viernes, 8 de febrero de 2008

1.-La tierra es pedestal, que no sepulcro

IRINA SOBOLEVA: Tras la victoria en el frente alemán, el Ejército Blanco se centró en nosotros, y los bolcheviques quedamos reducidos a una serie de divisiones aisladas. En 1917, Grisha tomó el mando de nuestro grupo ante la escasez de oficiales, y me nombró su segunda. Pero el Ejército Blanco volvió del frente antes de lo previsto. Lograron retomar Tsarskoe Tseló, y luego toda la zona alrededor de Petrogrado. Nos cortaron la retirada, y tuvimos que escapar con un puñado de soldados. Fue el mismo mes en que el infame Nikolay Romanov volvió a asumir el trono, y nuestros grupos, incomunicados, empezamos a ser perseguidos y exterminados donde nos encontraban. Muchos de los nuestros se pasaron al enemigo. Después, con la situación controlada, pusieron precio a nuestra cabeza: la de Grisha, la de Petya y la mía. Nos convertimos en fugitivos. Sólo podíamos escondernos y esperar.

PYOTR MISHIN: Los blancos nos emboscaron en... no recuerdo dónde, tratábamos de llegar al sur. Mataron a todos nuestros camaradas, y sólo quedaron el comandante, Grigoriy, y la teniente, Irina. Escapamos a pie, atravesando los bosques, comiendo musgo y bichos, durante días. Llegamos a aquel pueblo, al fin, y el comandante nos hizo jurar lealtad a nuestra tierra, venganza contra los enemigos de la patria, y dijo que allí nos separábamos. Era un buen comandante, y un buen hombre: una de esas personas a las que sigues no porque creas que te llevarán donde quieres ir, sino porque crees que te llevarán donde debes estar.

IRINA SOBOLEVA: Era una villa libre: quiero decir que cada familia trabajaba sus propias tierras, sin vasallaje. Apenas quedaban sitios de ese tipo. Si la Revolución hubiese triunfado entonces, todos los pueblos en Rusia serían así. Un sitio tranquilo, empobrecido por la guerra, como todos; pero no corrompido por ella. Serían unas veinte granjas, en total.

PYOTR MISHIN: El plan del comandante era sencillo. Ocultarse y esperar. Con paciencia infinita, aguardando el momento. Me dijeron que la teniente Irina y él se quedaban en el pueblo y yo debía reunirme con nuestros camaradas, buscar hombres, formar un grupo, atrincherarnos, y aguardar, años si hiciera falta, el momento para el contraataque, la ocasión de vengar a nuestros compañeros caídos. En ese momento vendría a buscarles. No era fácil, porque yo tendría que viajar muy lejos al sur, y sin papeles.

IRINA SOBOLEVA: Petya era un buen soldado: hizo lo que le pedimos y se marchó. Realmente, pensábamos que le estábamos enviando a la muerte, pero ¿qué opciones había? Grisha y yo vendimos lo que llevábamos, salvo los fusiles. Con eso pudimos comprar maderas y establecernos en un terreno al otro lado del río, donde nadie quería labrar porque la tierra era mala. Nos hicimos pasar por un matrimonio de desplazados, adoptando los nombres de Anna y Grigoriy Bessov. Grisha no quiso prescindir de su nombre. Le dije que me parecía una imprudencia, pero insistió.

IOSIF KRAVCHUK: Los Bessov llegaron en el invierno del 17, al final de la guerra, desde Bielorrusia, al parecer. Contaban unas historias terribles de la vida ahí abajo. Fueron bienvenidos en el pueblo; al fin y al cabo, mi familia se estableció aquí llegada de Ucrania no hace tantos años. Les advertimos que las tierras del otro lado del río tenían demasiada piedra y no eran buenas, pero insistieron. Parecían trabajadores y buena gente, así que les ayudamos en lo que pudimos. Fíjese que entre ellos dos construyeron la casa que ve allá, al lado del molino. No, el molino no estaba entonces.

IRINA SOBOLEVA: No teníamos miedo del trabajo. Logramos limpiar el terreno de piedras, construimos una casa, y tuvimos que arar nosotros mismos. La tierra era desagradecida, seca y arcillosa, y cada día era una pelea. El camarada Lenin siempre dijo que el trabajo duro dignifica al ser humano. Que el de campesino es el oficio más noble, la base de la nación. Aunque son bonitas palabras, es más fácil decirlas en un despacho con calefacción de la ciudad que arañando con el hierro la tierra helada de la Madre Rusia. Esa Madre Rusia por la que luchamos.

LUDMILA DRAGINA: El señor Bessov, Grigoriy, sabía de carpintería, así que se pasaba por el pueblo y hacía trabajos para las familias, a cambio de comida y utensilios, cuando podíamos disponer de ellos. La verdad es que era un hombre muy bien parecido y un excelente carpintero. Hablaba poco, pero era muy amable. No le importaba trabajar con el frío y la nieve. Nos arregló las goteras del tejado sin que se lo pidiéramos, así que le dimos una de nuestras gallinas.

IRINA SOBOLEVA: En la primavera teníamos callos en las manos y sabañones en los pies, pero el campo salió adelante. Conseguimos sembrar trigo. Íbamos todos los días por agua y vigilábamos por turnos desde antes del amanecer para que los pájaros no se comieran la semilla. Desbrozamos varias veces, replantamos, aireamos la tierra como pudimos, hasta que aquellos terrones oscuros y recios se convirtieron a la vez en esperanza y tortura. Cuando me alisté, lo hice “para luchar por mi tierra”. La ironía.

IOSIF KRAVCHUK: Recuerdo que 1918 fue muy buen año. La cosecha, de las mejores. Los Bessov construyeron un canal desde el río, para regar los campos. Me llamó la atención que el señor Grigoriy no iba nunca a la ciudad a vender, sino que nos vendía a sus vecinos, a pesar de que no le podíamos pagar tanto como en la ciudad. Creo que a su esposa le daba miedo que lo asaltaran los bandidos en el camino o algo. Se querían mucho, ¿sabe?

IRINA SOBOLEVA: Al principio, Grisha era mi oficial superior, pero no puedes vivir tanto tiempo bajo el mismo techo sin que... además, era una cuestión de supervivencia. Llevábamos una vida falsa, no lo olvidábamos, y lo que surgió entre nosotros... lo aceptamos al principio como cobertura, porque si éramos un matrimonio era mejor que lo pareciésemos; y, después, simplemente lo aceptamos. Una cosa llevó a la otra, y al año siguiente nació nuestra Katia.

LUDMILA DRAGINA: Aquella banda de forajidos… nos robaban la comida y nos asaltaban, pero aquella vez que quemaron la casa de los Dragunov y nos amenazaron con quemarnos a todos si no les entregábamos nuestras ganancias, el señor Bessov fue llamando a todos los hombres adultos, los reunió en nuestra casa, que era la más grande, y les repartió fusiles y munición. No sé de dónde los sacó, supongo que los obtuvo a cambio de algo por si pasaba una cosa así. Les enseñó a usarlos, y dio órdenes a la gente para que se apostasen en diversos puntos alrededor del pueblo. Tendría usted que haberlo visto, nadie lo cuestionaba ni le hacía preguntas, hablaba de líneas de visión, de dónde había que apuntar y de rodear al jefe para que no escapara, era increíble lo que sabía, como si este señor hubiera estudiado. Dirigió a los vecinos tan bien que cuando llegaron los bandidos, cayeron muertos casi todos antes de que supieran qué estaba pasando; desde luego, no se esperaban que en el pueblo hubiera armas de fuego, y menos, gente que supiera manejarlas, y los hombres lograron apresar a los que no murieron abatidos. Hubo una recompensa de los oficiales, y el señor Bessov, fíjese, no quiso saber nada de la recompensa, dijo que nos la repartiéramos los demás. Es natural que lo eligiéramos como jefe del pueblo después de que muriera el viejo Ilya Dragunov.

IRINA SOBOLEVA: Diez años son como veinte o treinta, o quizá como dos o tres, dependiendo de si el tiempo lo llevas contigo, o él te arrastra a ti. Sólo sé que después de Katia vino Iván, y después la pequeña, Nadia. Construimos un molino de agua en el río, entre todos los vecinos. Hubo inviernos malos, pero supimos sobrevivir. Cada semana Grisha limpiaba los fusiles ante el fuego, sobre todo cuando empezó a tener mal la pierna, pero los niños no hacían preguntas al verlos. Era una vida sencilla. A veces nos hacía olvidar quiénes éramos, qué hacíamos, para qué vivíamos. Esto lo hablé con Grisha varias veces: si merecía o no la pena. Grisha siempre me dijo, con los ojos brillantes, que yo no tenía ya por qué estar atada por aquel juramento; que cuando llegara el momento, yo podía y debía quedarme aquí con los niños. Pero él era un soldado y estaba dispuesto a morir por una causa mayor, que se lo debía a su país, y a los hombres que habían servido con él y habían caído por esa causa. Nombraba el honor, pero yo ya no veía honor a mi alrededor: sólo veía a Iván, jugando con su carro de madera, y a Nadia, en su cuna. Alguna vez lloré, asustada del futuro.

IVÁN BESSOV: A veces, cuando era pequeño, miraba a mi padre y veía en él algo más que un campesino: una mirada dura, un rencor antiguo, escondido entre sus palabras. Pero nunca me dijo nada, ni mi madre tampoco, hasta que cumplí los dieciséis.

PYOTR MISHIN: Pero el zar Nikolay murió, Alexei Romanov subió al trono, y los secesionistas de Ucrania se alzaron en armas: fue el año de la Revolución de Abril. Yo era teniente entonces, de los que apoyaron la sublevación, y revelé la verdadera suerte del comandante: los años habían creado leyendas sin fin alrededor de su persona. Batallones enteros desertaron de los blancos y se unieron a nosotros. Solo, corrí a aquel pueblo donde tantos años antes había dejado al comandante y a la teniente, y encontré a Irina cerca del pueblo, llevando a un niño de la mano. Si la reconocí fue sólo porque me llamó “Petya” al pasar a su lado. Le hablé de la rebelión, de que el rango y mando del comandante y el suyo serían restaurados al frente del ejército, del Gobierno Provisional, de que por fin había llegado la hora de vengar a nuestros compañeros. Ella me escuchó con lágrimas en los ojos. Pero cuando al fin me respondió, supe que no eran de alegría.

IVÁN BESSOV: Recuerdo que al ver a mi madre hablando con aquel soldado de verde a caballo, me asusté. Cuando se hubo ido, le pregunté a mi madre que quería aquel señor. Y lo que me dijo fue:

IRINA SOBOLEVA: “Nada importante, Vanya”, le dije al niño. “Buscaba a unas personas que están muertas”. Y regresamos. Nada le conté a Grisha, quien siguió limpiando cada semana los fusiles, esperando el día en que la Estrella Roja ondease por fin sobre el Palacio de Invierno. Sin saber si eso era ya verdad o no.

Grisha murió hace dos años, de la edad, habiendo visto crecer a hijos y a nietos. Lo único que lamentaba, me decía, era no haber podido cumplir su promesa. Pero yo callé, porque creía, y aún creo, que la promesa había sido cumplida. Que Grisha y yo fuimos leales a nuestros compañeros, y a nuestra patria. Porque yo vertí la sangre de mis enemigos, y no encontré más verdades que las que yo llevaba; pero escarbé con mis manos la tierra de la Madre Rusia, y ella me mostró a cambio por qué era digna de ser amada.

La tierra ha de ser pedestal, y no sepulcro; y hay muchas formas de lealtad, señor. Puede escribirlo así en su libro. Pero, ahora que soy una anciana, poco pueden importar tales cosas, y yo ya nada sé de ellas.

No hay comentarios: