viernes, 8 de febrero de 2008

10.-El sanatorio

La puerta volvió a abrirse, otra vez…

El mero hecho de pensar en el dolor constante al que era sometido una y otra vez me atormentaba y me atenazaba. Cuando la vi entrar con ese aire de superioridad innato que sólo demuestran los que pueden hacerte daño sin opción a represalia alguna, me preparé para lo peor. Tendido en la cama desnudo y esposado, la miré a los ojos, verdes y profundos, dañinos y fríos que me miraban estudiándome, seguramente sopesando cuánto podría aguantar en esa nueva sesión. Yo lo único que quería era morir de una maldita vez. Pero la suerte, a veces, es esquiva. La sanadora Peitor se acercó a mí y puso un nuevo instrumento sobre el pecho. Una nueva herramienta de trabajo. Al sentir el frío acero de lo que parecía una tenaza tensé todos los músculos de mi cuerpo. Ella se regodeó en mi miedo y habló, fue al grano. Su voz, inundó la hermética sala en la que me encontraba:

—Hola señor Jansen, ¿sabe lo que es esto?

— ¿Debería saberlo, no es cierto?

Me di cuenta al instante de mi error. ¿De dónde me llegaría el daño? Siempre pasaba igual en aquel extraño sitio, cuando respondía con insolencia, recibía algún golpe.

Un enorme hombre totalmente vestido de blanco, con una ropa que se asemejaba al plástico se acercó a mí velozmente balanceando una vara de metal… esperé sumiso el inminente castigo. ¿Dónde lo recibiría? El pulcro mastodonte armó el brazo…

¡La rodilla! El dolor se extendió por todo mi cuerpo, un calor insoportable me recorrió de parte a parte y ahogué como pude un gemido entre los dientes. Sentí cómo las pocas fuerzas que me quedaban abandonaban mi cuerpo. La voz de la señorita Peitor llegó a mis oídos distorsionada por el inmenso dolor:

— ¿Está más receptivo ya señor Jansen? Eso espero, tenemos muchas cosas de qué hablar, —se atusó la rubia melena— ya sabe, usted es inteligente y yo tengo poca paciencia, así que vayamos al grano señor Jansen.

Las sanadoras eran mucho peores que sus homónimos masculinos, torturaban y vejaban con saña a los de nuestra condición. Salí de mi estado de shock y asentí dolorosamente antes de que el gorila de la esquina tuviese tiempo de volver a atizarme.

—Eso está mejor señor Jansen. Sabe que su conducta está penada legalmente. Estamos en pleno derecho de torturarle hasta la muerte si es necesario, con el fin de modificar su… orientación por llamarle de algún modo, —hablaba pausadamente, comenzó a juguetear con su pluma, presagio de que no tenía prisa— que no es otra cosa que una desviación de la conducta masculina, un fallo en su mente señor Jansen, un atentado contra la naturaleza. En dos palabras: perversión sexual.

Me miró con dureza. No pude responder, pero moví la cabeza lo justo para hacerme entender. El calambre comenzaba a pasar y no quería empeorar la situación, pero sabía que eso era sólo cuestión de tiempo. Llevaba una semana y media, o quizá un mes dentro de aquel horrible lugar de castigo, no lo supe nunca. Encendían y apagaban las luces erráticamente para mortificarnos, apenas dejaban dormir y nos daban los alimentos necesarios para mantenernos lúcidos, para sobrevivir. También de forma inconexa nos llevaban al “quirófano”, así lo llamábamos nosotros, los futuros reconvertidos. El quirófano era la sala en la que me encontraba en ese momento. El lugar en el que te masacraban hasta “entrar en razón” o hasta matarte si era preciso. Según ellos, era el sitio en el que te sanaban la mente y purificaban el alma. Nosotros no necesitábamos cura alguna. Pero el mundo, hoy por hoy, piensa que sí la requerimos.

Todo esto es producto de las dos grandes guerras de nuestra época. La primera sucedió en el año 2004, salió vencedor Estados Unidos frente a la todopoderosa y próspera Rusia. En 2006 estalló la segunda gran guerra, previsible a todas luces tras la derrota de Rusia. Todo ocurrió a una velocidad extraordinaria; Rusia y China se aliaron en contra de los Estados Unidos para luchar por el control de los recursos en Oriente medio. A estos se les unieron todos los países Árabes más radicales. Y entonces nadie ganó nada. Todos perdimos. Y la humanidad en general perdió a más de la mitad de la población. Los estragos fueron enormes, tanto por las mortíferas armas utilizadas, como por las diferentes enfermedades y pandemias de todo tipo que se propagaron a renglón seguido asolando todo a su paso.

Resulta hasta ridículo pensar, que a partir de ese momento crucial de la historia, nosotros los homosexuales, pasásemos a ser un peligro social, una especie a erradicar… monstruos. Pero así fue. Tal era la demanda de natalidad por parte de los gobiernos que, nos empezaron primero a tratar de persuadir con estúpidos alegatos a la familia modelo (hombre más mujer igual a niños), después a perseguir implacablemente con insultos y desprecios, para finalmente darnos caza y tratar de “enderezar” nuestra libidinosa y alevosa conducta con medios más expeditivos. ¿Por qué? ¿Por ser distintos a los demás? ¿Por creer en la felicidad junto a otro hombre? ¿Por peinarnos con la raya a un lado? ¿Por ir al gimnasio y cuidarnos? ¿Por llevar calcetines de colorines? ¿Por follar un agujero indebido? ¡No! Simplemente porque los nuestros no son capaces de crear vida. Y eso al mundo, según ellos no le interesa lo más mínimo. Así que ahora se ha llegado al punto en el que, o follas con mujeres, o te mandan al quirófano hasta que te entren las ganas. En el peor (o mejor) de los casos, te borran del mapa y asunto resuelto. No entenderé nunca por qué me llaman maricón a mí, cuando el resto del mundo no hace nada más que darse por el culo.

La sanadora Peitor agarró suavemente la tenaza y vio cómo Jansen se revolvía tímidamente. Avanzó hacia él y alzó el tono de voz un poco más:

—Es usted culpable señor Jansen. Es culpable de actuar indebidamente, es culpable de ir contra el progreso; es culpable de no entrar en el modelo de familia establecido por la ley. Es culpable Peter Jansen —la tenaza se cerró en torno a mi dedo meñique— ¡Es culpable! Culpable de no aportar nada a la sociedad, culpable de actos impuros y culpable de promulgar una vida contra natura… ¡CULPABLE!
La tenaza se cerró totalmente.

— ¡Diossssssss! ¡Por favor, por favoooor! ¡Pare!

Grité todo lo que mis pulmones me permitieron, probablemente me desmayé enseguida. Un tiempo después, nunca supe cuánto, desperté aún con la visión nublada y terribles palpitaciones en la mano. Logré enfocar la vista para cerciorarme de que todo estaba en su sitio. Mi voluntad cedió, se rompió.
Sólo pude contar dos dedos en mi mano diestra.

— ¿Por qué me hacen esto? Yo no he matado a nadie, ¡Joder! ¡Yo no fui quién tiró las putas bombas! —grité con rabia, creyendo que nadie me escuchaba.

Pero no era así, detrás de mí esperaban pacientemente el gorila y la sanadora Peitor.

—Señor Jansen, —comenzó a hablar mientras me escrutaba con la mirada de forma provocadora— no son más que formas de entender las cosas. Yo pienso que usted ha matado, de hecho, cada día que transcurre sin intentar la fecundación de una mujer está usted matando, está cerrando las posibilidades a una nueva vida. Y eso no es correcto señor Jansen. Piénselo fríamente, hágase cargo de los asesinatos que comete cada día que pasa, ¿Por qué? Vivimos en un magnífico mundo, le haré un símil: imagine un precioso árbol al que un hacha le ha cortado parte del tronco, si a ese árbol se le cuida y riega de forma calculada y metódica, el árbol volverá a dar sus frutos y a crecer. ¡A hacerse fuerte¡

Lo peor era que estaba convencida de lo que decía. Hablaba con firmeza. Yo no abrí la boca, estaba en total desacuerdo con esa idea. Yo quería vivir en un mundo en el que yo eligiese mi propia opción, tanto familiar como sexual. En el que yo dictase mis normas y en el que yo y sólo yo, canalizase el amor hacia quién yo quisiera sin estar bajo el yugo de las leyes. Cada momento que pasaba pensando en las palabras de la señorita Peitor, más me convencía de que estaban cometiendo un gran error, pero también sabía que había muchos niveles de persuasión. Era la segunda vez que me traían al quirófano. No estaba dispuesto a entrar de nuevo a esa habitación. La mano mutilada me atormentaba, aunque sabía con total seguridad que me habrían inyectado algún analgésico para minimizar el dolor. Le seguiría la corriente, al menos hasta que tuviese alguna salida. La esperanza de una muerte rápida alimentaba mi torturada mente.

—Estoy de acuerdo, soy… soy culpable —dije con un hilo de voz.

La sanadora sonrió, entrelazó las manos y me empezó a mirar con una mezcla de desconfianza y compasión, no estaba segura. Eso era malo, muy malo para mí. De uno de sus bolsillos sacó un mando a distancia en el momento en que el gorila me instalaba un aparato en el cuello. Fue entonces cuando me acordé de la frase de mi compañero de habitación, “¿Aún no te han dado la luz?”. Temblé de pies a cabeza.

—Sabe señor Jansen, creo que no estoy convencida de sus intenciones —y apretó el botón rojo.

Si en ese momento alguien hubiese echado un vistazo a aquélla desoladora habitación, habría visto un cuerpo convulsionarse de forma antinatural, a un hombre grande riendo y a una bella mujer apretando sin tregua un extraño botón mientras intercambiaba miradas obscenas con el hombre grande. Pero nadie lo vería.

Cuando fui capaz de levantarme de nuevo ya me encontraba en mi celda. Estaba sólo. Supuse que se habrían llevado a mi compañero a pasar un mal rato. Entorné la vista y vi una nota donde momentos antes reposaba mi cabeza. Era de Henry, mi compañero de castigos:

Hola Pet:

La vida ha sido muy dura con nosotros, y algunos somos más fuertes que otros para aguantar el dolor y el sufrimiento. Sé que tú eres débil y sé que unos pocos de los nuestros sobrevivirán a esta barbarie sin sentido ni razón, a esta injusta persecución. Más tarde o más pronto acabará esta pesadilla y los que sigamos en pie podremos contar la historia de todos vosotros, los que no terminasteis la carrera, pero eso sólo lo veremos los más fríos y cabales. Esta carta la ha escrito Jonás, el de la celda 13, como bien sabes, desgraciadamente no me quedan dedos con los que agarrar el bolígrafo. Antes de mirar debajo de la almohada destruye esta carta, no quisiera prescindir tan rápido de mi último apéndice sano.

Te quiero

Henry


Sonreí pensando en la última frase de Henry. Rápidamente rompí en pedacitos diminutos la carta y corrí hacia la cama, recé porque fuera lo que imaginaba.

El limpio y redentor acero de una fina cuchilla de afeitar apareció debajo de mi mugrienta almohada.

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