viernes, 1 de febrero de 2008

2.-Redención

“Para lo que yo necesitaba hacer, tenía que librarme de aquél individuo lo más pronto posible.”
Y allí estaba de nuevo, solo, arrodillado frente al modesto altar de la iglesia. Las lágrimas humedecían sus mejillas, y profundos sollozos hacían que la funda de su pistola temblase levemente sobre su pecho. Pero por más que acudiese a aquél lugar santo en busca de purificación, sus recuerdos se empeñaban en volver a él para atormentarlo sin descanso.
Al fin se levantó. Se arregló la gabardina y se ajustó el sombrero de ala ancha antes de salir al exterior. La noche era fría y ventosa, el cielo estaba completamente cubierto por densas nubes que pronto descargarían su furia contra la ciudad.
Como aquella otra noche.
El hombre apretó el paso. Él era el mejor. El asesino más temido y respetado de la ciudad, tanto por la policía como por los criminales. La piedad no existía en su escueta lista de sentimientos, y todo el mundo lo sabía.
Sin embargo ahora...
El asesino atravesó varios callejones malolientes, donde los mendigos se encogían a su paso, atemorizados. En una de estas callejuelas donde las escasas farolas formaban islas de luz apenas suficientes para distinguirse los propios pies, el asesino empujó una puerta destartalada y penetró en el portal.
No sólo mataba por dinero, si no también por diversión: recordaba que una vez disparó a un chiquillo de nueve años sólo por tocar su gabardina con las manos embarradas. En otra ocasión, cuando él mismo era un niño, había matado a palos a su perro por mero aburrimiento.
¿Qué le estaba sucediendo ahora?
Entró en su apartamento: Apenas una habitación desordenada con una cama deshecha, un lavabo y una pequeña cocina separada de ambos por una repisa. A pesar del frío exterior, allí hacía un calor de mil demonios, debido a que las ventanas llevaban mucho tiempo cerradas, y aquél antro polvoriento pedía a gritos un poco de aire fresco. Pero él lo prefería así. Sin quitarse siquiera la gabardina, se derrumbó sobre la cama.
“Necesitaba librarme de ese individuo lo más pronto posible.”
Todo había sido pensado. Todo había sido calculado. Todo había salido perfecto. ¿Por qué, entonces? ¿Qué tenía aquella vida de especial, entre todas las que había sesgado?
El plan era simple: un pez gordo se negaba a colaborar con una importante banda. Ésta contrató los servicios de nuestro hombre para quitarlo de en medio, y le dieron una cuantiosa suma como adelanto. La noche del crimen era fría y lluviosa. El acto se perpetró en silencio, de forma perfecta, como siempre. El desdichado yacía en un charco de su propia sangre en mitad del dormitorio, y el asesino revisaba meticulosamente sus bolsillos cuando la puerta se abrió. Quedó completamente paralizado. Una mujer, en un avanzado estado de gestación, se abalanzó llorando sobre el cuerpo inerte. En otras circunstancias, habría acabado con la entrometida nada más verla aparecer, pero en aquella ocasión las fuerzas parecían haberle abandonado. Por primera vez sentía algo parecido al horror. Entonces la mujer levantó la cabeza y miró a los ojos al hombre que había matado a su esposo. Su expresión se desencajó, sus mejillas palidecieron para después tornarse de un intenso carmesí al gritar con todas sus fuerzas “¡ASESINO!”
Aquellas palabras quedaron profundamente gravadas en su mente y volvían para acosarlo día y noche. Y, con ellas, los recuerdos.
El asesino se levantó y tomó su pistola. Salió a la calle sin molestarse en cerrar con llave su apartamento. Había comenzado a llover. Pero tenía que librarse de otro tipo.
Completamente empapado, llegó a su destino: el cementerio.
Avanzó con decisión entre las lápidas y tumbas. En su oficio había que ser rápido y no vacilar, pues lo contrario podía resultar desastroso.
Llegó a la tapia posterior del cementerio. El asesino cargó su arma. El momento se acercaba.
Aquél individuo debía morir lo más pronto posible, no había duda. A su mente acudieron imágenes fugaces de aquél niño de nueve años al que le voló la cabeza; de su pobre perro, destrozado a golpes; de la mirada horrorizada de la muchacha encinta... y de su voz gritando “¡ASESINO!”
El hombre que había dejado viuda a su hermana embarazada merecía morir.
Apuntó con la pistola a su propia sien y apretó el gatillo.
El ruido del disparo sonó a sus oídos como el grito que había proferido su hermana cuando se había arrojado sobre el cuerpo de su marido . En ése breve lapso de tiempo que fue el movimiento del dedo, pasaron ante sus ojos por última vez el niño, el perro y ella.
Después, todo fue oscuridad.

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