apariencia, pero que se hace infinitamente pequeño frente a la inmensidad del exterior. Los demás a mi alrededor, por misericordia, no lo saben. No son conscientes de lo que va a pasar.

La angustia es un monstruo que me roe las entrañas. Me cuesta respirar.

Me cuesta...

No lo acepto hasta que mi rodilla está apoyada contra el suelo. No puede ser. La terminal gira. Yo giro. Hacia un lado. Es imposible. A pesar de que lo sé, es imposible; la terminal existe para agarrarse a algo. Pero no puede pararme: doy vueltas. O bien es el mundo ahí afuera... pero aceptarlo duele. Eran al menos seis meses. Me lo aseguró el médico. Al menos seis meses... por lo más sagrado, yo solamente quería viajar alrededor del mundo, hacerlo antes de... adenocarcinoma. Esa era la palabra que presidía mis días. Ésa, y terminal, cuando el propio médico la usó... de forma descriptiva...

La lucidez viene. El presentimiento era tanto mayor cuantas más vidas se alejaban de la mía: y ahora se alejan todas.

Siento el suelo deslizarse, aunque sé que es imposible; mis dedos se engarfian, tratan de asir la realidad, arañar un asidero con las uñas... y es inútil. El horizonte, contemplado con un ojo, es una línea atroz y brillante que me espera. Y en un instante paso a sentirme caer, volar, como un muñeco roto, en caída libre, sin nada que agarrar, caer, caer todo el camino desde aquí hasta el horizonte.

FdC.-Kedada sangrienta

El grupo llegó al club bien avanzada la madrugada. Habían estado bebiendo, comiendo y en algún pub intentando “pescar” a alguna hembra. Lógicamente es difícil ligar cuando cinco tipos borrachos, que se acaban de conocer gracias a una kedada foril, se creen los dueños del garito. Así pues, Alex, Javi, Jorge, Ángel y Adolfo, decidieron ir a satisfacer sus apetencias sexuales al club Cobra´s. Un puticlub que conocieron gracias a un panfleto que les dio alguien en la discoteca.

El parking estaba prácticamente vacío, cosa que les hizo pensar que estaría cerrado. Un sábado no era normal aquello. No obstante, el edificio era impresionante: cinco plantas construidas en un estilo demasiado barroco para ser lo que era. A saber cuantas prostitutas trabajarían allí. En la puerta no había “segurata” por lo que decidieron entrar sin ser invitados. El lugar tenía una especie de hall con un mostrador en el que había un timbre. Javi lo tocó y al momento salió una mujer algo mayor de detrás de unas cortinas. Era la madame.

Ésta les dijo que aquel sitio no era un club normal. Allí se podían satisfacer las necesidades sexuales de cualquier persona, por muy retorcida que fuera. Cada planta era diferente a las demás y tenía una temática. Ella les acompañaría planta por planta y ellos podrían quedarse con lo que más les gustase. Todos aceptaron y la mujer abrió una gran puerta que quedaba a la izquierda del mostrador. Tras ella había un gran pasillo que terminaba en unas escaleras de caracol. La decoración era muy extraña: el pasillo estaba cubierto por una gran moqueta roja aterciopelada, mientras que las paredes estaban pintadas del mismo rojo carmesí. Los muebles de madera que lo decoraban tenían pinta de ser antiguos y caros, al igual que las grandes lámparas doradas o los candelabros de oro. Es difícil explicar el tipo de género al que pertenecía esa decoración: parecía obra de un bujarra rococó.

Los amigos avanzaron siguiendo a la madame hasta el final. Ésta se paró al lado de una puerta y dijo que esa era la zona de la zoofilia. Jorge nunca habría atravesado esa puerta en un estado normal. Pero desde que entraron en aquel pasillo algo sucedía. Una especie de fluidos aromáticos nublaban los sentidos de los muchachos que parecían zombis siguiendo a la señora. Ninguno se extrañó cuando Jorge entró. Al contrario, siguieron a la mujer cuando les invitó a subir.

Lo que Jorge vio tras aquella puerta le impresionó. La habitación era una especie de cuadra con varios animales atados: perros, gatos, cabras, ovejas, gallinas, una burra, un caballo e, incluso, un cerdo. Recordó entonces aquellas tardes en la granja de su abuelo y como disfrutaba con Dolly. Parecía que todos los animales le sonreían, pero él tenía claro lo que quería: siempre quiso cepillarse a la burra de su abuelo. El animal estaba de espaldas, por lo que se encaminó hacia ella, se bajó los pantalones y se dispuso a penetrarla. En ese momento el caballo se desató y se tiró a por él. Lo coceo tirándolo al suelo y lo dejó en posición fetal, cosa que aprovechó para penetrar a Jorge. Le desgarró un ano por el cual comenzaron a salir las tripas y vísceras. El caballo relinchaba como un loco mientras el hombre moría. Al menos en su cara se dibujó una sonrisa.

La segunda planta se abrió a sus ojos como un laberíntico nido de putas depravadas. De todas partes asomaban ojos ávidos, no se sabe de qué. Pero Adolfo, al que todos llamaban Fito se paró, contempló a una de esas extrañas y silenciosas chicas, y fue en su búsqueda.

La madame le dio el alto:

—No te lo recomiendo —le dijo midiéndolo con mirada lasciva, era un chico realmente atractivo— esa de allí es más acertada.

Fito estaba embriagado por aquel aroma que les arropaba por todos lados. ¿Marihuana? Podía ser, en cualquiera de los casos, llevaban diez minutos en ese antro y tenía la sensación de haber perdido cinco en gilipolleces, así que allí se plantó ante la puerta que señalaba la zorra de parque Jurásico esa de la madame. Entró sin pensárselo. Cuando se entornó la puerta se le hizo la picha Pepsi cola… ¡Vaya jacas!, pensó. Cuatro chicas le esperaban con mirada sugerente y escotes imposibles. Los tangas le deslumbraron al momento. Eran poco menos que un hilo de tela que desprendía luz propia. O no. Pero no podía quitar la vista de aquellos cuatro puntos cardinales que deseaba percutir lo más rápido posible.

—Acércate aquí nene —le soltó la primera meretriz. Tenía unos ojos rojos inyectados en sangre de los que no se percató Fito.

Él sólo miraba los tangas, y a veces alternaba subiendo la mirada a las tetas. Cuando se estaba bajando la bragueta unas sombras rodearon a Fito por todos lados.

—Mira que sois raritas la hostia, pero estáis como un puto tren de cercanías.

—Fito… —le llamó una de ellas— ¡Te quedas sin pito!

Después de esto, las sombras se materializaron en otras cuatro hembras que también estaban como panes. La primera puta samurái le cercenó el pene y se lo comió. Las dos siguientes cortaron con sendos mandobles los dos brazos de Fito empezaron el banquete, la última dio una pirueta cojonuda y cuando aterrizó en el suelo le dio una patada a la espada y se clavó en el ojo derecho de Fito.

Risas demenciales llegaron hasta los oídos del resto de la compaña mientras subían a la siguiente planta.

Por fin se habían librado de aquellos plastas, coñazo tío los mendas, pareja de gorrones, se estiraban menos que el portero de un futbolín, mucho tirarse el moco de “somos gente de taco”, pero no metían mano al bolsillo ni pa sacar los klinex.
Cuando ante la tercera planta, Ángel vio un cartel que decidía “la maextra” empezó a salivar de mala manera y dijo “aquí me quedo”. Abrió la puerta y penetró en la estancia. Ante él se mostró una jamona morenaza de buen ver y mejor palpar en uniforme de Waffen SS, suponiendo que semejante uniforme consistiera en liguero y transparencias.

“Tú me enseñas lo que sabes y yo te enseñaré lo que sé”, le dijo con una sonrisa en la cara que hizo que al muchacho le decayese el ánimo y la erección. Le plantó frente a un encerado y comenzó a dictarle un texto.

Ángel comenzó a asustarse de verdad cuando percibió el ruido de la motosierra que rugía a su espalda y que la execrable mujer manejaba con soltura. “Aquí ante las faltas de ortografía y sintaxis cortamos por lo sano”.

La motosierra rugía y la tiza chirriaba en la pizarra. Con el primer error la motosierra le cercenó la pierna derecha. Llegar a la pizarra era una tarea dificultosa y escribir en semejante postura no facilitaba la labor. Confundir un diptongo con un hiato hizo que nuestro protagonista estuviera a la altura correcta de la maestra como para practicarle un cunnilingus, pero no parecía que ella fuera a conformarse con tan poca cosa.

“Por torpe ahora tendrás que escribir en el suelo con tu propia sangre”. Dos errores más y el muchacho se quedó sin brazos. “Tronco ahora tendrás que escribir con la lengua”.

Llegó el error definitivo y la motosierra se acercó a su garganta. “¿Sabes por qué este garito se llama el Cobra´s? Porque aquí el cliente siempre recibe. Por una vez Ángel se quedó con la palabra en la boca y sin poder añadir nada a lo dicho.

Tres habían elegido ya su apuesta. Por su parte, Javi, pasaba bastante del tema. A fin de cuentas ¿quién quiere sexo si tiene un buen libro a mano? Así que ni corto ni perezoso se arrimó a la madame y le dijo:

- ¿Tienen biblioteca?

La mirada de la madame le traspasó de lado a lado.

- Te va lo rarito ¿eh? – dice.
- No, señora. Yo solo quiero un libro mientras espero a que estos terminen con lo suyo.
- Está bien. En ese caso, entra aquí. La bibliotecaria te atenderá.
- Vale, gracias.

Entró y miró la gran sala cubierta de libros de arriba abajo. Un paraíso, una maravilla, el edén de cualquiera a quien le guste leer. Empezó a repasar los títulos de los libros acariciando los lomos de algunos de ellos. No pudo evitar sentirse totalmente verraco ante su visión y contacto y por primera vez se arrepintió de que no hubiera nadie con quien compartir fluidos.

Justo entonces le llegó una voz.

- ¿Busca algo en concreto?
- Ehhhh, no, nada en especial – respondió volviéndose.

La que le hablaba era una anciana, arrugada como una ciruela claudia y gorda como un barril. Toda ella despedía un olorcillo rancio a libro viejo y su piel parecía tener la textura del pergamino. Simplemente, era perfecta para él. Y ella parecía darse cuenta. Le tomó de la mano y Javi la siguió como un colegial. Cuando llegaron a la mesa, la vieja le soltó y se desnudó. Se tumbó sobre ella, desparramando sus pechos y grasas por los laterales, entreabrió sus piernas de forma imposible y dijo:

- ¡¡CÓMETELO!!

Obediente, Javi se bajó al pilón y fue entonces, demasiado tarde, cuando vio que la orden no era para él. Enormes dientes se habían desplegado en una triple fila y la enorme vagina se abrió para arrancar y engullir la cabeza del pardillo incapaz de reaccionar. El cuerpo cayó al suelo y un eructo de satisfacción se oyó en todo el local:

- ¡¡BROUARGH!!

Alex se había escabullido hacia los servicios de la última planta. Cuando bebía no conseguía ponerse a tono y necesitaba un momento de contemplación. Entró en los urinarios y dejó que la puerta se cerrase mientras escuchaba a la madame susurrar su nombre. Se dispuso a echar una larga y placentera meada en el urinario de la pared cuando observó que estaba totalmente cubierto por una bolsa blanca, así que se giró y se metió en el reservado. Entonces escuchó los gritos de Jorge.
-Cabroncete con suerte. Pensó.
Apoyó su mano en la pared para mantener la estabilidad y empezó con la tarea. Un momento después escuchó algo parecido a golpes de metal. Parecía un puticlub muy especial, siempre había querido meterse cocaína sobre la vagina rasurada de una puta. Empezó a sentirse bien. La meada se alargaba cuando escuchó algo mecánico y unos chillidos. Alex recordó la última vez que su exnovia lo engañó para meterle el vibrador por el culo y pensó… -No sonaba tan estridente. En ese momento escuchó el sonido del plástico al moverse. Suave, despacio, en golpes secos. Acto seguido un rugido gutural que parecía provenir de los cimientos del edificio.

Quería darse la vuelta, pero era una de esas meadas interminables. Consiguió girar la cabeza para mirar el urinario de pared cubierto con el plástico y observó como algo goteaba por la pared.
-No sé si existe el infierno, pero estoy seguro de que huele así. Dijo con una risa nerviosa.
-No te equivocas…
Por fin terminó la meada y se dispuso a abrocharse para salir de esos servicios cuando escuchó otra vez el plástico moverse. Se giró lentamente y observo como el líquido, que parecía ser una mezcla de tonos rojos claros y blanco, cubría toda la pared. En ese momento, y sin apenas darse cuenta, el plástico se rompió y una cabeza salió disparada contra su cara, dejándolo sentado en la taza. Luego otra más que le golpeó en la boca del estómago, y otras dos más. Cuando consiguió limpiarse ese líquido hediondo de los ojos observó las cabezas de sus compañeros de borrachera en el suelo.
-¡Hostia puta!
Del urinario de la pared empezaron a surgir tampones y compresas usados que comenzaron a adherírsele a la piel. Sintió un millón de pinchazos en todo el cuerpo, luego como se le secaba la boca, la lengua, la garganta, justo antes de perder el conocimiento observó…

FdC.-Paisaje gótico con casa al fondo

Elisa, dorada a la luz de las llamas de la chimenea, cubrió su desnudez con una túnica.

— Os lo ruego, dad la vuelta al cuadro para que pueda contemplarlo — pidió.

— Pero aún no está terminado, amada mía — protestó Bertrand, con una cálida sonrisa —. No obstante, descansad un poco, si os place, y venid a verlo.

Elisa miró el óleo; era un interior, con ella a la izquierda, su cuerpo un contraste en oro y azul. A la derecha, la ventana que estaba cerrada se mostraba abierta, y un día radiante de sol dejaba ver una casa blanca al fondo, sobre una colina.

— ¿Qué es esa casa? — preguntó Elisa, algo aprensiva.

— Nuestro refugio — respondió Bertrand —. Nuestro nido de amor, nuestra salvación. El lugar donde escaparemos de esta vida, donde encontraremos paz y viviremos por siempre libres de las cuitas que ahora puedo ver que os acosan.

Elisa sonrió nerviosamente.

— Oh, Bertrand, Bertrand, cuánto ansío... pero debemos darnos prisa, ¿habéis terminado por hoy? Por favor, me prometisteis... me prometisteis una vida a vuestro lado, pero debemos apresurarnos, mi esposo no tardará en llegar de tierras del Barón, descubrirá que no estoy y que falta un caballo... y sabrá seguir su rastro hasta aquí. Por favor, Bertrand, si nos descubre aquí... si nos descubre... ¡oh, por favor, Bertrand! — la voz de Elisa se quebró y se tapó los ojos con las manos.

— Querida Elisa, no soy ajeno a la crueldad que vuestro esposo oculta en su interior. Su alma es negra, es un pozo oscuro, lo sé; es conocido en la zona. Muchas historias se cuentan de cuando estuvo en la guerra. Es sanguinario y obtiene placer de la venganza; vuestra traición sería una ofensa imperdonable, algo que merecería a sus ojos un castigo peor que la muerte, una herida en su orgullo que no vacilaría en cauterizar de manera brutal e inhumana. Amada mía, ¿acaso no he visto vuestro cuerpo desnudo? ¿Acaso creíais que podíais ocultar los descoloramientos en vuestra piel, las cicatrices? ¿Pensabais que me repugnarían esas marcas, y que vuestra reticencia inicial a posar para mí podía pasar por pudor? No es así.

— Bertrand... — Elisa abrazó al pintor —. Vos sois mi único bien. Os lo ruego, ¿podemos partir ya?

— Debo terminar la casa, Elisa — replicó el pintor. — Falta darle un toque — añadió, volviendo a coger la paleta.

— ¡Por el amor de Dios, Bertrand! — se desesperó Elisa —. ¡Es nuestra vida lo que está en juego! ¿No os habéis dado cuenta de cómo miro furtivamente hacia el postigo de la puerta? ¿De cómo mis oídos esperan escuchar en cualquier momento los cascos del alazán negro de mi esposo allá afuera, anunciando crueldades más allá de lo indecible para ambos? ¿Del sinvivir en el que me hallo? Mi vida sólo tiene sentido junto a vos... no deseo, no puedo volver ya con él, aunque éste no sospechara nada. Pero, si nos encuentra aquí, a vos os espera su cuchillo, y a mí... — Elisa palideció — como bien habéis dicho, me espera algo peor que la muerte. No sabéis... no sabéis lo que él ha hecho. ¡Oh, bendita ignorancia! Por todos los santos, no lo sabéis. Teníamos una hija... Ángela... mi Ángela... vos no sabéis lo que le hizo... oh, Dios mío... — Elisa volvió a ocultar su rostro entre las manos. Recobrando la compostura, volvió un rostro arrasado por las lágrimas hacia el pintor. — ¡Bertrand, por lo que más queráis, daos prisa!

— Tan sólo necesito un instante, amada mía. Me hacen falta unas pocas pinceladas y tengo que cambiar de instrumento para ello — replicó Bertrand —. Pero debo al menos terminar la casa.

— ¿Está muy lejos esa casa? ¿Os pertenece? — inquirió Elisa.

— No está lejos, y me pertenece por derecho — respondió Bertrand —. Igual que vos.

Y, dicho esto, extrajo de su funda un largo y fino pincel, y un igualmente largo y fino cuchillo.

No mucho después, cuando el esposo llegó al final del camino siguiendo las huellas del caballo, encontró la montura en el establo, luz en el interior y humo saliendo de la chimenea. Con varios golpes poderosos de hacha, destrozó la puerta principal. Tomó un rollo de cuerda que llevaba en la alforja y unas tenazas, desenfundó su espada, y entró con pasos largos y rabiosos en la casa, consumido por el odio.

Pero, para su desconcierto, halló el fuego encendido, el lecho revuelto, la alfombra hollada, y el salón desierto. Tan sólo había una pintura en su caballete, al lado de un pincel aún húmedo de un pigmento rojo: un extraño cuadro que no supo cómo interpretar: representaba el interior de esa habitación, vacío, visto desde ese punto; y a través de la ventana, abierta a la noche, se divisaba una casa que a su vez tenía una ventana. Y en la ventana de aquella casa en la distancia podía distinguirse el rostro, pequeño, preciso, de una mujer muy parecida a su Elisa, con las manos y el rostro salpicado por manchas carmesíes, alzadas y fijas desde dentro en el cristal, y el rictus inconfundible en sus facciones de un grito mudo, congelado, eterno.

FdC.-Cute tales Vol. 1



En Casa Caníbal el asesino en serie Alex Ruth mató, en el 55 de la calle Morgan, a 350 personas ahogándolas, quemándolas y, posteriormente, devorándolas. El sheriff Lounan, tras perder a su hija, su mujer, su perro y a la suegra a manos del psicópata, logró abatirlo gracias a los 125 disparos que escupió su Thompson. Las vísceras, tripas y huesos de Ruth quedaron esparcidos por todas la casa, filtrándose entre los tablones de ésta y llegando hasta los mismos cimientos.

En Casa Caníbal 2: El regreso de Ruth, la familia McCarthy se mudó al 55 de la calle Morgan ignorando los fatales hechos acaecidos veinte años antes. Su vida es feliz hasta que una noche comenzaron a escuchar lloros y lamentos procedentes del sótano. Primero bajó el padre, después la madre y, a continuación, sus siete hijos. Todos desaparecieron aquella noche. ¿Todos? No. El pequeño Timmy apareció en comisaría arrastrándose al haberle sido arrancada a bocados la pierna izquierda. Tras el shock inicial contó que “algo” en el sótano había devorado a toda su familia. La casa fue precintada y día tras día acudieron investigadores (que desaparecían), policías (que desaparecían), especialistas en las ciencias paranormales (que desaparecían) y el típico grupo de adolescentes que van a hacer espiritismo a casas donde la gente desaparece.
Un miembro de este grupo resultó ser el hijo del sheriff Lounan en su segundo matrimonio. Éste, desecho por el resurgir de los terribles acontecimientos que acabaron con su primera familia decidió poner fin, de una vez por todas, con Alex Ruth o lo que quedara de él. Robó cincuenta kilos de explosivos de la comisaría, se los ató por todo el cuerpo y los hizo detonar en la casa, volando de paso medio barrio.
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- Joder, es la casa más cojonuda que he visto nunca, Anna.
- ¿Le gusta, amigo? Es mi mejor producto. Una prefabricada de 100 m2 con tres habitaciones, cuarto de baño, aseo, salón, comedor, cocina, porche, piscina y pista de pádel. Todo ello en las mejores calidades. Y sólo por cincuenta de los grandes. ¿Cómo lo veo?
- Veo que tiene comprador. Eso sí, somos de Topeka, espero que tenga un buen camión para llevarla.
- Ningún problema amigo, entre a mi despacho.

Lo que aquel orondo vendedor no lees había dicho es que la casa había sido construida con materiales reciclados procedentes de un barrio de Seattle, un barrio donde se encontraba la calle Morgan.

CASA CANíBAL 3: CON LA CASA A CUESTAS

“Sucio” Brody sería el encargado de llevar la casa a Topeka. Tendría que viajar durante tres días, pero eso no le importaba. Pagaban bien y con tal de librarse de su esposa y de su suegra habría estado dispuesto a conducir hasta que le saliesen raíces en el culo. Fue a “La tienda de las casas prefabricadas Ruppert” y cerró el trato. Al día siguiente se pondría en camino.

Esa noche…

- Mierda, Lupita. Otro cliente huevón que nos va a hacer limpiar esta pocilga hasta la madrugada. Ya te dije que debimos negarnos.
- Órale Evarista. Sabes que el licenciado dijo que nos azotaría si nos quejábamos como hienas comiendo chili.
- Maldito cabrón. Ojala la virgencita de la mala esperanza le arrancase las criadillas y se las metiera por el culo.
- No te enojes mamita, terminemos esto raudas y volvamos a la caravana.

Las dos mujeres entraron en la casa en cuya placa se podía leer “Alice”. Pocos minutos después un grito estremecedor rompió el silencio de la noche. Tom, el vigilante, estaba demasiado borracho como para ir a echar un vistazo.

A la mañana siguiente Brody llegó temprano. Era un buen trabajador pese a su bien ganada fama de bebedor y problemático. Giró la llave del Peterbilt 355 y este respondió con un rugido que parecía proceder del mismísimo infierno. Se colocó sus gafas de sol y se encaminó a Topeka.
Condujo toda la mañana por la autopista sin encontrar apenas tráfico. La cosa cambiaría por la tarde cuando entrara en la interestatal. Seguramente habría colas gigantescas y el coñazo de su esposa le llamaría para hacerle “la recriminación del día” alentada por la puta de su madre. Acabaría con dolor de cabeza.

A mediodía llegó a un pueblucho y paró a comer. Se bajó del camión y miró fijamente, por primera vez, a la casa. Era imponente. En la parte delantera tenía un pequeño porche en el cual seguramente irían dos sillas y una mesa a juego con la ennegrecida madera de la vivienda. En la parte delantera se situaba la puerta principal y un pequeño ventanal que, junto a los dos superiores, recibía la luz del sol. La parte de atrás no la podía ver y pensó que el esfuerzo de ir al otro lado no merecía la pena. Además, Alice tenía algo que no le gustaba y su cuerpo se lo hizo saber produciéndole un escalofrío. Apartó la vista y entró en el restaurante.

Eric Creek, sin embargo, si quedó fascinado con la casa. Aunque el tenía sus motivos: había sido detenido varias veces por entrar en las casas ajenas y masturbarse tocando las sábanas de los propietarios. Y esa jodida casa de madera debía tener las sábanas más suaves y cálidas que nunca había probado. Se fijó en que no hubiera nadie cerca y se subió al Peterbilt. Intentó abrir la puerta de Alice pero estaba echada la llave, por lo que consideró que la mejor opción era entrar por la ventana contigua. Mala idea, Creek.

La abrió y cuando tenía medio cuerpo dentro se cerraron las dos persianas verticales destrozándole las costillas. Se volvieron a abrir y, en un segundo, se cerraron con más violencia aún. Esto se repitió varias veces hasta que partieron el cuerpo de Eric por la mitad, cayendo la parte superior del tronco dentro de la casa y las piernas en el porche. Se abrió la puerta y las succionó sin dejar huella alguna. Tras esto, la casa eructó y por uno de los ventanucos superiores salió despedida la calavera que poco antes había sido la fea cabeza de Eric.
Minutos después salió Brody del restaurante. Se subió al camión y arrancó.

En ese mismo instante, a muchos kilómetros de allí, la policía interrogaba a Ruppert Sullivan, el vendedor de casas prefabricadas en cuya propiedad se habían encontrado las calaveras de dos limpiadoras sudamericanas. Entre lo que éste contó y la mala reputación de “Sucio” Brody, la policía no dudó en seguir los pasos del camión.
Sus sospechas se vieron confirmadas cuando un niño vio como su San Bernardo se pegaba un festín con los restos de una cabeza humana en un restaurante situado en la ruta de Brody. El hombre se había convertido en el criminal más buscado de América.

Pero él no se enteró de nada. Cuando llegó al motel en el que pernoctaría tenía un gran dolor de cabeza. La foca le había dado la “paliza del día” porque su marido ya no la tocaba. “Sucio” dijo que si la tocara algún día sería para meterle un par de buenas hostias y darle otra ración a la bruja de su madre. Esto desembocó en un aluvión de improperios de las dos mujeres. Además ellas “compartían” el teléfono disfrutando de periodos de descanso entre insulto e insulto, pero Brody estaba solo por lo que tenía que aguantar estoicamente. Y debía aguantar, porque a Marie le podías insultar, le podías escupir e, incluso, le podías dar de vez en cuando una bofetada, pero dejarla a medias en una discusión significaba la destrucción total de cualquier hombre. Si Brody apretaba el botón equivocado sería su fin.

Entró en la recepción del motel y, cuál fue su sorpresa, cuando la encargada le dijo que no había habitaciones. Él mismo había llamado desde el restaurante y le habían confirmado la reserva. Pero la recepcionista estaba demasiado ocupada limpiando el sable de su novio como para tomar nota. “Sucio” la mandó a la mierda y decidió ahorrarse el dinero e irse a dormir al camión. Encima de éste estaba “Alice” invitándole a entrar pero a él no le gustaba la idea ni un pelo. Tipo listo. Brody se acomodó entre los dos asientos del acompañante conciliando el sueño de mala manera.

Horas después se levantó sobresaltado por el ruido que había fuera. Gritos, disparos y gruñidos se mezclaban con el canto de los grillos. A través de la luna delantera pudo ver varios coches de policía con las luces encendidas y al fijarse en el retrovisor observó como más de una docena de policías estaban disparando a la casa. Abrió con precaución la puerta del Peterbilt y bajó. El espectáculo que se abrió ante sus ojos era dantesco: las ventanas de Alice se abrían y cerraban violentamente succionando y devorando a todo el que estaba lo bastante cerca. De los dos ventanucos superiores emergían haces de luz de color rojizo que parecían provenir del mismísimo infierno. A Brody le parecieron dos ojos malditos sedientos de sangre. La puerta se asemejaba a una salvaje mandíbula de cuyo interior salía una lengua gigante amoratada que atrapaba a los agentes y los tiraba al interior de la casa. Alice reía, gritaba y temblaba haciendo retumbar el suelo.

“Sucio” estaba paralizado. Un agente se dirigió a él de manera frenética:

- ¿Qué has traído a nuestro pueblo? ¡Maldito loco!

Mientras pronunciaba estas palabras la lengua gigante lo envolvió, lo estrujó y lo lanzó contra el ventanal delantero el cual lo despedazó sin piedad. Poco a poco fueron cayendo por el aparcamiento del motel los restos de los policías y de algunos civiles que se habían acercado a echar un vistazo.

Brody reaccionó como pudo. Se subió al camión y lo arrancó. Alice gritó una diabólica queja que por poco le rompe los tímpanos. No sabía que hacer. Estuvo pensando en ello mientras devoraba kilómetros hacia ninguna parte. Finalmente, decidió que lo mejor sería arrojar el Peterbilt junto a la casa al mar desde el acantilado de Seven Points que estaba bastante cerca.

No tardó mucho en llegar al solitario lugar. Situó al camión mirando hacia el mar y puso el freno de mano. Su intención era acelerar a poca velocidad y salta del camión antes de caer por el precipicio. Se bajó antes para comprobar la situación. Miró a la casa y su aspecto era normal. Durante un segundo pensó que había soñado los atroces hechos acontecidos momentos antes. Pero se le quito la idea de la cabeza cuando “Alice”, con la voz de Alex Ruth, comenzó a hablarle con una voz de ultratumba.

- Brooooooody, Brooooodyyyyy. ¿Por qué me haces esto? Yo nunca te haría daño. Me liberaste de esa sucia tienda. Brooodyyyyyy descárgame aquí.
- Nunca. Eres un asesino. Tengo que acabar con todo el mal que representas.
- Noooooooo. Te puedo ayudar. Imagina lo que podrías conseguir conmigo. Tooooodooooo lo que quieeeeeeras. Solo tienes que situarme cerca de un banco y mientras yo devoro a sabrosos banqueros tu te puede llevar el dinero. Seamos socios Brody. Te juro que te dejaran de llamar “Sucio”. Mujeres, droga, alcohol y dinero solo por trasportar una casa. Puedes tenerlo toooooodoooooo Broooody…todoooooooo .


A la mañana siguiente llegó a su caravana y tocó la bocina. Salió su mujer acompañada, como siempre, por su madre.

- Querida –dijo bajando la ventana del camión. ¿No dices que nunca te doy sorpresas? Pues mira he comprado esta prefabricada para que nos podemos ir los tres al lago de vacaciones… subid y echadle un vistazo.

CARRITO SANGRIENTO (CARRITO BLOODY)

Habían pasado tres años desde que Miguel entró por última vez en un supermercado. Aquel era el final de su terapia, la cual parecía estar funcionando a la perfección. Su psiquiatra le había aconsejado dar ese paso con un ser querido: solo le quedaba su hijo. El niño tenía cinco años y, prácticamente, no se acordaba de su madre.

Se paró delante de las puertas del súper y sintió un terrible escalofrío recorriendo su cuerpo. Su cabeza decía “adelante” pero sus piernas no obedecían. Un terror profundo, tan profundo que lo creía muerto, surgió de nuevo. El sudor frío volvía a perlar su frente. Ya había sufrido esa situación varias veces pero Fran, el psiquiatra, le había ayudado a superarlas. Pero él no estaba por lo que Jonás fue el que tuvo que sacarlo del trance tirándole de la pernera del pantalón.

- Mira Papá, carritos. Dame dinero para que conduzca uno.

Miguel cogió a su hijo en brazos y le abrazó. Éste lo miro extrañado pues no eran nada normales los arrebatos cariñosos de su padre.

- Más tarde, Jon. Más tarde.

El niño mostró una muestra de contrariedad pero se resignó. No era habitual que lloriqueara ni pataleara por ese tipo de caprichos.
Las piernas reaccionaron y cogidos de la mano padre e hijo se adentraron en el supermercado. Estaba bastante vacío. Habían aprovechado que había partido de fútbol para ir. Miguel mandó a su hijo a por una cesta: comprarían pan, huevos y mortadela. Para ser la primera vez estaba bien. Pasaron el arco de entrada y según superaban pasillos el hombre fue perdiendo los nervios iniciales. Su hijo correteaba con la cesta de un lado para otro, pues para el niño era la primera experiencia en un lugar como aquel. La gente lo miraba y sonreía. Llegaron a la zona de los embutidos y el padre se agachó a por la mortadela con aceitunas. En ese momento un trabajador pasó a su lado con una fila impresionante de carritos de la compra. A Miguel se le nublo la vista y empezó a recordar…

Aquel día, Sandra y él fueron a hacer la compra como todos los domingos. El bebé estaba subido en la barriga del padre mediante unos arneses. Él no pudo agacharse a por aquel bote de tomate, por lo que Sandra lo hizo. Entonces un estruendoso ruido surgió del final del pasillo: una fila enorme de carros era conducida por unos gamberros. Sandra los miró desde aquella posición y cuando se giró para echar una mirada de complicidad a su marido, un carrito surgido de la nada la golpeó en la cabeza, con tan mala suerte que ésta rebotó en el pico de una estantería que tenía un pequeño saliente y que le atravesó el ojo hasta llegar al cerebro. Murió en el acto.

Miguel estaba en la posición que Sandra había adoptado aquel día fatídico. Cogió a su hijo de la mano y tiró de él en dirección al servicio. Se metió en el váter y comenzó a vomitar. Cuando acabó se sentía muy mareado y una espesa niebla cubrió su mirada haciendo que se desmayara.
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No sabía cuanto tiempo había estado allí tirado entre papel higiénico y orina. Se levantó con un punzante dolor de cabeza. Se sentía un poco mareado por lo que se agarró a la puerta. Salió del WC y comprobó que las luces estaban apagadas. Las encendió y salió a los pasillos. Solo estaban conectadas las luces de emergencia. ¿Cuánto tiempo había estado desmayado?

Frenéticamente se giró y fue a los servicios de nuevo. Entró en ellos y grito el nombre de su hijo varias veces. Nadie respondió. ¿Dónde habría ido? El niño pensaría que papá estaba jugando y se largaría corriendo a esconderse. Sintió un nudo en el estómago y pensó que lo mejor sería salir y pedir ayuda a los guardias de seguridad. Salió al supermercado y gritó pidiendo auxilio. Nadie contestó. Pensó entonces que la seguridad estaría fuera por lo que fue a la puerta principal. Efectivamente, cuatro o cinco guardias estaban en el parking. La puerta estaba cerrada, por lo que empezó a golpearla y a gritarles.
No le escuchaban. Al rato se separaron y cada uno tiró para un sitio. En un momento de desesperación final cogió una registradora y la tiró contra la puerta.

Nada.

Cuando toda esperanza de salir de allí parecía perdida, un agente se acercó a una farola próxima a un escaparate. Miguel fue raudo hacia él. Golpeó el cristal con fuerza y el hombre le vio. Con señas se entendieron y el guardia le dijo que fuera a la salida de emergencia más cercana. Los dos avanzaron juntos, uno por dentro y otro por fuera, hasta que, de repente, un carrito de supermercado embistió al segurata de tal forma que lo lanzó varios metros hacia delante. El carrito reculó hacia atrás y volvió a golpearle. Lo hizo otro par de veces hasta que lo dejó tirado contra el escaparate, cosa que aprovechó para pillar aun más carrerilla y reventarle la cabeza contra el cristal. Una vez hecho esto se marchó.

Miguel estaba pálido y al borde del desmayo de nuevo. Sus ojos no podían creer lo que acababa de ver. Seguramente fuese una pesadilla, pero se pellizcaba y seguía allí. Decidió entonces ir de nuevo a la puerta principal a ver si veía a otra persona. Cuando se giró se quedó paralizado: media docena de carritos estaban apuntando hacia él. Estaban totalmente quietos. En una situación normal no serían una amenaza, pero tras lo que le pasó al guardia…

Andó lentamente hacia ellos. No le quedaba más remedio que pasar entre los dos que estaban situados en la mitad. Tenía la sensación de que si corría, todos se abalanzarían contra él. Los miraba esperando algún movimiento o algún giro de una simple rueda. No fue así. Pasó al lado de ellos y aligeró el paso, tanto que al alejarse unos metros echó a correr por el pasillo de los congelados. Miró hacia atrás: ya no estaban. Enderezó la vista y se detuvo en seco. Enfrente de él, al final del pasillo, había otro carrito parado que le impedía seguir avanzando. Se giró y quedó espantado, pues otro le había cerrado el paso por ese lado. Intercambiaba la mirada entre ambos y, cuando pensaba que no se moverían, lo hicieron los dos a la vez. Querían hacer un sándwich humano. Por suerte, Miguel reaccionó bien y, cuando estuvo a punto de ser atropellado, saltó a un lado haciendo que chocarán entre ellos. Se levantó y echó a correr en dirección a los servicios, zona que creía segura.

Enfiló a toda velocidad el pasillo ancho de la panadería cuando vio algo que le hizo cambiar de opinión. Un carrito a unos cincuenta metros de él atravesó el gran toldo que separaba la tienda del almacén, con Jonás montado encima. El niño estaba tumbado: estaría dormido o…¡No! No podía ser.
Gritó su nombre y corrió hacia él. Cuando iba a llegar al toldo, una docena de carros le cortaron el paso. Está vez no podía esquivarlos, tenía que pasar por encima de ellos. Lo malo fue que antes de poder reaccionar se tiraron a por él. El primero lo esquivo bien echándose a un lado, pero el segundo hizo diana y lo tiró contra una vitrina. Otro fue a rematarlo pero Miguel reaccionó y se subió encima del mostrador. Allí no llegaban aquellas máquinas infernales pero a su alrededor se concentraban cada vez más. Se echó la mano a la cabeza y comprobó que tenía una fea herida. El impactó le había abierto una brecha poco profunda pero muy dolorosa. De todas formas no era momento de lamentarse. Tenía que ir a por Jon.

Se fijó de nuevo en la concentración de carritos nerviosos que lo asediaban. Tenía que trazar un plan… y rápido. Aquellos cacharros habían empezado a embestir el mostrador para derrumbarlo. Se le iluminó la bombilla cuando vio, cerca de allí, la sección de ferretería. El suelo tembló a sus pies y antes de que claudicara la vitrina saltó a uno de los carros más cercanos; después a otro y a otro hasta que llegó a una estantería donde estaba su objetivo: un gigantesco martillo con doble taco de hierro. Lo asió y dejó caer su primer golpe hacia un par de aquellos cacharros que se habían enrollado. Ambos saltaron por los aires cayendo sobre otros. Por detrás se le acercó otro y, girando sobre si mismo, no solo lo esquivó sino que también tenía la suficiente inercia como para mandarlo a medio centenar de metros, destrozándolo contra una pared. Miguel empezó a usar su arma como un balancín horizontal abriéndose camino entre una marea de hierro. Los carros que quedaban tumbados no podía levantarse sin ayuda de otros y los que recibían un golpe demasiado fuerte parecían agonizar en el suelo.

Algunos llegaron a golpearle con bastante fuerza pero el resistía estoicamente mientras avanzaba hacia el toldo. Sabía que si caía estaba muerto. Llegó a la lona y entró. En su interior había una especie de arco que sostenía una circunferencia consistente en una capa de un líquido misterioso. Se asemejaba a la puerta espacio-temporal de Stargate. Tenía la certeza de que debía atravesar “eso” para encontrar a su hijo, por lo que soltó el pesado martillo y corrió hacia ella saltando dentro.


Cayó de bruces contra el suelo. Estaba en un almacén similar al que había entrado. No obstante, estaba seguro de que no era el de antes pues allí había “algo” que no tenía el otro. Descorrió el toldo que daba a esa otra tienda y salió. No se podía creer lo que estaba viendo: era el supermercado en el que murió su esposa…la puerta dimensional le había llevado allí. Justo en ese momento se le acercó un solitario carrito con Jon subido en el cajón. Cuando el padre se acercó a por el niño, el carro habló.

- Quieto humano. No te acerques o lo mato.
- ¿Qué queréis de nosotros?
- ¿De vosotros? Jajajaja. Todo, lo queremos todo. Pero aun no. – El cacharro tenía una diabólica voz mecánica.
- Pero… ¿qué coño sois vosotros? ¿Por qué mi hijo?
- Digamos que venimos de muy lejos. Y no es tu hijo el elegido…eres tú. Viste actuar a uno de nosotros cuando, en un experimento, mató a una humana delante de ti. Tenemos que eliminarte.
- Hacedlo, pero dejad marchar a mi hijo. A él no le creerá nadie.
- Jajaja. No podemos arriesgarnos. Moriréis los dos.

Miguel se abalanzó hacia su interlocutor y éste reculó velozmente hacia atrás. Lo hizo lo suficiente rápido como para escudarse entre otra centena de compañeros que salieron de detrás de los pasillos. Durante un momento se hizo el silencio hasta que el que transportaba a Jonás les ordenó a los demás atacar al hombre. Así lo hicieron y el no supo reaccionar. El primero le cazó y el segundo lo tiró al suelo. Todos se fueron a por él como un grupo de perros salvajes cazando a una liebre. Durante unos minutos se dieron un festín con el humano. Entonces, el carrito jefe les pidió que pararan, obedeciendo estos al instante y separándose del cadáver. Cual fue la sorpresa de todos cuando no encontraron nada salvo un rastro de sangre que llevaba al almacén.


El líder de los carritos envió a un par de ellos a rematar la faena… pero un motor sonó y Miguel rompió la lona a manos de ese “algo” que le cautivó antes: un enorme toro eléctrico. Fue directo a por el maremagno de carritos que poblaban la zona central del pasillo. Las astas las tenía bajadas por lo que se inició una carnicería. Los “asesinos metálicos” gritaban mientras eran volcados, aplastados y lanzados contra cualquier cosa. El hombre estaba muy mermado: conducía con una mano pues tenía el otro brazo roto, en la cabeza se les sumaron otro par de boquetes que sangraban abundantemente y las magulladuras y heridas eran demasiado profundas. Parecía al borde del desfallecimiento pero algo hacía indicar que no se iba a desvanecer nunca: sus ojos. Los tenía inyectados en sangre, rezumando furia y pidiendo venganza en cada milímetro de sus pupilas.

Quizá fuera ese odio el que le hizo dar un mal giro y perder el control. Acabó estrellándose contra una columna, quedándose el toro enganchado. Volvió entonces de esa especie de trance asesino y miró a su alrededor: aquello era una masacre. Grandes amasijos de hierro se entrelazaban entre sí perdiendo la noción de individuo único. Miguel juraría que aquellos bichos estaban agonizando.

Se bajó como pudo de aquella máquina de matar y se dirigió a los pocos carros vivos que quedaban. Uno de ellos era el líder el cual llevaba a Jonás a cuestas. Dejo caer al niño al juego y dijo:

- Pagarás por esto, humano. Es mi turno.

El carro echó hacia atrás para coger impulso y lanzarse contra Miguel. Este arrastraba la pierna derecha por lo que al esquivar fue tocado en esa extremidad y cayó al suelo. El carro giró y volvió a por él asestándole un duro golpe en la espalda. Se apartó para observar a su presa moribunda.

- Ya no eres tan duro. ¿Sabes lo que voy a hacer? Voy a rematarte y después voy a dejar que mis compañeros jueguen con tu hijito a las carreras. Se va a divertir cuando le revienten los sesos. Jajajaja.

Ese último comentario hizo que Miguel sacara fuerzas de flaqueza para levantarse de nuevo. Como pudo, sangrando de forma alarmante, se puso en pie. Estaba tambaleándose.

- No le vas a tocar ni un pelo a mi hijo. Voy a acabar contigo. – Dijo con la voz entrecortada.

- Jajajaja. ¡¡¡Muere!!!

El carrito se lanzó a por él a toda velocidad. El hombre ni se inmutó. Estaba claro que por mucha verborrea que tuviese se había dado por vencido. El maldito humano había echado por la borda mucho tiempo de trabajo. Muchos compañeros habían caído por su culpa. Iba a disfrutar embistiéndolo y oyendo crujir sus huesos. Estaba cerca de conseguirlo.
Cuando estuvo lo bastante cerca suya, Miguel se agachó un poco. Extendió el brazo roto hacia delante y esperó el impacto. Tenía que salir bien, era su última esperanza.

Lo tenía a unos cinco metros por lo que abrió la mano. El carrito supo entonces la intención del hombre pero ya no podía frenar. Miguel se ladeo a un lado y asió la parte delantera del carro. Con la mano sana cogió un lateral y, gracias al gran impulso que traía el carrito, lo alzó en el aire haciéndole un suplex vertical. El impacto fue terrible quedando el carro totalmente volcado en el suelo y recibiendo el hombre un golpe que le pasaría factura en las cervicales. Se hizo el silencio de nuevo.


Miguel se arrastró hacia el carro y este le habló.

- Humano, has sido más listo que yo y me has derrotado. Pero esto no ha acabado, no podrás detener a mi pueblo, tarde o temprano acabaremos con vosotros. – La voz del líder era demasiado difusa. Parecía estar al borde de la muerte.

- No obstante, te has ganado el derecho a seguir viviendo. Coge a tu hijo y sal de aquí. Pero óyeme bien, no vuelvas nunca o no saldrás vivo de nuevo. Ahora, vete...

El carro giró las ruedas de repente. Había muerto.

El agonizante Miguel se levantó a duras penas apoyándose en una estantería cercana. Avanzó dando tumbos hacia su hijo dormido y se lo echó a la espalda. Ambos fueron hacia la puerta de salida. Estaba amaneciendo. Pronto abrirían.