sábado, 22 de marzo de 2008

8.-El asilo

29 de septiembre por la mañana. Supongo que es estúpido mandar saludos, pero en cualquier caso, hola. Soy Leonel Kent, de 65 años. La gente me describiría como alto; de tez clara; pelo cano, aunque algo abundante para la edad; nariz respingada; semblante serio pero afable.

Hago este testimonio con mi vieja grabadora, bajo el resguardo de mi habitación. ¡Ah! Se me olvidó mencionar, vivo en un asilo de ancianos, una “casa de paz”…aunque últimamente ha sido todo lo contrario. Si oyen esto, es porque estoy muerto.


Solté el botón de REC y dejé la grabadora en la mesita al lado de la cama. Apenas había grabado unas palabras pero ya no me sentía con ánimos de continuar. Así pasaba en los últimos días, todo se desanimaba, y el asilo iba perdiendo vida. Literalmente.

Por la tarde. Soy yo de nuevo. Contaré lo que ha estado pasando. Es extraño: algunos viejos han desaparecido. Algunos de mis compañeros ni se percatan (en este asilo hay varios ancianos con Alzheimer y desconectados de la realidad), y a los que nos mantenemos lúcidos nos dicen, o que han venido por ellos, o que han muerto de causas naturales.

Podría creerles, si no fuera por el caso de Tim. El buen Timothy ha sido mi mejor amigo desde que vivo aquí. Más que eso, ha sido como un hermano. Él me había dicho que no le quedaba familia, y hace tres días desapareció. Una de las enfermeras me dijo que por la noche había venido un pariente suyo del extranjero (mentira), y que Tim me había dejado una nota de despedida. Buen intento, si no fuera porque Tim es analfabeta.

Así pues, todos han desaparecido en circunstancias misteriosas. Si las enfermeras que nos cuidan están metidas en ésto, o si se encuentran tan consternadas como yo, no lo sé. Tampoco puedo recurrir a ninguna de ellas, porque si tienen algo que ver con este asunto, sabrán que me he dado cuenta de cosas que no debería saber. Es horrible no poder confiar en nadie. En fin, tendré que seguir investigando yo solo. Que Dios me cuide.


Salí al patio. De nuevo, la atmósfera era pesada y lúgubre, y se acentuaba al ver a los ancianos, impasibles, esperando sin remedio la venida de la muerte. Las nubes remataban, tapando la luz del sol, lo único que podría reconfortarme un poco.

De repente empezó a llover. Las enfermeras salieron a mover a los ancianos en sillas de ruedas a un lugar bajo resguardo. Oí al viejo Oswald maldecir:
-¡Con un demonio! ¡Éste maldito clima ya me tiene harto! -y se dirigió a su habitación. Por suerte está un poco sordo, porque si no, se hubiera enfurecido más al oír como la lluvia arreciaba y algunos rayos rugían en el cielo. Me senté a esperar. Podría tener una oportunidad, ya que cuando llovía las enfermeras se descuidaban totalmente de nosotros, pues nos íbamos invariablemente a nuestras habitaciones, y ellas se juntaban en una sala a entretenerse viendo la televisión o jugando a las cartas. Debía aprovechar el momento.

El asilo consiste de un patio que da a la entrada. Alrededor de este patio se hallan las habitaciones y el comedor. Enseguida del comedor hay un pasillo que lleva a las habitaciones de las enfermeras y a la enfermería. Ambas forman parte de un edificio de dos pisos. En el segundo piso se hallan las oficinas (raramente ocupadas) y me imagino que una habitación grande. No sé por qué, pero intuyo que ahí puedo hallar algo. Me dirigí con precaución por el oscuro pasillo, oí el murmullo de las enfermeras divirtiéndose, subí las escaleras y llegué a la habitación grande.

Entré. Una repentina ráfaga de aire gélido me hizo temblar. En la sala se sentía un aire extraño, como vacío. Después de acostumbrarme un poco a la oscuridad distinguí, alineados a las paredes, camastros de metal cubiertos por un plástico opaco. Me dirigí hacia el primer camastro a la izquierda y levanté la manta...
-¡Oh, Dios mío! -exclamé. Enseguida solté la manta y me alejé bruscamente. Por poco me caigo. Había visto el rostro de Tim…inerte, gris. La aprensión se adueñó de mí, deseé salir de la habitación, y lo hubiera hecho si no hubiera sido porque oí voces. Busqué un lugar donde esconderme; hallé una rejilla del sistema de aire acondicionado. La retiré, me metí y con mucho esfuerzo me arrastre por los ductos, hasta llegar a un punto en que a través de una rejilla podía ver una habitación desde el techo. Era la enfermería, y en una cama se hallaba Dorothy, una de las ancianas. Pensé que estaba muerta, pero me alivié un poco al notar que respiraba. Las voces que había oído se dirigieron allí y luego aparecieron dos enfermeras. La pobre Dorothy les dijo:
-Gracias al cielo que han venido. ¿Han traído la inyección?
-Sí, señora. Aquí la traigo. -respondió una de las enfermeras.
-Gracias. Con esto me sentiré mejor, ¿verdad? -sus ojos mostraban infinita gratitud. Me conmovió inmensamente.
-Así es.
La enfermera preparó la zona del brazo donde inyectaría. Clavó la aguja y frotó con un algodón.

Enseguida observé la escena más horrible que he contemplado en mi vida: Dorothy se contorsionó violentamente, doblándose sobre su abdomen; su cuerpo temblaba terriblemente a causa de los espasmos; en su cara se notaba la desesperación y el dolor; intentó hablar, pero de su boca sólo salieron gritos que imploraban ayuda. Pero lo verdaderamente horrible y lo que me quebró el corazón fue la expresión de las enfermeras: paradas enfrente de Dorothy, contemplaban con expresión sórdida el espectáculo de la muerte. El demonio se manifestó en ellas, y el brillo de las llamas del infierno se reflejó en sus caras.

Al final, entre ambas sacaron la cama de la enfermería. Supuse que la llevaban al salón donde se hallaban los cadáveres, y arrastrándome de nuevo por los ductos me dirigí allí. Alcancé a ver a las enfermeras saliendo de la habitación y cerrándola con llave. Dejé pasar un tiempo y salí. Busqué el camastro de Lucy, y la identifiqué. Manchas rojas habían aparecido por su piel. Jadeaba, y creí que no me había reconocido, pero dijo:
-Leo…
-Dorothy… ¿estás bien? -era una pregunta estúpida, pero fue lo único que pude decir.
-Lo es…taré cuando…muera, Leo…
-…
-Siem…pre me agra…daste, Leo…
-Dorothy, tú también has sido una persona muy especial para mí.
-Gracias, Leo…si no hubiera sido por la edad…
Comprendí lo que me decía y asentí. Por última vez, Dorothy sonrió. Incliné la cabeza y no pude reprimir las lágrimas…por Tim y por Dorothy, y por todos los demás. Pero aún no pude hallar el descanso porque de nuevo oí voces. Ya no haría nada. Ya era mi hora.

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…entonces, la puerta se abrió. Yo me encontraba agachado; no volteé a ver, sabía que era mi fin. Fuera quien fuera, se acercaba hacia mí. Cada vez sentía más fuertes los pasos, hasta que llegó un momento en que su sombra me cubrió. Mi verdugo se inclinaba hacia mí…
-Leo, ¿te encuentras bien?
Alcé la cabeza, sobrecogido ante la visión que se hallaba ante mis ojos. Frente a mí se encontraba Vincent, uno de los ancianos. Me cogió del brazo y me ayudó a levantarme.
-¿Qué haces aquí? –le pregunté.
-Vine por ti.
-¿Por mí? ¿Estás con las enfermeras?
Vin se sonrió.
-No, Leo, quiero decir que vine por ti…para escaparnos. Yo también se toda la verdad.
-¿Cómo?
-He estado investigando, al igual que tú…


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La historia que Vin me contó fue espeluznante: Hace unos días, la administración del asilo había cambiado. El asilo había estado recibiendo ayuda desde hacía varios meses de uno de los dueños de una importante empresa farmacéutica. Al final, compró el asilo por una modesta suma, y con eso, compró también nuestras vidas. Drogaron a nuestras enfermeras, y les dio la orden de acabar con nosotros. ¿Cómo? Con veneno. Esa empresa pertenece a Allergan Inc., quien posee la patente del botox. Curiosamente (e inquietantemente), el botox proviene de la toxina botulínica: simplemente, la sustancia más tóxica de cuantas existen.
-Pero, ¿cuál era la motivación de Scott, el dueño de la empresa? –le había preguntado a Vincent.
-Es algo extraño, pero cuando era niño, Scott fue violado…por un anciano. Detrás de su apariencia compasiva se escondía un pervertido. Desde entonces se convenció de que los ancianos eran un mal para la sociedad, y por todos los medios ha intentado exterminarlos.
-Jamás logrará matar a todos.
-Lo sé, se conforma con hacer sufrir, y mucho, a los que mata. Ya viste el procedimiento.
Recordé la aterradora visión de Dorothy en la enfermería. Un escalofrío recorrió mi cuerpo.
-Mañana escaparemos. –me dijo Vincent.
-Sí. Coincidirá con la visita de mi hijo, Raphael.
-Mejor aún. Él nos ayudará.
-Espero que sí, Vin…espero que sí.

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Todo sucedió muy rápido. Durante la mañana, Vin y yo nos mantuvimos separados, haciendo nuestras actividades normales. Pero cuando Raphael llegó, le dije:
-Tengo que irme de aquí. No preguntes por qué. Aún soy tu padre, y debes obedecerme. Te diré después. Es un asunto de vida o muerte.

Seguramente pensó que me estaba volviendo loco, pero convino. Vin se nos unió y salimos del asilo. Al pisar la calle sentí como si toda la opresión en mí se hubiera esfumado. Pero a la vez tenía el temor de que nos vieran. Pero no pasó.

Llegamos a un lugar seguro. Le conté a mi hijo la historia de los últimos cuatro días. Después del lógico shock, procedimos a lo que debíamos hacer: llamar a la policía. Ésta investigó el asilo, y al llegar a la sala donde guardaban los cadáveres, se convenció de todo. Hicieron una redada en la empresa de Scott, y lograron capturarlo. Fue algo casi milagroso cuando por las noticias vimos el rostro de Scott mientras era trasladado a un manicomio. Si a las enfermeras les había llamado “enfermeras del infierno”, entonces Scott debía ser sencillamente el médico de Satanás.

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Días después, mi hijo y yo estábamos sentados a la mesa. Ambos teníamos la cabeza agachada, pensando en lo mismo, pero sin atrevernos a hablar. Al fin mi hijo habló:
-Padre, debes volver al asilo.
-Lo sé, hijo. –le contesté. Era difícil, pero ya no había que temer. Era la única opción.
-Mañana te acompañaré, temprano.
-De acuerdo.
-Buenas noches.
Asentí como respuesta. Me fui a dormir. Tarde en conseguirlo, había tantas cosas que debía poner en orden, tantas plegarias que tenía que hacer, tantas cosas que recordar y tantas que olvidar. Al final el sueño me venció…

-Clark, revisa la habitación 65.
-¿Tengo que hacerlo?
Stern le lanzó una mirada fulminante. Surtió efecto.
-Vale, lo haré. Es la del mataviejos, ¿no?
-Así es.
Clark se dirigió a través del pasillo a la 65. Se asomó por la celosía de la puerta.
-¡Dios! ¡No está! ¡Clark, se ha escapado!


Me desperté súbitamente. Estaba empapado en un sudor frío, y el corazón me palpitaba. Me percaté que ya era de día, y me puse en actividad para olvidar la pesadilla. Me vestí y fui a la sala. Me encontré con Raphael.
-Buenos día, padre. ¿Dormiste bien?
-Sí, hijo –mentí-, ¿y tú?
Raphael hizo una mueca que podía significar tanto sí como que no. Después de tomar un café nos dirigimos en su viejo Volkswagen al asilo. Miraba a través de la ventana, mientras los recuerdos asaltaban a mi mente. Habían sido días de zozobra, de inquietud. Ahora podría descansar. Ya veía el asilo al final de la calle. Recorrimos en silencio el trayecto faltante; después de unos segundos, llegamos. Raphael estacionó el auto, nos bajamos y me acompañó hasta la entrada. Atravesé la reja que se abría entre los altos muros: ya estaba de nuevo en el asilo. ¿Hogar, dulce hogar?

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