viernes, 1 de febrero de 2008

5.-Dolores Liberty

Para lo que necesitaba hacer, tenía que librarme de aquel individuo lo más pronto posible. Llevaba aguantando su aburrida cháchara media hora y no podía más. Mi hígado protestaba ante la imposibilidad de hacer frente al alcohol en el que había diluido mi sangre la noche anterior, alguien martilleaba mis sienes sin compasión y el pitillo que acababa de encenderme me estranguló con una arcada. Decididamente, no había sido una buena idea. Despaché a mi cliente con cajas destempladas y la promesa de llamarle. Por seis pavos la hora no podía esperar mayores cortesías. Corrí al baño y eché hasta la bilis. Me enjuagué la boca con un dedo de “Four Roses” mientras juraba que jamás volvería a beber. Sí, carezco de voluntad. Sin duda, uno de mis múltiples encantos. El tañido de las campanas de la pequeña iglesia de Saint Sargis anunció el final de la tarde. Colgué el cartel de cerrado, me senté en mi butaca de piel y cerré los ojos. Me quedaban un par de horas por delante.

Mi vida no ha sido más que un vaivén de días medianamente aceptables y días para el olvido. De cenas a base de sandwiches fríos de carne con nicotina o de nicotina a secas. De soledad no elegida y sexo de alquiler. De bourbon barato y botellas medio vacías. De minutas sin cobrar y facturas impagadas. Nunca he sabido lo que me convenía y es posible que jamás llegue a saberlo.

Dolores Liberty es una muestra de ello. Llegó a mi despacho un día cualquiera de septiembre. Recuerdo que hacía calor. Entró sin llamar y se sentó ante mi mesa. Su rostro me sonó vagamente. Media melena rubia platino bajo un sombrerito con medio velo, facciones angulosas, esbelta en su ceñido y caro vestido. Sus ojos, dos pozos de alquitrán en los que hundirse. Una de esas mujeres que sólo pueden traerte una cosa en esta vida: problemas. Y por la que estás dispuesto a meterte de cabeza en ellos. Abrió su bolso y extrajo una pitillera de oro que yo no hubiera podido pagar con lo que gano en tres meses. Sacó un largo Pall Mall y se lo colocó entre sus maquillados labios, entreabiertos como una roja herida. Se inclinó levemente hacia mí rodeándome con su perfume. Encendí su cigarrillo. Cuando quiero, soy un caballero. Y esa vez, quería.

- Gracias –musitó con una voz ligeramente ronca.
- De nada, ¿señorita…?
- Señora. Señora Dolores Liberty –sentenció en medio de una nube de humo azul.
- ¿Y qué puedo hacer por usted, señora Liberty?
- Quiero que me ayude a deshacerme de mi marido.

Me sorprendió, lo cual no es muy habitual en mí. Y su media sonrisa me indicó que era consciente de mi desconcierto. Estaba jugando conmigo.

-¡Oh! Disculpe, no me he… expresado correctamente. Lo que pretendía decirle es que deseo divorciarme y quisiera contratar sus servicios.

Aquello formaba parte de mi trabajo. De vez en cuando, alguien se pasaba por mi despacho con un encargo similar. Normalmente, mujeres que sospechaban que sus cónyuges se la pegaban con alguna fulana o maridos que sentían un súbito peso en sus cabezas. Pero unas y otros tenían algo en común. No solían tener pasta para pagarse algo mejor que yo. Y Dolores Liberty no era el tipo de mujer que necesitara mirar por su economía. ¿Por qué yo? Lo razonable es que hubiera acudido a uno de esos tipos caros del Boulevard Jackson o de la calle Wells. No hacen nada que yo no haga, claro. Sólo cobran más.

- Entiendo. Cobro 50 pavos por adelantado para gastos y otros 20 al día mientras dure la investigación. Normalmente, una semana suele ser suficiente – comenté. Hablar de dinero siempre es sucio, así que pensé que mejor hacerlo cuanto antes.- Necesitaré también algunos datos. El nombre de su marido, dónde trabaja, qué clubes frecuenta… todo cuanto me pueda proporcionar.
- Desde luego.- Miró alrededor como buscando algo y, finalmente, resignada, apagó su cigarrillo en el único cenicero que tengo, repleto de colillas. Abrió su bolso. Aquello sí que era una novedad. Cobrar por adelantado. Sin embargo, se limitó a poner una fotografía sobre la mesa que arrastró hacia mí. Una uña roja con una perfecta manicura señalaba un rostro.

Lo reconocí de inmediato. Edward Norrington, una de las fortunas de Chicago, hombre de negocios, filántropo y mecenas. Por segunda vez, me sorprendió. Aquello empezaba a convertirse en un hábito desagradable.

- No me gusta que me engañen, señora… Norrington.
- ¿Engañarlo? No lo he hecho – cierta sorna asomaba en sus palabras -. Cuando me casé decidí conservar mi apellido de soltera. Espero que saber quién es mi marido no suponga un problema para usted.
- No especialmente, – mentí – pero sí despierta mi curiosidad. ¿Por qué? Quiero decir…
- Sé lo que quiere decir. El dinero y la posición no lo son todo, señor Morrison. Una mujer como yo necesita también otras cosas. Amor, compañía,… respeto.

Su mirada oscura me atravesó de parte a parte y sentí un aleteo nervioso en el estómago. Se puso en pie y se desabotonó la manga izquierda de su vestido, dejando a la vista un brazo perfecto lleno de cardenales. Sentí una furia sorda hacia aquel tipo. Odio a los hombres que golpean a las mujeres. Es algo visceral.

- Consígame algo, lo que sea, que me permita dejarlo atrás. No puedo huir sin más. Él jamás lo consentiría.- Su voz ya no se mostraba segura, había un tono de urgencia y sus manos temblaron mientras recomponía su ropa y se sentaba.
- La ayudaré. – Estrujé mi paquete de Red y logré sacar dos cigarrillos. Encendí uno y se lo tendí. Iba a prender el otro pero cambié de idea. Necesitaba un trago. Me levanté y llené un vaso poco limpio hasta arriba. – A partir de ahora rebuscaré en la basura de su marido. Todos ocultamos algo y, sea lo que sea que su marido esconda, daré con ello. La mantendré informada. Y mientras tanto, sea fuerte. Lo conseguiremos. Sólo es cuestión de tiempo que caiga.
- Gracias, señor Morrison – respondió con un semblante que me pareció aliviado y agradecido.- Tenga, esta es mi dirección. Por favor, visíteme a diario si le es posible para contarme cuanto consiga. Edward no suele regresar antes de las ocho.

No hubo más palabras. Se despidió con un masculino apretón de manos, dejando tan solo el rastro de su perfume y un vacío en mi alma. Los síntomas eran claros. Me iba a enamorar como un colegial de quien no debía y a quien no podía aspirar. Muy poco inteligente de mi parte. Pero así es la vida y la tomas o la dejas. Durante diez días seguí a mi presa sin encontrar nada a lo que hincar el diente, diez días donde sólo me preocupaba seguir respirando para poderla ver cada tarde e informar de mis nulos resultados, logrando así el sustento necesario para arrastrarme hasta un nuevo amanecer. Y aquella décima noche sonó el teléfono. Era tarde. El calor y una humedad pegajosa supurada por el lago Michigan me impedían dormir así que mantenía un duro vis a vis con el bourbon y la nicotina, intentando mantener a Dolores alejada de mi cabeza. Respondí al segundo timbrazo. Era ella. Parecía agitada antes de romper a llorar. Colgué sin apenas haber escuchado sus palabras. Sólo guardo el recuerdo de conducir mi De Soto del 42 como un loco por las calles desiertas hasta llegar al Gold Coast. Aparqué ante la mansión y corrí a la puerta que se entreabrió antes de que pusiera un pie en la escalinata. Entonces la vi. El malnacido la había golpeado con saña. Un moretón sombreaba su pómulo y su labio estaba partido. Algo se rompió dentro de mí y una rabia desmedida me inundó. Ella se arrojó a mis brazos sollozando.

- Estaba fuera de sí. Nunca le había visto igual. Me golpeó, una y otra vez y luego se marchó. Yo no sabía qué hacer y…- el llanto la sacudía.
- Lo mataré, juro que lo mataré, Dolores.- Acaricié su cara herida y sequé sus lágrimas.- Nada ni nadie podrán impedirlo. No volverá a ponerte una mano encima.

Nunca nadie me ha mirado igual y nadie lo hará. Pegó su cuerpo al mío como si fuera una segunda piel y me besó. Cuando nos separamos se llevó una mano a la boca con gesto dolorido.

- ¿Te he hecho daño?
- Todos los hombres que se han cruzado en mi vida me lo han hecho – me susurró con su voz ronca.

No estaba preparado para su respuesta. Y cuando uno no tiene nada que decir lo mejor que puede hacer es callar. O besar. Y es lo que hice, sellando así mi descenso a los infiernos.

Cumplir mi promesa no fue difícil. Tan solo necesité mi Smith&Wesson y una oportunidad. Y en Chicago las oportunidades sobran. La muerte de Norrington acaparó los titulares de la prensa durante varios días, así como su funeral y entierro en el cementerio católico de Mount Carmel. Dejé pasar dos prudenciales semanas antes de dar señales de vida. No sé cómo sobreviví a su ausencia, pero pronto tendríamos todo el tiempo del mundo para ambos. Al fin, la telefoneé. Inútilmente. Insistí pero el servicio siempre respondía lo mismo: la señora está ocupada. Y cuando, desesperado, me planté ante su puerta, esta se mantuvo cerrada. No hacía falta ser demasiado listo para sumar dos más dos. Vagué sin rumbo intentando emborracharme, roto en mil pedazos que no merecían la pena ser recogidos. Al amanecer me encaminé a mi despacho. Una llamada temprana me sacó del alcohólico sopor en el que había caído. Era Dolores. Me citaba en el Mount Carmel, junto a la tumba de su marido.

Han pasado las dos horas y me encuentro ante la lápida de Edward Norrington. Pobre desgraciado, pienso. Un títere, un pelele en manos de una mujer demasiado hermosa y ambiciosa. Otro más. Un viento frío agita las flores que se marchitan y me levanto el cuello de la americana. La siento llegar a mis espaldas. Oigo sus pasos amortiguados por la hierba. Su perfume me alcanza. Ella no dejará cabos sueltos. No uno como yo. Meto las manos en los bolsillos. Acaricio la culata de mi revólver. Ahora debo decidir si puedo vivir sin ella. Si quiero vivir sin ella.

- ¡BANG!

No hay comentarios: