miércoles, 20 de febrero de 2008

8.-Alien

Durante siete años me batí con una pesadilla; soy el último y hoy moriré. Esta es mi historia y mi testamento.

Mi nombre carece de importancia, así como dónde o cuándo nací. Nada de cuanto conocí existe ya. Todos han muerto. Cuanto amé, odié, desprecié o admiré ha desaparecido. Ni siquiera esta carta tiene sentido, ya que nadie llegará a leerla. Salvo para mí.

Todo comenzó el día en que nació mi primer y único hijo.

Aún faltaba un mes para el parto, pero nuestro primogénito parecía estar impaciente por nacer. Las contracciones llegaron sin previo aviso, de madrugada, y corrimos al hospital. Lo vi nacer y me sentí estúpidamente orgulloso cuando lo sujeté por primera vez entre mis brazos. Su cuerpo era caliente, perfecto, y su llanto potente desbordaba vida. No me avergüenza decir que lloré. De amor, de alegría.

El zumbido de mi implante coclear puso fin a aquel momento. No me apetecía pero lo conecté. Un aviso de urgencia me ordenaba personarme de inmediato en las dependencias de la Agencia de Investigación Espacial en la que trabajaba como ingeniero militar. Dejé a nuestro hijo en los brazos de mi fatigada esposa y me despedí de ambos con una disculpa en los ojos.

Cuando llegué a la AIE, la actividad era frenética. Un subalterno acudió a recibirme. Me condujo a la sala de reuniones, mientras me informaba brevemente de los últimos acontecimientos. Los satélites del borde de nuestro sistema solar parecían haberse vuelto locos, y los ordenadores centrales no dejaban de vomitar datos confirmando la presencia de una nave. Recuerdo que me detuve en seco. Mi cerebro no estaba preparado para asimilar tal información. Luego seguí caminando mientras intentaba disipar la nube de incredulidad que se había apoderado de mí.

Me esperaban. Era el último en llegar. El aire estaba cargado de electricidad, de expectación, de contagioso nerviosismo. Me senté tras un breve saludo y un holo tridimensional se dibujó sobre nuestras cabezas mostrando imágenes del vector espacial donde se había materializado el objeto volador no identificado. A un lado, una cascada de datos que se actualizaba de forma constante mostraba su posición, velocidad, tamaño, progresión,… todo cuanto pudiera proporcionar algo de luz. Tras aquella primera reunión, fueron muchas las que se sucedieron y poco pude disfrutar de mi recién adquirida paternidad. Ahora lo lamento, pero cumplí con mi deber. Muy a mi pesar.

No quiero explayarme en detalles sin sentido. Tan solo diré que, la primera, no fue sino la punta de proa de una flota de doce naves de dimensiones titánicas. Todos nuestros intentos por comunicarnos con ellas fracasaron pero aún así la esperanza era el faro de todas nuestras acciones. Habíamos descubierto que no estábamos solos en el universo, que no éramos las únicas criaturas inteligentes que poblaban el espacio. Habíamos dado con nuestros hermanos. Más tarde, demasiado tarde, recordaría algo que había leído en una ocasión. Hallar al otro en el vacío de la soledad, no supone compañía ni fraternidad; únicamente implica que ambos permanecen igualmente solos.
La noticia se filtró a los medios de comunicación a pesar de todas las precauciones. No tuvimos más remedio que confirmar el hecho y pronto se convirtió en el tema de conversación por excelencia. El mundo miraba al cielo a la espera de nuestros vecinos, dispuesto a acogerlos con los brazos abiertos. Una extraña y amable locura se extendió de un confín al otro, en un planeta que había aprendido a vivir en paz consigo mismo. Tras siglos de guerra, hambre y enfermedad habíamos comprendido que el equilibrio era la solución. Vivíamos una época de prosperidad como no se había conocido otra. Bajo un gobierno mundial habían desaparecido las fronteras y con ellas los nacionalismos, las desigualdades, los ejércitos. Los diferentes cultos religiosos habían caído en el olvido tras décadas de racionalidad y habíamos aprendido a convivir con la naturaleza. Atrás habían quedado las amenazas del calentamiento global y de la crisis energética. Las artes y las ciencias estaban en pleno apogeo. Por fin estábamos orgullosos de ser lo que éramos, fruto de una larga y dura lucha, y de nuestros logros. Y deseábamos compartirlos. Con ellos, con nuestros hermanos.

Se desempolvaron viejos archivos y la población revivió los primeros pasos de la carrera espacial con aquellas primitivas sondas, pioneras en la investigación de un universo vasto y desconocido, portadoras de un mensaje. Una placa de metal que hablaba de nuestra existencia y ubicación lanzada al espacio como quien lanza una botella al océano con la esperanza de que alguien, en la orilla de un mar lejano, la recoja.

Las naves llegaron cuando mi hijo cumplió su primer año de vida.

Verdaderos colosos cuya presencia fue precedida por la onda sónica que barrió el planeta al penetrar en la atmósfera. De forma aparentemente aleatoria se esparcieron sobre nuestro cielo y durante unos días, nada ocurrió. Los intentos por comunicarnos con ellos se multiplicaron pero el silencio fue su única respuesta hasta que los vientres de aquellos monstruosos leviatanes se abrieron y dejaron caer su carga de horror y destrucción. Vimos cómo cientos, miles de husos de enormes dimensiones caían verticales sobre ciudades, selvas, bosques, montañas, desiertos, mares… Y liberaron a la muerte. Gases y microorganismos se expandieron como una plaga lenta destruyendo paulatinamente nuestro ecosistema. Reaccionamos tarde, demasiado tarde. Ciudades enteras vieron caer a su población en cuestión de minutos, hectáreas de vegetación se agostaron bajo la química invasora, el aire se convirtió en veneno. El planeta entero comenzó a agonizar.

Mi esposa y mi hijo murieron. El dolor me acompaña desde entonces y es el motor de mi vida y de mi deseo de venganza.

No había lugar al que escapar y cada vez fuimos menos. Recluidos en bunkers, prisioneros de nuestra propia ingenuidad, estudiábamos las posibles salidas pero sabíamos que era una pelea inútil. A pesar de todo, en un desesperado y postrero esfuerzo lanzamos nuestras armas contra una de las naves. Suerte, casualidad, justicia, no lo sé. La cuestión es que obtuvimos un pequeño éxito y fuimos testigos de su caída. Rememorar la pesadilla de cómo llegamos a ella, de cómo tuvimos acceso a su sistema informático, a la biología de sus constructores me llevaría un tiempo del que no dispongo. Estoy próximo a mi destino. Basta decir que lo logramos. A partir de ese momento, tuvimos un propósito.

Los años se fueron desgranando. Vimos cómo unas naves partían y otras las sustituían en su labor y mientras tanto conseguimos desentrañar la razón de su proceder. Todo se reducía a dos palabras: ingeniería planetaria. La destrucción de un hábitat para dar pie a otro que pudiera mantener la vida de los invasores. Sin culpa, sin remordimientos, canjeaban nuestra vida por la suya. Voluntariamente ciegos a nuestra existencia, nos borraban de la ecuación como quien extirpa un tumor maligno.

Nos volcamos en el trabajo e hicimos posible lo imposible. Pirateamos su sistema, desentrañamos su tecnología y conquistamos su saber. Supimos de dónde venían aquellas naves automatizadas, sin tripulación ni atmósfera, y cómo llegar hasta ellos. Habíamos memorizado la estructura interna de aquellas carcasas metálicas y construimos una pequeña nave que acoplaríamos a sus sistemas. Llegó el momento del sorteo. Sólo uno tendría el honor de llevar cabo la misión. Gané y sé que sonreí por primera vez en mucho tiempo.

Tuve miedo, mucho miedo. A fracasar, a ser interceptado, a caer bajo un haz de fuego. No ocurrió nada de eso. De hecho fue fácil entrar, casi obscenamente fácil. Posé la pequeña nave, me vestí el traje y salí para ensamblar los cables que me permitirían dirigir a aquel leviatán al final de su viaje de regreso. Contemplé mi obra. Éramos como un pequeño feto unido por un cordón umbilical a un monstruoso útero. Después, entré de nuevo en mi refugio y me sumergí en el sueño artificial de la cámara de éxtasis que habíamos preparado.

He despertado hace unas pocas horas. La cámara ha activado los sistemas de reanimación ante la proximidad de mi destino y me ha inoculado un buen chute de estimulantes. Me he sentado ante el panel de control y he procedido de acuerdo con el protocolo que habíamos establecido. Los sensores externos me han confirmado los datos proporcionados por el ordenador. La imagen de un planeta azul, el tercero en torno a una estrella amarilla, aparece en el holo tridimensional. He iniciado el descenso. Cuando la nave penetre en la atmósfera liberará el virus que acabará con ellos. Sin piedad, sin pena, sin dolor por mi parte. Mañana no quedará nadie y el universo volverá a estar vacío de vida.

He mirado mi reloj.

Hoy mi hijo cumpliría ocho años.

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