viernes, 1 de febrero de 2008

15.- Promesas



El día había amanecido gris plomizo. Salí rápidamente a la calle. Llovía y yo había olvidado mi paraguas. ¿Qué me estaba pasando?¿Cómo había llegado a aquella situación?

Quizás la respuesta a esa última pregunta fuera crucial, pero no tenía el tiempo ni la sangre fría de contestarla en ese momento. Solo me precipité a través de la lluvia, corriendo a ciegas tan rápido como me lo permitía mi miedo, que casi rozaba la histeria.

El barrio se presentaba desierto, a excepción de algunos barrenderos de imponentes ojeras. Era Domingo, y la noche anterior había sido la fiesta del pueblo, así que a esas horas la gente todavía roncaba en sus lechos, digiriendo la sobredosis de cerdo y vino anual. Pero no reparé en todo ello hasta mucho más tarde, cuando pude pensar como un ser racional (Je, ¿Acaso alguna vez lo hice?). En ese momento para mí solo había lluvia y mis pies intentando adelantarse el uno al. Y los ojos. Los ojos, grabados a fuego en mi retina, haciéndose visibles en cada baldosa de la acera que pasaba ante mí.

Cualquier posible observador (alguno de los barrenderos, si es que eran capaces de ver algo a través de sus legañas) hubiera pensado con lógica que mi desesperada carrera estaba destinada a acabar de la forma más aparatosa, frenado bruscamente por cualquier obstáculo contra el que me precitara. Pero parece que no ocurrió así.

Finalmente me fui deteniendo, porque me hallaba al límite de mis fuerzas físicas. Mi mente me decía “¡Sigue huyendo!”, pero mis piernas eran incapaces de obedecer. Caí de rodillas, jadeando, temblando y gimiendo de la manera más lamentable posible.

Poco a poco levanté la vista. Me encontraba en un callejón sin salida, junto a lo que parecía la puerta trasera de un pequeño comercio. No recordaba aquella parte del pueblo, y eso que había vivido allí toda mi vida. Pero lo cierto es que la lluvia y el pánico colaboraban para desorientarme, y seguramente no habría reconocido mi propia casa ni aunque chocara contra ella.

Con un sobresalto me percaté de que no me encontraba solo. En el arco de la puerta se acurrucaba un bulto compuesto de mantas, harapos y bolsas de plásticos, del cual asomaba una diminuta cabeza. Es un mendigo, me dije, aliviado.

Era un viejo. Tenía uno de esos rostros que parecen hechos de cuero agrietado, cubierto por una barba de color indefinible, que le cubría totalmente la boca. Una cabellera de abundante pelo sucio y enredado completaban la descripción.

Con un suspiro, el tipo se incorporó a medias, emergiendo el delgado cuello y la cabeza del fardo como si de la tortuga mas grande y cochambrosa del mundo se tratase. Abrió los ojos, enormes, amarillos y turbios. Vagaron por el infinito, no tardé en darme cuenta de que era ciego. Pero eso no le dio problemas para saber que me situaba junto a él.

-¡Anda, debe se’ la primera ve’ que arguien se viene a haserle compañía ar viejo Paco!

Su aliento me golpeó como una bofetada. Olía a queroseno. Intenté responderle, pero el nerviosismo del que todavía era presa me lo impidió.

-No, yo... No, de verdad. Ella, ella está... Usted, yo...
-Uyuyuy, usté parece que necesita un “recontruyente”.
De las profundidades del montón de harapos surgió una mano más negra que blanca asiendo una botella de un liquido aceitoso.

-Enga, hombre, eche un trago que le ayudará a aclararse la sesera.

No se en que estaba pensando (bueno, en realidad sí lo se) pero el caso es que tomé un sorbo del líquido. Tenía un sabor amargo que me hizo torcer el gesto, que luego se torno en asfixia y en una prolongada tos cuando aquella especie de ácido sulfúrico me derritió la garganta.

El caso es que después del choque inicial me sentí más relajado. Empecé a pensar de nuevo con claridad. Y lo primero en lo que pensé fue...

-Oh, Dios. ¿Qué es lo que he hecho?
-Amos hombre, no se me ponga tonto –Me recriminó el vagabundo. Pa empezá, ¿A que viene eso de entrá corriendo en los callejone’ a las siete de la mañana?

Permanecí callado un instante, preguntándome como aquel sujeto sabía con tal exactitud que hora era.

-Enga, a usted le ha pasao algo grave, ¿A que sí? Cuénteselo al viejo Paco, hombre. Se sentirá mucho mejó despue’ .

Extrañará a muchos el que me confesara a un indigente, pero dado mi estado emocional, necesitaba hablar con alguien, contarle lo sucedido y descargar ese peso (TAN grande) de mi conciencia.

Así que, atropelladamente, casi sin pensar en lo que decía, le relaté lo sucedido. No me interrumpió ni una sola vez, y aunque doy fe de su ceguera, juro por mi madre que aquel hombre no apartó sus difusos ojos de mí por un solo segundo.

-Todo fue culpa del vino, el puto vino. La fiesta comenzó bien, la gente se reía y contaba chistes. Había una banda que tocaba fatal, pero no importaba, porque todo el mundo andaba ya un poco bebido. El vino, el vino tuvo la culpa de todo... Joder, yo no soy una mala persona, no le haría daño a nadie, mi novia, yo la quie... –Tosí. No pude continuar. Paco me acercó la botella de ácido y le di un abundante trago. Mi exposición de los hechos ganó en lucidez.

-Gracias. No sé lo que me pasó, no soy un borracho, solo tomo unas copitas con los amigos de vez en cuando. Si, si, si, de vez en cuando. Pero esta noche era especial, el ambiente estaba encendido. Nos lo estábamos pasando muy bien...

Conforme hablaba, las imágenes volvían a mí. La plaza, abarrotada, con los músicos arrinconados tras una fila de mesas haciéndolo lo mejor que sabían , que no era mucho. Varias mesas dispuestas en circulo con abundantes viandas y vasos de plástico con vino de la región. Y en medio, una algarabía de charla, baile, chanzas y risas. Sentados solo quedaban los mayores, que, con un ritmo natural más pausado, se contaban batallitas unos a otros.

-Ana estaba hermosa aquella noche. Llevaba el vestido azul con lentejuelas que le regalé en nuestro aniversario. Cuando se movía, la luz brillaba en su cuerpo como miles de estrellas parpadeando. Bailamos toda la noche, cada vez más embriagados por la fiesta y el vino. Yo la miraba a los ojos y me sumergía en ellos, le decía que la amaba, que siempre la amaría. Que quería estar junto a ella por siempre. Y me juraba que nunca dejaría que nadie la apartaría de mi lado. Gilipolleces, sí. Estaba borracho.

-Hubo un momento en que nos separamos. Estuve hablando con unos amigos... Conocidos más bien. Cuando me deshice de ellos, salí a un callejón perpendicular a la plaza para echar una meada. Me detuve en la casi oscuridad con el sonido de la fiesta a mis espaldas al ver un movimiento al final del callejón.

Suspiré y contuve un escalofrío. Mi mente me jugaba malas pasadas a la vez que se retrotraia a la velada. Me parecía que la temperatura bajaba por momentos.

-Al principio me asusté, creyendo que podían ser ladrones, así que me agazapé tras un contenedor de basura. Pero agudizando el oído me percaté de que esos sonidos solo lo podían hacer una pareja de enamorados. Suspiré de alivio. Debería haberme ido entonces. ¡Dios! ¡Si que debería haberlo hecho! Pero me venció la curiosidad. Y miré.

Hice una larga pausa, durante la cual en ningún momento levanté la vista del suelo.

-Ya se imaginará a quien vi ¿Verdad? Si. A ella. Con otro. Ni me fijé en quien, ¿Qué importaba? Sentí una locura desgarradora, una furia inimaginable. Quise gritar con todas mis fuerzas, correr hacia ellos y hacerlos pedazos con mis manos desnudas. Pero no hice nada de eso. De repente me invadió una calma y una frialdad impropia de mí. Eso fue lo peor. Me di la vuelta y me alejé de ellos. Me alejé del callejón y me alejé de la fiesta, hasta llegar a mi casa, embargado de amargura y con la mente envenenada de ira y rencor.

-Me senté a esperar. Simplemente me senté en el sillón y me quedé mirando a la puerta durante varias horas, no podría decir cuantas. ¿Se lo puede creer? Lejos de calmarme, poco a poco el despecho me iba carcomiendo por dentro, alimentando mis deseos de venganza.

-Por fin, Ana llegó. Yo no había variado mi postura ni un centímetro desde que me senté. Venía muy achispada, pero en cuanto me vio allí plantado debió darse cuenta de que algo iba mal.

Los recuerdos ahora giraban en mi cabeza como un torbellino de cristales afilados. Rutger se equivocó, las lágrimas no se pierden en la lluvia. Todas van a parar a tu boca, retornando a tu interior, con su sabor amargo y salado, completando un ciclo.

-Creo que intentó decir algo. No lo sé. Toda la furia que había contenido estalló y salió disparada a través de mis puños. No sentí nada. Ocurrió tan rápido. Ocurrió demasiado rápido.

Todo menos la caída, pensé. Porque ella se desplomó a cámara lenta. Mi mente, ahora vacía volvió a reaccionar. Con lentitud submarina, como en un sueño, intenté sujetarla para que no cayera, para que su cabeza no tocara el suelo. Idiota de mí, en mi embotado horror creí que si evitaba que llegara al suelo la salvaría. La mancha carmesí de la pared mentía, solo había sido un rasguño ¿Verdad amor?. Pero no pude. Su cabeza reboto contra las crueles baldosas salpicando miles de perlas escarlata a su alrededor. Y se quedó mirándome, con su delicado cuello, ahora con un tinte violáceo, torcido en una postura imposible. Mirándome, con ojos vacíos, desorbitados. Ojos que no se apartaban de mí, y que por encima del terror yo veía, a través de mi miedo, la más grande de las furias. Me derrumbé, huí a la calle.

Detuve mi relato. No sabía cuanto había estado hablando y cuanto pensando en voz alta. ¿Y que importaba?

Recordé entonces al viejo, que no había abierto la boca en todo aquel tiempo, a la vez que con una creciente angustia tome conciencia de que el frío que me atenazaba no era producto de mi subconsciente, era real. Ya no llovía, pero mi aliento formaba nubes de vapor frente a mí.

-No... –Susurré. No, no, no, por favor, no, no.
-Sí –Contestó su voz.

Levanté la mirada, sabiendo lo que iba a encontrar. El montón de harapos seguía allí, pero del viejo ni rastro. En su lugar estaba el rostro que yo bien conocía, el que más temía. Con sus ojos vacíos, ensangrentados. Y su boca en un rictus de dolor y sorpresa.

La oscuridad se cerraba sobre el callejón, a pesar de que hace unos minutos estuviera amaneciendo. Miré aquellos ojos, que me respondieron, y me hablaron en silencio. Sabía por que había venido, que quería.

-Te amo –Ronco susurro en voz de mujer. Y siempre te amaré. Quiero estar por siempre junto a ti. Que bailemos toda la noche, todas las noches. Y nunca dejare que nadie te aparte de mi lado.

Mis alaridos desencajados resonaron a través de la bruma, despertando y asustando a todos los vecinos. Pero no duraron mucho.

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