viernes, 1 de febrero de 2008

12.-Poli bueno, poli malo

Para lo que yo necesitaba hacer, tenía que librarme de aquel individuo lo más pronto posible. Que se dice rápido, claro. Era el mismo que me trincó en la iglesia, un mazas de dos por dos que agarró mi antebrazo con la debida discreción pero dejando claro que no me iba a soltar sin rompérmelo antes y me dijo al oído “ahora vamos a tener una charlita, entre amigos, ya sabes”. El mismo que me metió sin ceremonias en el furgón y me condujo a la comisaría donde ahora estaba yo sentado, en aquella sala de interrogatorios donde Valdés me estaba mirando con su carita de niñato pijo y su apestoso chicle de nicotina.

Pero Valdés no estaba solo. Y ése era el problema.

A Valdés lo conozco muy bien. Mejor de lo que me gustaría. Al otro no le había visto antes, no es tan joven, tendrá sus treinta y pico, tiene pinta militar, ojos de loco y desde luego no es un reclutilla. Sabe acojonar. Para mí que es un transfer, uno de esos idos de la piña trasladados de otro distrito porque acaban dándose de hostias con su jefe pero éste no puede expedientarle o no le conviene, y acuerdan el traslado como mal menor. O lo pidió él, en cuyo caso está definitivamente loco, porque esta comisaría es el ojo del culo de la ciudad. Si lo sabré yo.

– Vamos a ver choni, qué hacías en la iglesia para empezar. Y rapidito.

Valdés era el que hablaba. Lo de “choni” era nuestro código convenido. Me quería decir que ni se me ocurriera abrir la puta boca. Cosa natural, porque si la abría, de allí iba a salir la intemerata, como quién me había pagado en farlopa incautada el chivatazo del barco aquél, o quién me estaba pasando información de Duarte a espaldas del comisario. Valdés sabía eso, y sabía también que yo no tenía más que hablar de él para que su compañero llamara al comisario, éste llamara a Asuntos Internos, éstos le buscaran las cosquillas a Valdés, y a cambio de matarles la rata yo salía libre del maco sin preguntas. Valdés no sería un problema, si lo echaban del cuerpo ya no tenía contactos ni medios para encontrarme, y yo tenía Plan B para esa ocasión. Y motivos tenía para hablar, porque sabía por qué me habían pillado. Sabían lo mío con Duarte, que le tenía ganas, y que una vez me dieran la condicional lo primero que iba a hacer es ir a enseñarle mi careto y a verle llorar suplicando por su vida. Qué cojones hacía yo en la iglesia, dice. Cómo se hace el lorzas el muy jodío. Esperar al bastardo de Duarte, eso es lo que hacía.

– Esperaba a mi novia.
– Si tú no tienes novia, pedazo de maricón. No faltes al octavo a ver si Dios te fulmina con un rayo.
– O yo con mi porra– dijo el mazas, guiñando un ojo y sonriendo, ja ja, mira, he hecho una gracia. Qué pedazo de gilipollas. Debe de haber algún sitio donde tienen un cuño para fabricarlos tan perfectos.

El problema, creo que ya lo he dicho antes, es que no podía quedarme a solas con Valdés y negociar el tema como solíamos hacer. Mientras estuviera delante el nuevo, Valdés tenía que hacer el paripé. Y yo no tenía manera de hacer que el otro saliera de la sala. Pero si era Valdés el que salía, ¿qué? ¿Iba yo a hablar con el otro, a vender a Valdés a cambio de inmunidad? Era para pensarlo, y me lo estaba pensando, y Valdés sabía que yo me lo estaba pensando. Y se estaba poniendo nervioso. Sudaba. Nunca le había visto sudar.

– Vamos a ver choni, sabemos tu rollo, si te preguntamos es porque somos educados. Sabemos a quién estabas esperando – dijo Valdés, apestando a sucedáneo de tabaco.
– Y sabemos que no vas a esperarle más en ninguna parte – añadió el cretino cachas, de repente serio.

Fue algo, algo en el tono de su voz, algo sibilino, fugaz. Un tono que, de haber podido ser puesto por escrito, habría que haberlo metido entre las letras. Eso fue lo que hizo que se me pusieran los huevos de corbata. No puedo explicarlo mejor. Fue intuición, el reflejo de la presa, ese subidón de sustancias químicas en las entrañas que hacen que el conejo salga cagando melodías cuando se encuentra delante de algo que se mueve con los instintos inconfundibles de un predador.

– No sé qué es lo que os debo – dije, tanteando.
– Mira, para que nos entendamos: la pipa que llevabas encima, no sabemos de dónde la sacaste, pero fijo que no ibas a jugar al parchís. Eso y lo que había en la guantera de tu coche. Ibas a hacer hablar a tu amigo Duarte, ¿eh? ¿O ya no sois amigos, cacho maricón? ¿Eh? ¿Ibas a hacerle hablar también antes de volarle la cabeza, verdad? ¿Para que te dijera dónde escondíó el resto del material? Tú te debes de creer que la policía es tonta – dijo el ogro, haciendo la gracia de nuevo, pero esta vez con un tono que nada tenía de chistoso.

Yo contemplé posibilidades. Duarte me había vendido, otra vez más. Había ido a la pasma y les había confesado lo de la coca oculta a cambio de que yo no saliera del talego. Era eso. Pero Valdés sabía que yo también podía hablar, sabía que si yo veía que iba a comer mierda, él se venía conmigo. Y es más. Sabía que lo haría. Sabía. Sabía. Dios.

Pero ¿para qué me habían trincado entonces? ¿Para que les contara qué? ¿Quién me había dicho dónde encontrar a Duarte? No podía hablar, no con Valdés ahí. El otro, el poli malo, de repente se convirtió en mi ángel de la guarda, en mi confidente, en el poli bueno. Era eso. La trampa no era para mí.

Era para Valdés. Él otro había venido para controlar. Necesitaban que yo hablara. Duarte no me había vendido. Yo tenía que hablar, confirmar que Valdés era el topo, para eso me necesitaban. Ah, pero entonces yo podía jugar mis cartas. Si querían la información, yo tendría algo a cambio. El trullo es muy jodido, incluso cuando llevas ya tres años dentro. Podía pedir cosas.

– Vale, esperaba a Duarte. Y qué. Total, ni le he llegado a ver – dije –. Pero tengo algo que puede interesaros.
– De ti solo nos interesa una cosa – dijo Valdés.

Algo no iba bien. Valdés tendría que estar acojonado y tratando de desviar el tema. No lo estaba.

– Hemos estado un ratito aquí hablando como amigos, se supone que te hemos estado interrogando pero no has soltado prenda – dijo Valdés –. Teatro. Ya sabes. Ahora que ya nos han visto, vamos a llevarte a dar un paseo – concluyó, y el tono de sus palabras era el mismo que el de su compañero –. Mueve el culo. Te vamos a llevar a ver a tu amigo Duarte.

Ya no pensaba. No pensaba. Sólo iba en círculos. Círculos que únicamente rodeaban a una idea. Cómo no me había dado cuenta antes. El nerviosismo, el compañero, que me pillaran antes de dar con Duarte, el ya no vas a esperarle más en ninguna parte, que fueran por mí cuando yo ya no tenía nada que contarles. Excepto lo de Valdés. Lo de Valdés. Mientras me metían en el coche seguía repitiéndolo mentalmente, seguían las palabras rebotando en mi cabeza.

Me iban a matar. A Duarte no le bastaba que no saliese del talego en diez años. Me necesitaba muerto. Un muerto no te busca, no trata de joderte la vida. A Valdés le venía bien; yo ya no le era útil si Duarte había cantado, y los muertos no delatan. Y no tenía escrúpulos por matarme, pero no podía hacerlo solo. Y no había nadie en la comisaría en quien confiar, así que se había traído al otro. Que quizá ni siquiera era poli. Ya decía yo que éste había sido militar, es que lo era. Y la guinda del trato, por supuesto, es que lo hicieran delante de Duarte. El muy cobarde tenía algo de cojones, después de todo. Incluso igual había quedado en apretar él el gatillo.

No me di cuenta ni de a dónde íbamos. No me di cuenta de si me quitaban o me ponían las esposas, de si me hacían o no salir del coche, de cuánto caminábamos por aquel descampado. Hasta que atravesamos la verja. Hasta que vi las tumbas a mi alrededor, los crisantemos, los cipreses.

Hasta que me pararon y me hicieron mirar, y vi el nombre de Duarte en la lápida, y Valdés me explicó que “lo habían suicidado”, no con el arte con que yo lo hubiera hecho, sin duda, pero de modo efectivo y discreto. Y que ahora éramos tres a repartir.

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