sábado, 2 de febrero de 2008

1.-¿Merezco yo esto?

La puerta de la celda se abre y yo entro en la pequeña habitación rodando. Giro varias veces sobre mi mismo hasta que quedo bocabajo. Me escupen y me tiran algo. Estoy desorientado, trato de levantarme. No puedo. Estoy a cuatro patas, mis rodillas clavadas en el suelo y mis antebrazos que logran alejar mi rostro unos centímetros de la fría superficie. Mi labio, partido, es incapaz de contener la saliva que, teñida de rojo carmín, cae al suelo. La cabeza me da vueltas y mi pelo húmedo –desconozco si por el sudor o la sangre- roza el suelo lentamente. Me duele cada rincón de mi ser, las piernas, los dedos, la nariz, el pecho… cada milímetro de mi cuerpo ha sido golpeado y los cardenales que pronto afloraran lo corroboran. La piel se ha abierto y tengo numerosos cortes. Aún no he sido capaz de levantarme. Los latidos de mi corazón bombean el elixir de la vida por mis venas, y cada hendidura de mi piel arde con su rítmica contracción. Cojo aire. El oxigeno atraviesa mi garganta como un sin fin de agujas. Logro sentarme, con la espalda recostada en la pared. Me levanto un poco la camiseta y compruebo como una costilla que se ha roto se marca a través de mi blanca piel. ¿A caso me merezco todo esto?
Doy un vistazo a la celda. Las paredes están mugrientas, manchadas. La pálida luz que las ilumina me revela las negras lágrimas que han corrido por su superficie y en el denso silencio percibo como en un susurro se lamentan por mí. Debo ponerme de pie… mis piernas parece que estén presionadas por un gigante, me tambaleo, pero mantengo el equilibrio y voy de nuevo al centro del habitáculo para poder mirar que es aquello que me han tirado.
Abro el paquete. Una cuerda. ¿Por qué me habrán….? No requiero la respuesta, la he encontrado. Vuelvo a sentarme con al cuerda entre mis manos, pensativo, confuso. ¿Merezco yo esto? Sé lo que me espera, o la cárcel o el fusil, no hay otra…. ¡No quiero morir! Pero… ¿y Juan? Fue a la cárcel, me dijo que a nosotros nos persiguen, nos cazan como a perros y muchas veces no sobrevivimos, nos odian más que a los condenados por matar a sus mujeres… En la cárcel también moriré…
Usando los barrotes me pongo en pie por segunda vez, y con mis adoloridos dedos ato la cuerda… ¿qué hago? Me paraliza un miedo irracional, ¡si yo soy inocente! ¿o no? Yo… yo lo hice, pero… ¡no, soy inocente! No tengo ninguna duda… ¿las tendrán ellos…? ¿Acaso espero un juicio? ¿O simplemente dictaran sentencia? Sin darme cuenta mis dedos ya han hecho el lazo y mi cuello ya se cuela dentro la soga… ¿merezco yo esto?
¡Voy a hacerlo, ya esta! ¡Voy a suicidarme! ¡Voy a morir… ¿cómo un perro? Me tranquilizo y retiro mi cabeza de dentro del mortal círculo. No debo tener miedo, no debo arrepentirme, yo hice lo que hice porque me gusta… y estoy orgulloso. Unos pasos resuenan por el calabozo, se meten en mis oídos, mi pulso se acelera, mi garganta está seca, mis manos heladas, en este instante comprendo que ocurra lo que ocurra, voy a morir. Se abre la puerta y sin una palabra, sin un gesto, sin un motivo me golpean con la porra en el estomago. El dolor casi me parte por la mitad, me doblo, mis piernas no me sostienen y caigo de bruces al suelo, a cuatro patas, como un perro. ¿Merezco yo esto?
No soy capaz de contar los golpes que recibo, ni los segundos que pasan sólo sé que cada vez que caigo mi orgullo me hace levantarme y la esperanza de que algún día muchos otros también se levantaran orgullosos de ser lo que son. Dentro de diez minutos mi cerebro estará esparcido por el suelo de la celda y yo habré muerto. Habré muerto de pie… un 28 de junio.

No hay comentarios: