viernes, 1 de febrero de 2008

FdC.-La vida no entiende de trabajos bien hechos

Para lo que el Sevillano necesitaba hacer, tenía que librarse de aquel individuo lo más pronto posible. La suma le hubiera permitido retirarse, dejar esa perra vida de perfil bajo, de callo en el pulgar, de desconfianza, de sombras. De precisión exquisita. De hambre de futuro. El Sevillano sólo hacía una clase de trabajo. Y era bueno.

– Quiero ver muerto a Ferreiro – había dicho el cliente, Don Ángel, a la salida de misa, con el sobre en la mano, las fotos, los duplicados de las llaves, el maletín. Por supuesto que lo quería ver muerto; qué falta hacía decirlo. No le hubieran contactado de no ser así. El Sevillano tomó el sobre y el maletín, y al notar el peso del último miró a Don Ángel, levantando apenas una ceja en un gesto que éste, sin duda, estaba esperando.

– Es el doble de lo que me has pedido, y te espera otro tanto. No me falles – dijo, mientras encendía su habano.

– Yo nunca fallo – respondió el Sevillano con orgullo mal disimulado.

***


Era un hombre de su edad, sin duda ex-socio o rival en los negocios de Don Ángel; al Sevillano no le importaban esos detalles, ni quería conocerlos. Las llaves eran de la casa de Ferreiro en el monte, con las instrucciones para desconectar el sistema de alarma. Un disparo mientras dormía la siesta, y è finita la commedia. Un último trabajo, y a vivir por fin libre de las cadenas que le ataban, de las cuales no eran las más débiles las de su propia honrilla.

Pero se torció, sí. Salió mal. Porque Ferreiro tenía una querida, porque el Sevillano no comprobó que el bulto bajo el edredón era de su objetivo y no de una pobre muchacha que pagó con su vida el estar en el momento y lugar equivocados; porque cuando cometes esa clase de error sabes que no habrá más oportunidades.

***


Sólo lo comentó, años después y sin dar nombres, a un amigo; éste le dijo que olvidara, que la vida no entiende de trabajos bien hechos, que al final todo es lo mismo y que los errores, si no son enmendables, más vale dejarlos donde están y no volver sobe ellos. Que el dinero es el dinero, y si lo tenía, viviera con él lo mejor que pudiera y dejara reposar el pasado hasta que los nombres se difuminaran en la niebla de los días.

Toda una vida pasó. ¿Acaso cambió algo?

***


Dicen que los perros de pelea no llegan a viejos. Algunos sí llegan, sin embargo; y el Sevillano, viejo mastín, acabó lamiendo sus antiguas cicatrices en un rincón cualquiera de la costa, en una de esas urbanizaciones repletas en la publicidad de matrimonios jóvenes pero que en la práctica sólo están habitadas por cuatro ancianos fuera de temporada.

Fue allí donde vio de nuevo a Ferreiro. Su antiguo objetivo, Ferreiro, nombre convertido en estantigua, en espectro acosador de la conciencia, en mancha, en tizne. Vecino ahora, por cosas del azar. Vecino amable y confiado, que a sus setenta y muchos años se sentaba a charlar en el banco de la entrada y comentaba que su espalda le mataba, que si desde la operación de próstata ya no era persona, que si la artritis. Y que cuánta diferencia con cuando era joven y se dedicaba al negocio del tabaco en las Rías Baixas. Había sido un aguililla, fíjese usted, y ahora ya le costaba recordar los nombres de sus nietos, ah, ¿usted no se ha casado? Hace mal, porque cuando uno llega a viejo es bueno tener compañía, seguro que de mozo no pensaba en estas cosas. ¿Usted también trabajaba por la zona? Habría oído hablar de Don Ángel entonces, valiente hijoputa, ya murió hace años, je je, fíjese que una vez hasta le envió un matón para despacharle, se cargó a una amiga suya, no se andaban con chiquitas en esos tiempos; se salvó de casualidad, tuvo que salir por piernas, desde entonces había cambiado de oficio y no se arrepentía, jugar fuerte era para los jóvenes y él ya no cambiaba la tranquilidad por nada. ¿Usted juega al golf, por cierto?

El Sevillano pensó. Aunque el cuerpo le fallaba, aún conservaba suficiente lucidez para pensar con claridad. Para esperar el momento. La suerte le daba una última oportunidad de acabar lo empezado, de hacer un buen trabajo. Sí, claro que jugaba al golf, echarían unos hoyos en cualquier ocasión.

***


– Eh, Sevi.
– Qué pasa, Ferreiro, no te veo tan mal.
– Sólo ha sido el susto, ya ves, y porque no venía ningún coche en dirección contraria, muchas gracias por venir, deja las flores ahí en la mesilla. Ya ves, sólo contusiones, gracias a que tengo reflejos y frené en la cuneta, creí que me mataba. Se me debió de escapar el líquido de frenos, si es que ya me decía mi hijo el mayor que revisara el coche de una vez, siempre se me olvidaba, vino esta mañana y ¡qué pedazo de bronca que me echó, sabes! Me lo tengo merecido, gracias a Dios que hay alguien que vela por los viejos despistados.
– Si es que se te olvidan las cosas, Ferreiro.
– Oye, que tú tampoco estás en forma, ¿eh?

***


– ¿Sevi? Oye, soy Ferreiro, escúchame lo que te digo, del salmón ahumado este que trajiste de Asturias, sí, ese mismo de Navidad, escucha, ¿has abierto ya el tuyo? ¡Pues no lo comas! Lo abrí ayer noche mismamente y chico, que se lo di a probar a Faraón y se me ha muerto el pobrecillo, tal como te digo, oyes, se acaba de ir el veterinario. ¡Una pena! Sí, ya estaba vejete, pero me hacía compañía... se conoce que estaba malo el pescado, qué sé yo, una partida contaminada o algo, con esas porquerías químicas que les echan hoy en día...

***


– Hola Sevi, qué te iba a decir, a que no sabes qué me pasó ayer, chico, que casi no lo cuento, pues nada, el interruptor de luz de la entrada, ése que está un poco flojillo, ¡no veas qué latigazo me pegó! Menos mal que tengo el corazón fuerte, eso es por correr, ya sabes que me hago mis tres kilómetros todos los días ¡y con mi edad! Pues te puedes creer que estuve como diez minutos sin sentido, que vamos, se conoce que había una derivación o algo en los cables, y encima llamo a los electricistas ahí en el pueblo y me dicen que hasta la semana que viene no pueden venir, ¿pero tú te crees que hay derecho?

***


Y con el transcurrir de los días y las noches el Sevillano pensaba. Ya no lo hacía con su mente; era su orgullo el que había tomado las riendas. Cuando llegas a viejo añoras la sencillez de lo pasado, aquella vida que puedes recordar pero ya no sentir, que parece separada de las fechas actuales por milenios, como si se hubiera usado otro calendario para contar los años. Y la vida del Sevillano había sido sencilla. Peligrosa, desagradable, traicionera; pero sencilla. Había pocas reglas: nunca ser descubierto, nunca dejar huellas, nunca hablar de más, y siempre acabar bien un trabajo. Reglas sencillas que condicionaron su identidad para siempre.

Llegó a llamar al teléfono que todos estos años había guardado, y tirando del hilo logró dar con alguien que conocía al viejo Don Ángel, ya finado; que ahora era su hijo el que llevaba el negocio; no, no conocían a ningún Sevillano, y Ángel Hijo no podía atenderle. ¿Un contrato verbal que tenía con su padre? No, no podían lamentablemente hacer nada respecto a ese tipo de contratos, lo sentían mucho.

– ¡Le juro que lo haré, se lo juro! – le gritaba el Sevillano al micrófono ya inerte.

***


Y aquella tarde en el cementerio había poca gente: el párroco, cuatro ancianas atraídas por la novedad y quién sabe si por la curiosidad morbosa, familiares, amigos. Poca gente, quizás, o puede que demasiada. El cura, cosa normal en pueblos como éste, no reconocía a todos, y preguntó educadamente a aquel anciano caballero si conocía al fallecido. Pues sí, contestó el otro, aunque de poco más que seis meses; eran vecinos en la urbanización. Parecía con tan buena salud; no somos nadie. ¿Se sabe qué fue al final? Pues dicen que del corazón. Ah, el corazón, el corazón, sí, sí, eso había que cuidarlo, y mucho, porque él salía a correr todos los días, y gracias a eso se había librado de bastantes, que a esas edades le puede a uno dar un jamacuco en cualquier momento; fíjese usted lo que son las cosas que se había librado por poco de un accidente de coche, de una intoxicación alimentaria y de quedarse en el sitio electrocutado, todo gracias a que procuraba cuidarse un poco. Y este pobre hombre, que vivía tan tranquilo, ya ve qué ironía, es el que al final se va antes.

El párroco, sonriendo con educación, comentó que éstas eran las cosas que tenía la vida, que es muy traicionera.
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