viernes, 1 de febrero de 2008

FdC.-Condes, duques y otros títulos nobiliarios

Para lo que yo necesitaba hacer, tenía que librarme de aquel individuo lo más pronto posible. El día había amanecido gris plomizo. Salí a la calle por la puerta de la iglesia. Llovía y yo había olvidado mi paraguas, mi chubasquero y mi gorra. ¿Cómo había llegado a aquella situación? Volví sobre mis pasos, entré de nuevo en la iglesia y observe al mendigo que caminaba por el recibidor. Nadie parecía hacerle caso. Tiempo atrás, al intentar salvar a una niña de un atropello, resultó gravemente herido. Cuando salió del coma estaba zumbado. Puta vida. Salí de nuevo a la calle con la sensación de que olvidaba algo.

-…Vuela, ahora eres libre… ¡Libre de los torgos!

Repasé mentalmente mi ruta y comencé a ojear el periódico. Alfredo J. A. después de provocar una masacre entre tipos de baja alcurnia había resultado fallecido en un tiroteo. Un tal Xavier F. T. había desaparecido y se le relacionaba con una red ilegal de clonación. Andrés M. L. había sido detenido en ese mismo barrio por maltratar a su novia.

Pasé por un bar, el sueño estaba empezando a poder conmigo, entré. En la barra, un tipo con traje barato leía un libro: “El billete de mi vida”. Parecía entretenido. Aun así no paraba de susurrar “Otro día, mejor otro día”. Me senté en una mesa y pedí un café a una camarera, la tipa estaba bastante buena. Pensé en decirle algo ocurrente, pero en ese momento se le cayó la bandeja al suelo y un tipo se arrodilló para pedirle matrimonio. Miré hacia el televisor, una película de terror. ¡Menudas horas! Una chica zombie estaba zampándose la cara de su exnovio, o algo parecido. Se me revolvieron las tripas. Un tipo bastante feo empezó a alzar la voz. Estaba muy borracho. El cocinero salió a la zona de clientes y lo cogió por las solapas, lo arrastró a la puerta y de una patada lo puso en la acera. El borracho no paraba de gritar “¡Me follaré a tu perro, cabrón! Definitivamente, no era mi día.

Al salir, me crucé con una prostituta y la miré de soslayo. Un poco después, un tipo taciturno, sentado en un banco dejaba que la lluvia golpease impune su cabeza hundida entre las rodillas. Más adelante, otro tío con la cara hecha un cristo maldecía a una pitonisa y un chaval con una camiseta de guns and roses murmuraba emocionado que era un superhéroe. Esta ciudad era cada día más deprimente.

Seguí caminando y al pasar por la puerta de un sexshop tropecé con un individuo que llevaba la mirada perdida. Si no fuera porque acababa de salir de ese antro se diría que estaba enamorado. Doblé la siguiente esquina a mano derecha y me detuve. Una ambulancia del SAMUR atendía a un drogadicto en un portal, pero el pobre diablo parecía estar bastante jodido. los dos sanitarios discutían sobre algo ocurrido el día anterior. Uno le recriminaba al otro haber robado el diario de un pobre viejo con Alzheimer. Hay que ser hijo de puta para robar a un viejo con Alzheimer. Decidí tomar la siguiente calle. Paré en un paso de peatones. Un joven miraba pensativo su móvil que no paraba de sonar. “¿Quieres coger ya el puto teléfono o al menos cambiarle la melodía de Camela?”. Miré la pantalla. Silvia debía estar preocupada por no obtener respuesta.

Después de un rato de largo caminar decidí llamar a un taxi y le indiqué la dirección. El conductor me miró sorprendido.

-Eso está a más de una hora de aquí, quizá debería coger un autobús o alquilar un coche.- Dijo.

-No sé conducir. Conducir es de plebeyos. La continental corre con todos mis gastos así que conduce y cierra la boca.- Realmente había suspendido diecisiete veces el práctico y otras cinco el teórico. La continental había decidido le que salía más barato pagarme los taxis que el carnet de conducir.

Pasamos por una serie de carreteras secundarias y llegamos a la costa. Le indiqué la dirección exacta y le pasé la tarjeta de la agencia para cubrir los gastos, incluida una sustanciosa propina. Bajé del taxi y crucé la acera. Entre un bar de desayunos y una agencia inmobiliaria se podía leer “Fotos Vikerkaar”. Caminé hacia la puerta y llamé al timbre. Un tipo bastante atractivo abrió. Me miró de arriba abajo y sonrió. Yo estaba bastante buena y sabía mover las caderas. Los tíos siempre bajaban la guardia al verme.

-¿Qué desea señora?- Preguntó.

-Señorita, si no le molesta. He venido a hablar con un tal Enrique Fernández del Amo.

-Soy yo, ¿en qué puedo ayudarla?- dijo mientras miraba mi escote. Desde luego, los siete mil quinientos euros que me dejé en las tetas habían merecido la pena. Comencé a hablar.

-Me llamo Patronia, soy detective privado. ¿Es usted el autor de este blog de relatos cortos?- Le enseñé la página impresa de su blog. Mis delgados dedos y mi manicura no consiguieron distraer su mirada de mis pechos.

-Efectivamente, soy escritor aficionado. Todos esos escritos son míos.

-Sin embargo, un grupo de personas de determinado subforo de literatura de una conocida página de videojuegos afirman que fueron relatos presentados en meses anteriores para un concurso de aficionados.

-Es mentira.- mintió.-Esos relatos estaban en mi blog bastante antes de que ellos los utilizaran. El moderador de la Web, un tal Conrad, me la tiene jurada desde hace tiempo e inventó esas ínfulas para desacreditarme.- Lo miré divertida por encima del hombro. Yo era bastante alta, pero tampoco un poste de telégrafos.

-No sé que creer. Considerando su uso arbitrario del vocabulario se diría que no tiene usted ni puta idea de escribir.

-Es posible.- Reflexionó. Sus ojos seguían los botones de mi camisa. Mi sujetador de lencería fina asomaba por el último botón abrochado. Me lo hubiese tirado en ese mismo momento. Pero los negocios son los negocios.

-¿Afirma pues, que todos estos relatos son obra suya?- Saqué varias páginas impresas de mi maletín en las que se podían leer títulos extraños como Héroe, La carta, Los favoritos de los dioses, Cenizas de barro, la oficina, La llamada, E160 (ciencia ficción, supongo), Dos entradas, Aun así lo celebro, Cien años de perdón, los hombres que lloraban lágrimas de sangre (drama, supongo), Patrocinio nosequemás, Carta de despedida, La daga, La irracionalidad vivía en el 5 pino (comedia romántica, supongo), Carta a la esperanza (había muchas cartas), Gris mimetismo (un manual para mimos, supongo), y poco más.

-¿Los ha leído?- Me dijo relamiéndose.

-Leí el de “La Carta” cuando fui al excusado, pero como no lo comprendía saqué mi Superhumor. Siempre es bueno simplificar. Es la primera o segunda regla de los detectives. Como iba diciendo, usted afirma que todos los relatos son suyos. Y observando la lista de entradas de su web todos coinciden excepto uno: Mi Edén particular. Este relato está en su blog y sin embargo no aparece en ese subforo de subpersonas, si me permite la expresión.

-¿Qué tiene eso que ver conmigo?- Dijo airado.

-A parte de que es suyo, tiene mucho que ver. El Sábado, 30 de Febrero del año pasado, se encontró el cuerpo sin vida del tal Conrad. Su bicicleta de montaña, marca Europa, había caído por un precipicio tras trabársele en la rueda delantera un palo de fregona, marca Júpiter, modelo GME, para ser más exactos. Usted planeó meticulosamente el crimen perfecto. De hecho, nadie menos usted se dio cuenta de que estaba muerto y comentó en el foro que hacía tiempo que no aparecía. Los demás se limitaron a insultarse entre ellos aprovechando la falta de moderador. ¡Confiéselo!

Por primera vez desde que entré apartó su mirada de mi delantera y la posó sobre mis preciosos ojos verdes, las lentillas de colores se habían pasado de fecha. Si no fuese así, habría mirado mis preciosos ojos violetas. Atusé mi esplendida melena pelirroja y le señalé con mi mano izquierda, en la que resplandecía un precioso Tag Hauer que me regaló mi tercer exmarido.

-Pero, pero… -Farfulló. –¿Pero como lo ha conseguido descubrir todo?

-Porque tengo el don de la obicuidad, malnacido.- Sentencié.

-¡Oficial! ¡Lléveselo!- Ordené con autoridad. Un niño de siete años me miró aterrorizado y salió del local corriendo, dejando unas fotos de la comunión de, lo que supuse era su prima, esparcidas por el suelo. Observé detenidamente una de ellas… Era muy sospechosa.

Salí a la calle, abrí mi maletín y saqué el fusil de asalto. Comencé a disparar y no dejé de recargar el arma hasta que pude contabilizar ciento sesenta y nueve muertos sobre la acera. La mitad del pueblo. Condenado pueblo de zombies. Al final, lo de la televisión no era una película de terror. Caminé hasta el cementerio, como llevada por una presencia superior y me arrodillé frente a una lápida. En ella se leía: Fulgencio Cantos Brandas. Todos somos tú, amigo. Pero solo tú eres ubicuo.

Comencé a llorar.

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