viernes, 1 de febrero de 2008

11.-Los hombres que lloraban lágrimas de sangre

Aquellos dos misteriosos hombres caminaban entre la inmensidad de las arenas del desierto de algún lugar de la Tierra. Era de noche y las estrellas vigilaban atentamente los movimientos de estos dos individuos. Caín, el más alto y corpulento de los dos, se estremecía cuando los copos de nieve acariciaban su piel desnuda. En cambio Abel, bajo y enclenque, intentaba aparentar que no sentía las oleadas de frío ante los ojos de su jefe.
—¿No tienes frío Abel? —le dijo a su compañero mientras se calentaba el cuerpo frotándose con los brazos.
—Un poco, pero vamos, puedo soportarlo —le contestó Abel, que se estaba congelando.
—Nunca hubiera pensado que en estos parajes hiciera tanto frío —dijo Caín tiritando.
Continuaron caminando por el mar de arena. Sus pasos se perdían en el silencio abismal de la noche. Cada uno de ellos llevaba una especie de mochila colgada a su espalda.
—¿Queda mucho, Caín? —le preguntó Abel, después de que estuvieran andando durante horas y horas mirando a un mismo horizonte, soportando aquellas bajas temperaturas.
—No seas impaciente —le increpó su jefe — Este es el último punto. Acabamos este trabajo y nos vamos a casa.
—En la escuela no me dijeron que el trabajo de biólogo iba a ser tan duro.
Caín le sonrió compasivo, sin decir nada.
A lo lejos, se escuchó el aullido estremecedor de un chacal. Era un sonido agonizante, que te penetraba el pecho, llegaba al corazón y con un hierro candente te quemaba el fondo de tu ser. Los dos hombres lloraron. Eran lagrimas que mientras descendían por su rostro iban desgarrando sus mejillas a su paso.
—Caín... —le llamó Abel secándose las lágrimas—. ¿Él también lo sabe?
—¿El chacal? —le observó Caín con el rostro ensangrentado— Supongo que alguien se lo habrá susurrado.
Sintieron que el alma se les achicaba. Su intención, como siempre había ocurrido en tantas otras veces, era la de procurar el menor sufrimiento a los seres vivos.
—¿Sabes una cosa Caín...? —reflexionó en voz alta Abel— Por los chacales siento compasión, me duele sinceramente que sufran. Pero en cambio, por “ellos”, no siento la menor piedad, me repugnan.
Caín cesó de caminar y se giró hacia la posición de su compañero, y allí, clavado como una estatua de hielo, recubierto de pequeños copos de nieve, le dedicó una severa reprimenda.
—Nosotros no somos quien para opinar si los chacales merecen morir o no, ni siquiera si “ellos” merecen morir. Hemos de dejar los sentimientos a un lado, porque sino nos cegaran y entonces nos dificultaran nuestra tarea.
—Pero, ¿por qué? —le preguntó Abel con el pecho compungido — Muchas especies serán perjudicadas, especies inocentes.
—El jefe dijo que se están corrompiendo y son un peligro para todos nosotros. Y no podemos arriesgarnos cuando nuestras vidas y las de todos los demás están en juego.
Abel asintió con impotencia.

Al cabo de unos cincuenta minutos después de las últimas palabras que intercambiaron los dos biólogos, llegaron por fin a su anhelado punto de destino. Ante ellos se elevaba un pequeño montículo en la arena, de alrededor de un metro de altura.
—Abel, saca el mapa —le ordenó Caín.

El chico se arrodilló y rebuscó el trozo de papel entre los bártulos que guardaba en la mochila.
—Bien, —Abel observaba detenidamente todos los puntos rojos que habían señalados en el mapa— creo que es este montículo. No cabe ninguna duda. Es este —asintió convencido—.
Caín le devolvió el mapa y se dispuso a organizar todos los preparativos. Se trataba del último punto en el mapa que habían de preparar. Cinco habían sido los anteriores, y ahora el sexto sería el definitivo, el que acabaría con todos ellos. La mecánica era simple. Lo tenían tan bien aprendido que su tarea la llevaban a cabo de forma autómata, sin pensar, sobretodo esto último, porque si se paraban tan sólo un instante a meditar sobre las consecuencias, el dedo les podría temblar. Cogieron dos palas e hicieron un foso lo suficientemente hondo para que ningún animal curioso fuera capaz de desenterrar lo que habían de esconder en su interior.
—No habrás olvidado el objeto ¿verdad? —le preguntó Caín a Abel mientras se sacudía el polvo que tenía en los pantalones—. Ya sabes lo que dijo el jefe. Ese objeto es importantísimo, es el más valioso de nuestra misión, es el punto determinante de toda esta historia y si falla, todo se irá al garete.
—No te preocupes, Abel, lo llevo encima.
Caín asintió convencido.
Taparon el agujero con la misma arena y se fueron por allí donde habían venido.


Caín tomó los mandos y despegó de forma brusca. El aparato ascendió hacia el cielo. Ayudado por el viento se tornó liviano como notas musicales que suben buscando la salida del pentágono. En un instante desapareció entre las tonalidades azulinas y una pequeña estela brillante y polvorienta cayó a su paso. Estaba amaneciendo.
—Bien, creo que ya estamos lo suficiente lejos —dijo Caín sin levantar los ojos de los controles.
Abel alcanzó su mochila y extrajo el preciado objeto. Era un cuadrado de hierro de las mismas proporciones que una mano, y en su centro descansaba un gigante botón de color azul. Abel no esperó más ordenes de su jefe y pulsó sin contemplaciones aquel botón. La bola gigantesca explotó. Fueron los únicos seres que disfrutaron de ese espectáculo histórico. Fueron los privilegiados. Miles de trozos de seres vivos se esparcieron por el espacio. Los seis puntos repartidos por toda la Tierra no habían fallado, y los explosivos nucleares tampoco. Un trabajo limpio, el jefe estaría contento.
Tras la explosión los dos compañeros lloraron. Porque sólo tenían derecho a llorar una vez al día. Y ellos habían elegido aquel momento, aquel precioso y triste amanecer. Abel se acercó sus cinco tentáculos para secarse las gotas de sangre de sus mejillas desgarradas.
Y ese fue el final de la Tierra, Caín y Abel la asesinaron impunemente.
—Los seres humanos estaban corrompidos... —murmuró Caín.

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