sábado, 2 de febrero de 2008

12.-El enemigo está dentro

Marta mira el reloj, pero eso no le ayuda. Chema aún tardará más de una hora, y corre por la casa una soledad pastosa que los ruidos de la calle no consiguen perforar. Duda un instante, descuelga el teléfono, y lo cuelga de nuevo tras escuchar un pitido interminable que le secuestra el ánimo. De todos modos, Chema ya estará en el metro y no podrá hablar con él siquiera. Y, además, ¿qué le va a decir? De modo que llena los pulmones de aire para alejar aquella desagradable sensación del estómago y entra en la cocina.

Ya que tiene que esperar, debe entretenerse para no pensar en ello: fregar los cacharros, regar las plantas, hacer ruidos ella misma para no escuchar los otros ruidos. Sobre todo no pensar, no permitir que, como muchas tardes, desembarque el miedo y trepe lentamente por su pierna hasta invadirla, hasta sentir cómo una mano quebrada se le posa en el hombro. Esa sensación que se le había llegado a hacer tan familiar, pero que le seguía clavando un punzón helado en las entrañas.

Pensar en su madre, en el pueblo. Pensar en su casa por enésima vez, en su niñez de acuarelas y patos, de lazos en las coletas y comuniones, absurdamente lejos de este miedo irracional de ahora, de este terror a la soledad de la casa y al tejado del ático (un negro tejado de alquitrán) por donde puede llegar en cualquier momento un hombre oscuro y ágil, con manos grandes, nerviosas, tensas; o un grupo de gamberros que buscan dinero y van a encontrarla a ella.

Pensar en la casa de sus abuelos, en todas sus cosas, fascinantes tesoros de hilo y loza, maravillosas tacitas de un ajuar de otros tiempos. Y en esa muñeca increíble, de pelo larguísimo que peinar eternamente, con vestidos envidiables, que la abuela debía de tener guardada en algún sitio y que Marta nunca encontró.

Juraría que ese ruido era el de unas suelas de zapatos o un cuerpo arrastrándose por el tejadillo para finalmente caer sobre la terraza. Lo había escuchado tan claramente, de un modo tan nítido, piensa ahora de pronto, que no le hubiera cabido duda de no ser porque ese mismo sonido, y otros similares, lo ha escuchado muchas veces desde que se vino a vivir con Chema a este piso de ciudad dormitorio; desde que dejó la casa de sus padres, tapizada de sonidos de familia numerosa, y comenzó su vida de ama de casa. Dicen que dos es compañía, pero resulta que cuando sólo está uno es algo distinto, sutil y horrible, que carece de nombre.

Hay que acudir a la rutina para vencer el miedo. Marta friega los platos que ha dejado en la cocina, consiguiendo una tonalidad indefinida hecha de jabón y estridencias, un trajín casero y ritual que le tranquiliza. Coloca los platos uno detrás de otro en el escurridor y lo hace, sin darse cuenta, de modo cada vez más silencioso, hasta que de nuevo se encuentra a sí misma agarrada al último plato, en medio de un escrupuloso silencio. Un latido se reparte por todos sus miembros y un estremecimiento le hace volver la vista hacia la ventana que da a la terraza. Si aquel ruido de antes fuera realmente el de un hombre descolgándose, ese hombre debería estar ahora ahí fuera, mirándola a través de los visillos de esa única ventana, amparado en la penumbra. El maldito silencio de nuevo le había traicionado deslizándose furtivamente detrás de ella.

Es imposible distinguir al intruso desde dentro, de existir, porque afuera está ya oscureciendo. De cualquier modo, Marta permanece inmóvil largo rato, tratando de descubrir algo amenazante en el rectángulo de luz mortecina, esperando quizá que el hombre ganase la puerta que comunica con la cocina, rompiese el vidrio de un puñetazo y entrase. Qué tontería. Pero podría ser, ¿no? Podría estar ahí fuera.

Pasan unos minutos y nadie entra. Ningún ruido permite suponer a nadie deslizándose por la terraza. Poco a poco va emergiendo un sosiego antiguo, repetido, desterrador del pánico. Sin dejar de mirar a la ventana, Marta se acerca al interruptor y apaga la luz de la cocina. Clic. El rectángulo es ahora nítido y preciso enfrente, dejando ver lo que hay afuera como una radiografía.

Nada.

Con resolución heroica, Marta abre la puerta y se asoma. La terraza está desierta a la luz apagada de la tarde. Marta llega hasta el antepecho y, asomándose, mira al tejado. No, allí no hay nadie. Animada por ello, se aventura hasta el último recodo que, junto a la puerta del estudio de Chema, habría podido permitir al asesino de todos los días ocultarse de su vista. Vuelve a la cocina, tiene el pelo helado; este año acaba pronto el otoño. Busca algo en el frigorífico. Pone música, cualquier cosa tranquila.

La música va poco a poco derritiendo el terror, haciendo que Marta repare en la mera existencia de ese miedo, patológico, un pánico que a veces le agarraba las tripas y le obligaba a permanecer horas en una habitación, como si el resto de la casa fuera paulatinamente tomado por las fuerzas del mal, esperando ser descuartizada en el minuto siguiente. Esa parálisis de necio espanto que la aprisionaba cuando Chema salía a trabajar hasta que llegaba de nuevo. Y sobre todo la manía estúpida de que tras cerrar una puerta un hipotético asesino abriría desde el otro lado y la atraparía. Por Dios, era absurdo ese miedo, ya lo sabía, se lo había repetido a sí misma infinitas veces, pero qué alternativa había. El silencio, el maldito y furtivo silencio. Repitiéndose.

Marta mira de nuevo el reloj. Media hora todavía para que Chema llegue: medio siglo. Marta va de nuevo a la cocina, enciende la luz, saca papel de aluminio para envolver unos bocadillos. Y entre el crujido del papel cree oír una vez más un ruido, al fondo del pasillo, en un dormitorio. Muy suave. Muy leve. Es como si hubiera caído a la moqueta el búho de madera de la cómoda. Precisamente ese búho. Inmediatamente imagina el búho caído sobre la moqueta, a oscuras, y una sombra, un ente, algo extraño e impreciso a su lado, quieto, esperando. Desde donde está Marta puede ver el pasillo perderse en la oscuridad del dormitorio, justo al final. En mitad de las sombras queda la puerta del lavabo. En la otra pared, las puertas del dormitorio pequeño y del estudio.

De nuevo un pavor vertiginoso abriéndose paso contra toda explicación lógica. Marta pone toda su atención en tratar de distinguir un segundo ruido, la suela de un zapato, una respiración, un roce de telas, cualquiera de esas cosas. Algo que se viera convertido en evidencia para lanzarse a la puerta de la calle, ahora por suerte cercana. Pero no hay más ruidos. Nadie aparece en el pasillo. Marta aprieta fuerte entre sus dedos el mango de un cuchillo de cocina y ese contacto, lejos de tranquilizarla, le parece una confirmación insoportable de que está asustada. Cómo he cogido este cuchillo, tonta de mí. Si alguien me viera qué iba a pensar. Pero nadie me ve, qué más da, y es sólo por si acaso. Por si acaso.

Sin apartar la mirada del pasillo, Marta concede libertad a su respiración. Suelta el picaporte de la puerta de entrada, que no recuerda haber agarrado, y trata de ordenar el chaparrón de latidos que alarman sus sienes. Marta, vieja, todo está dentro de tu cabeza, no dejes que te aterrorice. No se va a apagar la luz de pronto, ni vas a sentir como alguien tropieza con la puerta mientras se acerca a ti por el pasillo. No te va a cortar el cuello porque ese alguien simplemente no existe. La casa está llena de ruidos. Estas paredes de cartón piedra, ya sabes. Cálmate, Martita. Lleva el cuchillo si quieres, no pasa nada, pero sobreponte. No puedes seguir así toda la vida. Ve a la habitación, comprueba que el búho está en su sitio, que nada se ha caído. Avanza por el pasillo. Bien. Mírate ahí en el espejo del baño para que veas la cara de tonta miedosa que tienes. Qué estúpida que eres, qué te ha pasado para que te conviertas en una paranoica.

Te asusta tu propia expresión en el espejo, ¿verdad? Hazla más dulce; después de todo, no hay peligro. No aceleres la respiración. No temas. Ahora llega a la puerta de tu dormitorio y enciende la luz. Ya. Así, ves, no hay nadie, el búho está en su sitio, fue cualquier otro ruido en la casa del vecino, simplemente lo imaginaste. Revisa el armario si eso te tranquiliza. Mira debajo de la cama. Nadie. Cuándo vas a superar este miedo, cuándo te vas a hacer adulta de verdad. Revisa también el dormitorio pequeño y así te quedas más tranquila. Aún faltan quince minutos para que Chema llegue, pero podemos ir a buscarlo a la salida del metro, así nos da un poco el aire, que buena falta nos hace.

Así que Marta va a peinarse, a darse un poco de brillo a los labios, un poco de color a la cara. Tal que así. Y ahora, a la calle a todo trapo. Sea.

Marta apaga la luz del baño, deja el cuchillo encima de la mesa de la cocina y abre la puerta que da a la escalera. El descansillo está también desierto y tranquilo. Llama al ascensor. Mientras busca las llaves en el bolso, piensa por un momento que el único lugar que no ha revisado es el estudio de Chema, pero qué más da. Ya no merece la pena hacerlo, claro. Marta tira de la puerta hasta cerrar, y a continuación saca la llave para introducirla en la cerradura.

Antes de completar el gesto, la puerta se abre de nuevo.

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