viernes, 1 de febrero de 2008

FdC.-Mi mágnum y yo nos fuimos a Letonia

Para lo que yo necesitaba hacer tenía que librarme de aquel individuo lo más pronto posible.

Estaba cara a cara con el hijo de puta que, unos meses antes, había apartado a mi hija de mi lado. No sé porque pero durante un instante me fijé en el cuadro de una iglesia que tenía colgado, muy irónico. Gica Romu, un mafioso de tres al cuarto que se encargaba de secuestrar niñas y venderlas a prostíbulos de Europa del Este. Allí estaba yo, oyendo las súplicas de aquel imbécil en un idioma desconocido. Olía a sangre y no era para menos. El hedor que fui dejando a mi espalda era asqueroso. Me paré en todas y cada una de las habitaciones y descargué mi mágnum sobre cualquier persona que allí estuviera: puta o cliente. Todos cayeron. Los que huían también, mi hija no tuvo opción de hacerlo.

Cuando me enteré del secuestro estuve esperando a que la policía la encontrase. No hubo manera, son unos inútiles esos cabrones. Por lo tanto yo tenía un a misión encontrar a los secuestradores por mi cuenta. Con el dinero que me dejó mi esposa cuando murió y una determinación como nunca la había tenido, salí en su busca. Me moví por los barrios marginales, prostíbulos y discotecas donde solían ofrecerte “género fresco” que era como solían llamarle a las chicas esos degenerados. En una de ellas y, tras machacar a un alemán con la culata de mi recién adquirida pistola, me enteré de que los encargados de hacer “ese tipo de trabajitos” en la ciudad eran un grupo organizado de rumanos. Tras su confesión, el pederasta fue mi primera víctima. Con la cara ensangrentada por mis golpes pidió clemencia, pero lo único que obtuvo fue una bala en los cojones y otra, tras a puntarle entre los ojos, en el cuello. Mi puntería no era buena, ya mejoraría con la experiencia. Se organizó un buen jaleo en la discoteca, pero fui rápido y huí.

Con la dirección del “despacho” de los rumanos volví al sórdido motel que me acogía en mi época de caza. Estaba acostumbrado al lujo y aquel lugar era patético, pero su sobriedad me venía bien para no distraerme y pensar en el siguiente paso. Allí esparcía mis armas en la cama y las limpiaba y engrasaba: una beretta, una recortada del calibre doce y, mí preferida, una magnífica mágnum en color marfil y con un cañón que podía enviar a un elefante al jodido limbo de los animales. Por las noches me quedaba absorto en la cama, mirando fotos de mi hija: le decía que no se preocupará, que papá iría a rescatarla. Le hablaba durante horas y acababa llorando. Cuando me levantaba el sentimiento de venganza superaba al sueño con creces.

Creo que fue miércoles el día que tenía todo preparado para ir a visitar a los secuestradores. Aún estaban en el país me aseguró el muerto. En un chalet en las afueras. Era enorme y estaba rodeado de musculosos perros con trajes de Armani y pistolas del tamaño de un bazokaa. Pero tenía un pase; mi dinero me había costado. Tiene cojones, tanto lujo y parafernalia embaucadora, y para entrar solo necesitabas un tarjeta y un nombre del que te la dio. Merecían estar muertos; todos; por gilipollas. Me paré en la puerta y dos simios me preguntaron si llevaba armas. -Claro, subnormal. En la falsa suela de mis caros zapatos llevo las piezas de una beretta que, tras montarla, me va a servir para abrirle un tercer ojo a tus jefes y con un poquito de suerte mandarte a ti al infierno con ellos. - No.- contesté. Solo vengo a divertirme un rato, amigo.

No debí de parecerle tan amigo porque me hizo un riguroso cacheo. -Seguro que esto te excita, ¿verdad?. Después volveré a buscarte a ver si te excita mi amiguita también, cabrón. - Lo siento señor… son normas – me dijo con una sonrisa más falsa que el puto Judas. - Más los sentiréis después tu y tus jodidas normas.

Entré con serenidad y me fui directo a la barra. Pude ver como chicas de entre dieciséis y veinte años andaban semidesnudas por el lugar.- Joder, ¿no es aquel el hombre del tiempo del canal ocho? Hijo de puta, claro que lo es.
Me dirigí a la barra y le pedí un Jameson con agua al camarero. Treinta euros. Habrá que beber despacio. Sabía lo que había que hacer. Esperar hasta que se me acercará alguna de las chicas y rechazarla. Aguantar a otra y lo mismo. Al tercer rechazo se me acercará el camarero y me preguntará si deseo otro tipo de compañía -¿Qué tienes para mi?, espero que no sea tu rabo. Me ofrecería a chicas más jóvenes o, incluso, algún niñito guapo. Yo aceptaría.
Efectivamente, primero me intentó estafar una rusa muy guapa y muy vieja para lo que allí se cocía. Le dije que me mandara a su hermana pequeña. La segunda si cumplía los requisitos de la edad, pero le dije que yo no follaba con negras. A la tercera simplemente le dije que no me gustaba. El camarero se me acercó y me propuso subir para disfrutar otro tipo de placeres. Le dije que si.

La parte de arriba constaba de un gran salón con algunas camareras y una pequeña barra de mármol al fondo; un largo pasillo con muchas habitaciones a los lados; y unos servicios mucho menos concurridos que los de la planta baja. No había putas por ningún lado. Mi “amigo” el alemán me dijo que había que pedir un pequeño catálogo y después entrar en las habitaciones correspondientes. Fui al lavabo, me metí en el váter y monté mi maravillosa Beretta con su silenciador. Tenía que subir al tercer piso que es donde estaría la reunión de secuestradores. Esta era la parte difícil, claro. La puerta de los lavabos estaba al lado de la escalera; pero está estaba flanqueada por dos matones. Aunque estábamos lejos del salón, cualquiera podría oírme o verme si se dirigía hacia allí. Necesitaba suerte. Salí y fui a lavarme las manos. Un viejo de unos sesenta años estaba al lado haciendo lo propio.
- Hola, muchacho ¿Qué tal llevas la noche? - Pssse, pues no está mal abuelo aquí pensando como matar a un par de gorilas y tu ¿qué tal, has desvirgado ya a alguna cría?.
- Bien, empezándola –le dije desganado.
- Escucha amigo. –volvió a la carga. Te voy a proponer algo. Dice el camarero que tienen una oferta: si entramos los dos con dos muchachas nos hacen un treinta por ciento de descuento. Además si quieres puedes pasarlo bien conmigo – dijo riéndose y dándome unos codazos de complicidad.

- Demasiado para mí, viejo. Saqué la beretta y le encajé cuatro tiros entre pecho y espalda. Ya no reía, ahora se caía y yo tenía que sujetarlo para que no hiciera ruido. Lo encerré en el último váter y salí hacia las escaleras. Ya tenía plan. Les dije a los matones que un anciano se había desplomado en el baño, que debía de estar borracho. Se acercó a comprobarlo y cuando abrió la puerta del servicio, vio el cadáver y se dio la vuelta, pudiendo comprobar así como mi pequeña amiga le apuntaba a la sien. Le dije que llamará por walkie a su compañero, sin tonterías. Lo hizo, el cagado, y cuando el otro infeliz atravesó la puerta recibió un culatazo en la nuca en forma de bienvenida.
- ¿Qué nos vas a hacer? –dijo el matón número uno.
- Esto – respondí… descargándole un poquito de plomo en el cuerpo. El del culetazo aún respiraba. Solución: balas calibre 7.65 en su puta cabeza.
Los cogí a los dos y los junté con el simpático “viejo pervertido” de antes. Cargué mi arma y cuando estaba dispuesto a salir entraron un par de muchachos que no superarían los veinte años de edad. – Bienvenidos chicos. ¿pero…, qué es esto? Si no soy yo quien habla es mi pequeña amiga metálica quien escupe.
Los encerré con los otros pero aquello ya empezaba a oler. Me encaminé a las escaleras y las subí. En la segunda planta solo había una habitación. Estaba entreabierta y por la ranura pude ver a tres tipos jugando a las cartas. No había nadie más así que entre con mi pistola por delante. Me miraron sorprendidos y uno de ellos echo mano a la cartuchera; otro fiambre para el frigorífico. Quedaban dos que parecían mucho más cordiales. Tras decirle que no se movieran, que apagaran los walkies y esas cosas que se dicen en estas situaciones, les pregunté por mi hija. Al principio colaboraron poco, pero cuando Constantin tuvo dos agujeros en las rodillas, Vilka largo todo. Por lo que parecía el cerebro de todo aquello era un tal Gica Romu que se encontraba en Letonia. Seguramente con él estaría mi hija. Me dieron la dirección y el contacto para llegar allí; bueno me lo dio Vilka porque su amigo se había desmayado.
- Por favor, no me mates. Te he dicho todo lo que querías saber. – me pidió de rodillas. - -Seguro que en esa posición has tenido a varias chicas ¿eh pillín? Estarían como tú, llorando y pidiendo clemencia, hasta que tu miembro no las dejase hablar. Mira, mejor, así te mueves menos.
Apunté a la frente y no fallé. Constantin también tuvo su ración. Bajé al primer piso y salí por la puerta principal. Sentí la tentación de acabar también con mi cacheador, pero tuve algo de cabeza y no lo hice. Cuando llegué al coche llamé a la policía y a los medios de comunicación. Hubo un buen jaleo en aquel chalet esa noche.

Durante los siguientes días preparé mi viaje a Letonia y recaudé información. Mandé un paquetito a Ventspils con mi mágnum a una dirección que me dio un contacto. Ahí me lo guardaría un guía que estaría a mi servicio. Les ofrecí mucho dinero si el trabajo salía bien. Necesitaba que me fueran fieles.

A la semana siguiente salimos mi vuelo, mi foto de Andrea y yo hacia Riga. Cuando llegué hice los 160 kilómetros que me separaban de Ventspils en un tren asqueroso. Cuatro horas y media después me encontraba en la ciudad y me hospedé en un hotelucho de mala muerte, fiel a mi estilo. Quedé con el contacto, me dio el paquete y me informó sobre Gica y su lugar de trabajo. Al parecer era un prostíbulo muy cutre pero conocido en el lugar. En él se adiestraban a las nuevas adquisiciones y después se mandaban a otros países para ejercer. Me dijo que el mismo Gica era el encargado de “estrenarlas” – ¿Lo habría hecho con mi hija? Espero, por su bien, que no.
Una vez tuve toda la información maté a Petrescu, mi contacto. Había que borrar huellas y evitar posibles soplos al secuestrador. Además no me caía muy bien –Era un subnormal profundo, ¡Qué coño!.
Metí su cadáver en el maletero del coche y lo dejé aparcado en una calle poco concurrida. Volví en autobús al hotel. –Bonita tarea, capullo. Coges un bus sin tener ni puta idea de Letón. Al menos sabes inglés y señalar un mapa. Eso sí.

Descansé, si a dar vueltas en la cama de un sucio cuchitril se le puede decir descansar, y al día siguiente fui al prostíbulo a acabar la faena y a encontrar a Andrea. Era jueves y ese era el día que dijo Petrescu que Gica estaba allí. Me informé bien de la situación y del personal. El lugar constaba de un largo pasillo con cuatro pequeñas habitaciones a cada lado. Al final del pasillo estaba el despacho del secuestrador y, pegado, un servicio con un váter. Me dijo que no tenía salida detrás, pues se la habían tapiado cuando hicieron el edificio colindante. Tampoco le hacía falta pues tenía comprada a toda la policía de Ventspils, por lo que nunca necesitaba huir por la parte de atrás. Era su pequeño paraíso. Era la hora de la acción.
Había meditado mucho mi estrategia y al final decidí dejar de meditar. Cogería mi bonita mágnum entraría a saco y arrasaría con todo lo que hubiese a mi paso. Haciendo ruido.
Y así paso: le pegué una patada a la puerta de entrada y el primero en ser saludado fue un tipo sentado en una pequeña silla de madera que ejercía las labores de conserje. – Hola, buenas tardes. Ha llegado la hora de los tiros y tú la estrenas.
El impacto lo tiró de su asiento. Comencé a abrir puertas y a disparar a todo lo que allí se moviese. Solo me fijaba lo justo para no pegarle un tiro a mi hija si la localizara. Un viejo, dos jóvenes, una niña de unos doce añitos o un adolescente, que sodomizaba a un señor vestido de colegiala, fueron cayendo ante los argumentos de mi blanquita. Del despacho de Gica salieron dos matones que me dispararon – Bingo, cerdos.
Uno de ellos me dio en el hombro, pero apenas sentí un rasguño. Les apunté y los destrocé; a los dos. Abrí la última puerta y allí estaba. Desnuda y pintarrajeada Andrea me miraba atónita. A su lado un gordo enorme, se encontraba empalmado. Recibió su ración. Andrea se acerco a mí. Fueron segundos pero para mi fueron los momentos más largos de mi vida.

-Papá – dijo llorando y comenzando a acercarse.
La mire bien. Esa no era mi hija, solo era su cuerpo. Su alma me la habían robado. –Puta, yo no soy tu padre. Alcé el arma y le solté un balazo en el estómago que la estampó contra la pared.
Solo me faltaba Gica. Fuera se oían las sirenas. Y por el pasillo, algún herido que no había logrado liquidar, huía. Entré en el despacho y oí al rumano gemir. Estaba debajo de la mesa. Lo cogí del cuello y lo levanté. Estábamos cara a cara yo sonriente; él suplicando. – No llores, cabrón si he hecho todos estos esfuerzos solo por ti. De hecho acabó de matar a mi hija y no me importa una mierda porque te tengo delante. Cuando te la follaste seguro que la tocaste con esta mano ¿verdad?
Le apunté a la derecha y se la reventé de un disparo. Lloraba y gritaba como un niño. –Ya sabes lo que se siente cuando estás indefenso. Seguro que después les dices que te masajeen un poco las pelotas ¿no?
Bajé mi mágnum calibre .38 e hice estallar esas pelotas. No lo dejé caer, seguía aguantándolo. –No te desmayes maricón. Antes quiero hablar con esos labios que besaron a tantas niñas.
Subí el arma y sin más preámbulos le volé la cabeza. –Ya está. Todo ha terminado. Éste cabrón y sus secuaces no harán más daño.

Un altavoz bufaba, en un inglés pésimo, unas palabras. Venían a decir que saliese con las manos en alto. Eran los corruptos de uniforme. – Vaya, tendré que empezar a matar policías.
Cogí mi arma y una de los matones y corrí disparando hacia la puerta. – Joder, quién me iba a decir a mí que mi tumba estaría enterrada en un puto cementerio de Letonia. Fin

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