miércoles, 20 de febrero de 2008

14.-El viejo y la doncella.

- Mi señora, ¿continuamos? Quizá lleguemos hoy a nuestro destino.
- Lleváis diciendo lo mismo día tras día, viejo. Creo recordar que lo mismo dijisteis ayer, y el día de antes de ayer.

Pese a las habituales quejas, la doncella se incorporó. Un cielo cargado amenazaba con un diluvio inminente. El viejo echó tierra sobre las cenizas de una hoguera; no era buena idea dejar un rastro que otros pudieran seguir. Después de prepararse él mismo para otra dura jornada de viaje, mientras pasaba sus dedos por sus espesas patillas nevadas, contemplaba a la doncella, cómo se disponía para una nueva jornada. Menuda, con una cabellera negra como el azabache, que le llegaba hasta la cintura; con sus labios de un rojo muy intenso, que contrastaba con la palidez extrema de su rostro. Era muy hermosa.

Ella montó a lomos de su rocín, y se cubrió con la capucha. Al viejo le gustaría verla con delicados vestidos de seda y terciopelo, pero, a su pesar, siempre la había visto con sus ropas de cuero, más adecuadas para las duras jornadas que les esperaban. Poco después de iniciar la marcha, empezaron a caer unas blandas gotas de lluvia que, poco a poco, se convirtieron en una persistente lluvia. Avanzaban en medio de ese día gris, entre la bruma, y no se sentían con ánimos de compartir lo que se les pasara por su mente.

Pero, tras algunas horas de viaje y lluvia, se despejó el día por completo, y se encontraron viajando bajo un cálido sol y un cielo diáfano, acompañantes mucho más agradecidos que la lluvia. Eso les renovó su espíritu, y la doncella, vivaracha y risueña, le pidió al viejo que cantara para ella.

- Sé muchas canciones, mi señora.

Y el viejo cantó, con una voz grave, pero bonita, a su manera. Continuaron así su marcha, hasta que vieron, cerca del camino, una mesa sobre la que reposaba un tablero. Entonces, el viejo recordó, y su voluntad, en esta ocasión, se ensombreció. Aquélla era una prueba del Creador. Estaban delante de un tablero de ajedrez.

- Sesenta y cuatro casillas. 32 piezas. Blancas y negras. ¿Sabéis jugar, mi señora?

Ya sabía la respuesta. La doncella no parecía mostrar gran interés en el tablero con blancos y negros, con las exquisitas figuras talladas dispuestas para la batalla. El viejo, haciendo acopio de fuerzas, recapituló. Lo que debían hacer era seguir caminando, continuar la huída, vencer todos los impedimentos y trucos del Creador. No quería volver a encontrar a la doncella al calor de las llamas, y convencerla de que no le haría daño alguno. Siempre perdía demasiado tiempo en ello.

- Sigamos, mi señora. No hagamos caso de este tablero, y regocijémonos en este radiante día. Seguiré cantando, si os parece bien. Creo recordar que no muy lejos de este lugar en el que nos hallamos, nos toparemos con un lago. El brillo del sol sobre sus aguas es una visión digna de una hermosa canción. Sigamos, por favor, mi señora.

Siguieron. Aunque su espíritu se había cubierto de nuevo con cierta pesadumbre, el viejo volvió a bromear, con cierta rigidez al principio, y a cantar tonadillas de osos y doncellas, y baladas de caballeros en justas trepidantes. Alabó la belleza de la doncella con galantería, y pudo ver cómo ella se sonrojaba. Pronto la doncella recuperó su sonrisa.

- En ocasiones creo que te conozco desde hace mucho tiempo, viejo. Que conoces algunos de mis secretos, de mis manías, de mis gustos. Pero en otras, no logro saber de dónde vienen esas suposiciones. ¿Recuerdos? ¿Os conozco de algún otro lugar?

- No os preocupéis, mi señora. Es algo normal. A todos nos pasan cosas así en un momento u otro.

Y así siguieron su jornada.

En cierta ocasión, la doncella, como ya había hecho en otros momentos del día, detuvo su caballo, y miró el camino recorrido. Dejó escapar una risa natural, encantadora. El viejo callaba, taciturno, mientras se acariciaba la barba. Miró al cielo, y comprobó él mismo la senda que habían seguido.

- Tengo la extraña sensación de que nos siguen, viejo. Pero cuando me doy la vuelta, para curiosear y estudiar el camino, no veo a nadie. ¿No tenéis vos la misma sensación?

El viejo, con sus ojos claros, tristes, dejó de avanzar. El regusto de la frustración, algo habitual y conocido, pero no por ello menos desolador, empezó a aflorar de nuevo en él. Dejó escapar un gemido. El sol empezaba a ponerse, y un manto violáceo se iba extendiendo en el cielo; por delante de ellos, las formas anaranjadas se iban tornando en sombras malvas y lilas. En breve no serían capaces de distinguir el camino a seguir. No iban a llegar a su destino, fuera cual fuera, y el viejo se decidió a hablar.

- No hay razón para seguir ocultándoos la verdad. En efecto, nos siguen, mi señora. Pensaba que en esta ocasión les podría engañar.

Una sombra de miedo mudó el bello rostro de la doncella.

- ¿De qué estáis hablando? ¿Acaso faltaréis a vuestro juramento? ¿Qué os proponéis a hacer conmigo? ¿Por qué me vais a hacer daño?

- Eso sería lo último que haría, mi señora. Soy completamente incapaz de lastimar algo tan hermoso como vos. Yo no me he propuesto heriros, son otros los que nos buscan por todas partes. Los que nos siguen son dos, hombre y mujer, aunque trabajan para otros… El hombre fue una buena persona hace largo tiempo, pero ahora sólo habita en él la ruindad. La mujer es diferente, no hay en ella rastro de maldad, pese a que, incluso hoy, tanto tiempo después de conocerla, me sorprende su ingenuidad.

La joven mujer dejó escapar una risa nerviosa.

- Pero… ¿cómo podéis saber todo eso si no son vuestros cómplices? Decidme la verdad, ¿quiénes son?
- Sus nombres no importan. No importa qué sienten, no importa lo que son. No han dejado de perseguirnos, y de encontrarnos. Me extraña que vos nunca recordéis nada; creo que sois afortunada al no hacerlo.
- ¡No puede ser verdad lo que decís!
- Es así, llevan haciéndolo mucho tiempo. Si no le ponemos remedio, lo seguirán haciendo, y no acabará nunca. Será un bucle sin fin.

El viejo, derrotado una vez más, se dirigió a uno de los árboles del camino, se sentó, y se apoyó en el tronco. Cerró los ojos. La doncella, desmontando del viejo rocín, se había acercado a él, y le rogaba.

- ¡Viejo! ¿Por favor? ¿Qué va a pasar ahora?
- … Estoy cansado, mi señora. A decir verdad, sólo querría dormir. Quizás cuando volvamos a iniciar el viaje mañana, o en una semana, o en unos meses, encontremos la forma de ocultarnos definitivamente. Y, ¿quién sabe? Con un poco de suerte encontremos a otros, como… nosotros. Con mucha suerte, podremos modificar el espacio y el tiempo.
- ¡Mi señor! No os comprendo, pero no os rindáis ahora. Seguro que el fin de nuestro viaje está próximo... ¿Quién sabe las maravillas que podríamos encontrar? ¡Cánteme otra vez! Vuelva a entonar esas canciones de doncellas y caballeros, y de cielos claros, despejados, y de días llenos de sol, calor y esperanza...

Pero, pese a la angustia de la doncella, el viejo no se movió. Sólo sus ojos cerrados se agitaban, inquietos. A la doncella le pareció ver una lágrima en su rostro. Dos sombras se acercaban por el camino, ya podía distinguir sus rostros.

- ¡Ya llegan esos dos! ¡Están aquí, viejo! ¡Ayudadme! ¡Despertad!

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- ¡8080! Despierta... ¡Vamos, remolón! El Hacedor quiere verte.

Peter no intentó despertar al androide como hacía Martha, con mimos y melindrerías. Le propinó una fuerte bofetada al androide. Quería terminar con aquello lo antes posible. Le pagaban por atender al viejo Hacedor, pero era el peor trabajo que había tenido jamás. Los ojos rosados del androide, que nunca se cerraban, ni siquiera cuando estaba en trance, cuando "dormía", le perseguirían hasta el fin de sus días.

- ¡Puto androide!- aulló, propinándole esta vez un puñetazo en el rostro-. ¡A mí qué me importa que seas un jodido artista! ¡Mueve el puto culo! ¡Sintético, tu Hacedor quiere verte! ¡Quiere jugar su partida! "Servir y obedecer". ¿Acaso has olvidado para qué fuiste creado?

Martha y Peter atendían a uno de los pocos Hacedores que todavía residían en la Tierra, por lo que recibían un exiguo salario de la Federación. Una de sus obligaciones era despertar a 8080 de aquellos "trances", de aquellos sueños, millones de líneas de código que habían evolucionado por sí mismas, hasta tener entidad propia dentro de su sistema, le hacían perder el contacto con la realidad. El androide erraba en esas líneas, pero también era capaz de conectarse a los diferentes terminales del laboratorio, dibujando y pintando la historia de un viejo y una doncella.

- ¡Peter! ¡Ya está bien! ¡Para! ¡Por favor! ¡Está despertando! ¡Míralo!
- ¡Que te jodan a ti también, Martha! Por fin he conseguido los créditos suficientes para un pasaje en una nave de transporte. Ya he hablado con el capitán. Me siento muy afortunado, no quedan muchas por salir de este condenado planeta. ¡No pienso quedarme aquí para morir cuando estalle! No lo haré por el Hacedor, no lo haré por este miserable androide, y no lo haré por ti, Martha, aunque me caigas bien.

El androide, todavía aturdido, contemplaba con sus enormes ojos rosados a Peter. Su expresión se relajó un poco al ver a Martha.

- ¿Sabes cómo llamaban a este planeta hace apenas unos siglos? - preguntó Peter -. El Planeta Azul. ¿No es irónico? ¡Azul!

Peter lanzó una carcajada justo antes de salir por la puerta del laboratorio. A Martha le pareció, mientras el hombre se alejaba, que la estentórea risa se iba transformando en un sollozo.

Se quedaron solos, y ella se sentó al lado del androide. Le acariciaba el rostro, mirándole con ternura a los ojos, para acabar de aserenarlo. También miraba los dibujos que tenía delante, por todas partes, en las pantallas del laboratorio, con todas las historias y aventuras que les habían acontecido con el paso de los años al viejo y a la doncella, que iban alternándose en las pantallas del laboratorio.

- Unas viñetas preciosas, 8080. Tranquilo, tranquilo... - le susurró dulcemente Martha, mientras le incorporaba-. Ya verás como salimos también nosotros de aquí. Yo te voy a proteger, seré tu viejo y tu doncella a la vez. Falta poco, 8080. Muy poco.

El androide la miraba con infinita tristeza. Caminaron en dirección a los aposentos del Hacedor.

- Parece que vayas a llorar... - le dijo Martha. ¿Podría hacerlo? No osó preguntarlo. Antes de dejarle entrar en la habitación del Hacedor para que jugaran su partida de ajedrez, Martha le besó en los labios.

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