domingo, 3 de febrero de 2008

8.-Abel y Caín

Las oscuras medias de esa mujer no me auguraron nada bueno. Desde el mismo momento que la vi ejecutar un perfecto pase de pecho a un taxi mientras intentaba cruzar la ruidosa calle de Atocha. El día había amanecido gris plomizo y gracias a Dios y a todos los putos santos, yo no había olvidado mi paraguas, lo cual me vino de perlas para resguardarme de la lluvia que comenzó a caer violentamente. La misteriosa chica de infinitas piernas y minúscula falda, tampoco se lo pensó dos veces. Se acercó rápidamente a mí y me preguntó:

—¿Tienes fuego Don Juan?— me dijo al tiempo que me agarró la cintura evitando diestramente el agua y el retrovisor de un Ford fiesta blanco.

Cómo describir con palabras lo que sentí en ese momento. “Era una jodida diosa teñida de bote“, pensé. Me trabé de tal manera que me fue imposible contestar algo comprensible. Descolocado como una Suzuki en un lienzo de Goya vomité algo así como:

—Jla-Jla-claro, —tartamudeé mientras se me caía el mechero de la temblorosa mano— pero no me llamo Juan, —me rehíce— me llamo Abel.

—Vale galán, tú tranqui que soy una chica buena, ayer mismo salí del trullo. Pero he aprendido la lección —empezó a contarme dando después una larga chupada al Marlboro. Luego fue al grano—. Estaría muy guay que me invitaras a una cena para celebrarlo ¿no? Nunca en mi vida he deseado tanto la compañía de alguien.

—Parece que en la cárcel no os enseñan demasiado sobre la prudencia, —le contesté en un alarde de cínica y penosa honestidad. Me pregunté si lo que se me había pegado a la chaqueta era un ángel o un oasis de esos que cuando quieres calmar la sed desaparecen. Deseé con todas mis fuerzas que fuera una combinación de ambas—. No me lo tomes a mal, pero ¡Joder! Normalmente no se me agarran a la cadera pidiéndome que les invite a cenar, ¿No me habrás confundido con Alejandro Sanz?

—Anda tontorrón, más quisiera el medio metro amanerado ese…

—Esto es la Hostia… —no salía de mi asombro, yo era más bien una fotocopia chunga de Rosendo Mercado— así que quieres que te invite a una cena romántica sin conocerme de nada ¿no? —la pregunté abriendo los ojos todo lo que me permitió la resaca de la noche anterior.

—Contigo pan y cebolla Don Juan —me dijo sonriendo.

—¡Pero si acabamos de conocernos princesa! —No daba crédito, cada momento que pasaba estaba más desconcertado, Goya estaba en esos momentos haciendo un caballito con la Suzuki—. ¿No sé ni cómo te llamas?

—Llámame como quieras, —titubeó— cada noche tengo uno diferente —me dijo con un atisbo de tristeza. La piedad me pudo y como buen kamikaze del sexo gratis, acepté la oferta.

—Pues vamos a casa, “como quieras”, pero te anticipo que mi nevera no es Casa Cándido, ¿Qué voy a recibir a cambio? —tenté a la suerte— ¡Ojo! Que también hay buen caldo para acompañar…

—Eso te lo diré cuando pruebe esa deliciosa cena regada del caldo adecuado —dijo agarrándome más fuerte el costado y guiñándome uno de sus profundos y brillantes ojos azules parecidos a enormes bolas de fuego— ¿Qué tienes de postre?

—Porros.

Me sonrió. Yo la miré fijamente a esos ojos que me estaban volviendo loco.

Unos ojos que me bebí, como si fuera el mejor Rioja, y después seguí por su espesa melena rubia platino, su largo cuello, sus delicados hombros y sus sinuosos pech…

—¡Eh, primero la cena espabilado! Sé bueno Don Juan —me soltó al tiempo que me besaba la mejilla, parecíamos colegiales en celo.

—Me llamo…

—Ya, ya lo sé, Abel… ¿Sabes? espero no convertirme en tu Caín —me pellizcó el culo.

Al punto pensé que esta preciosidad era mucha pechuga para tan poco pollo. Incluso se me vino a la mente el Whole lotta love de los Led Zeppelin. Demasiado amor en cinco minutos, “¡Por qué coño no se me ocurría a mí una canción como esa!”. No podía ser real. Pero había que intentarlo ¡Qué coño! Un adicto a la ruleta rusa como yo no iba a dejar pasar ese tren:

—No sería mala sociedad muñeca, igual hasta podríamos invertir en una Promotora, “Abel y Caín, Edenes y Desastres S.A.”, yo les pongo un piso y tú lo derrumbas en un bucle sin fin—ironicé aprovechando la complicidad para agarrarla un poco más fuerte. Me montaría en ese tranvía como fuese. La lluvia seguía martilleando los coches y ¡Hostia!, yo empezaba a vislumbrar una velada para recordar.

Charlamos animadamente durante el trayecto. Yo le conté mi película, mentí bien. Ella elevó la mentira a la categoría de obra maestra. La guié por el laberinto que es el centro de Madrid a las ocho de la tarde. Herida ciudad llena de encantos, atascos, humo, mala leche y de futuros muertos aguardando su fatal destino al pié de un paso de cebra. Cualquier calle del Madrid antiguo te engulle misteriosamente en el concurrido abismo de tascas y baretos, en los que todos los días pugnaba por ocupar una plaza de contertulio con dos esperanzas; la primera: que entre tanto tahúr y colgado me llegase la inspiración. La segunda: que no me echasen a palos por borrachín metomentodo.

No podía perder ni un minuto de tiempo, tenía la sensación de que si soltaba un poco, esa extraña chica simplemente se esfumaría. No todos los días se presentaba una oportunidad de este tipo, cena, cachondeo, sobremesa, posibles caricias, y ¿quién sabe qué más? ¡Y gratis! Para un lobo solitario y detestable compositor como yo, que me gustaba empinar el codo y escuchar a Serrat alcoholizado o colocado (o ambas cosas a la vez) mientras trataba de componer algún tema que me sacase del bache, eran unas perspectivas cojonudas. Nunca imaginé encontrar algo así en las rebajas de Enero. La inspiración, al fin y al cabo, parece que iba a llegar en forma de peligrosa dama.

Llegamos a casa rápido, sin contratiempos. Tan solo escuchamos dos veces ese típico grito de guerra tan arraigado en los Madriles de “¡Al ladrón! ¡Al ladrón!” . Ella se refugiaba en mi paraguas y en mi abrazo. Yo acariciaba fugazmente la felicidad. Cuando llegamos a mi frío y solitario apartamento hice lo que prometí. Lo que pude. Con poco quedó satisfecha. Hasta la radio se confabuló con el momento y nos regaló los oídos con el Romeo and Juliet de los Dire Straits. Más tarde y en este orden, vinieron las inocentes confidencias, las mentiras piadosas (siempre las hay), los juegos de manos, las risas, las copas y los porros. Al segundo canuto estábamos ya preguntándonos qué coño hacíamos aún con la ropa puesta. El azar quiso que saliese cara. Y lo puse todo a doble o nada.

¿Hicimos el amor? Bueno, lo correcto sería decir que yo hice el ridículo y ella puso todo lo demás. El trócolo me había dejado fuera de combate y me costó empezar a funcionar, pero las minuciosas y estudiadas caricias que me brindó mi anónima pareja desafiaron (una vez más) las leyes de la gravedad. El chaparrón se desencadenó de nuevo, poniendo música de fondo a la hazaña. Y así, extasiados por el placer y relajados por el esfuerzo, nos quedamos dormidos en un abrazo que a mí se me antojó incómodo, pero que hubiese prolongado por toda la eternidad. Esa excepcional madrugada, no necesité otro litro de escocés para soñar.

Maldiciendo a Murphy por sus premonitorias frases, el oasis se tornó en un maldito espejismo. Sí, el puto duende del destino empezó mearse encima de mí. Los primeros rayos del día vieron como me desperté intentando abrazar un sueño, deseando ver su cabeza al lado de la mía en la cama. Pero ella ya no estaba. Al igual que el ordenador y el dinero, se habían esfumado. La moneda me mostró cruz al mismo tiempo que mi estado de ánimo era derribado hasta los cimientos. Es curioso que mi infructuoso trabajo como compositor a partir de ese instante diese un giro de 180 grados. Por fin realicé mi particular Whole lotta love en forma de blues sobre corazones rotos. Esa canción, y todas las que vinieron después, en el fondo sólo eran una llamada desesperada, un grito en el desierto de mi soledad que buscaba sin descanso otro encuentro casual con mi musa, con esa maestra hechicera que camufló esa noche una calculadora bajo las bragas.

Pasaron los años, y yo seguí siendo el mismo pirata de siempre. Otros hangares acogieron mi Boeing y mi desidia, muchas otras impúdicas rubias ocuparon su lugar en mi cama… aves de paso. Mi corazón y mi polla se declararon en fase de demolición. Compuse muchas canciones ñoñas y empalagosas, al parecer se llevaba el temita del mierdecilla afeminado de Cupido, pues tuvieron gran éxito entre toda clase de amantes, novios, cornudos y demás víctimas de esa enfermedad llamada amor. Permanecí siempre con un ojo en la guitarra y otro en el cielo. Odiaba los días despejados y mirar el mismo astro me provocaba dolor de cabeza. Siempre en espera de ver caer la lluvia. Ese agua bendita que nos unió en una noche de Enero memorable. Que a la postre hizo de mí un tipo rico y desdichado a partes iguales. Un jodido calavera en infructuosa y constante búsqueda de aquellas medias negras.

Solo componía cuando caía algún chubasco esporádico; esos ratos eran como si la volviese a tener a mi lado y así, con mi guitarra en las manos, el whisky en la mesa y un porro en la boca, trabajaba y soñaba con que algún día uno de mis temas llegase a sus oídos. Y todas y cada una de las noches anhelaba con todas mis fuerzas oír la lluvia repicar en mi podrida alma…

… pero algún día llegará la tempestad que nos una de nuevo... tras la que jamás vendrá la calma.

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