viernes, 1 de febrero de 2008

12.- Sin ella.



El día había amanecido gris plomizo. Salí rápidamente a la calle. Llovía y yo había olvidado mi paraguas. ¿Qué me estaba pasando? ¿Cómo había llegado a aquella situación?

Lanzo un leve y doloroso suspiro, alzo el rostro y dejo que la lluvia corra por mi rostro y se lleve mis lágrimas. Josephine, ¿por qué, por qué? murmuro. Ahora mismo soy una isla en medio del río de gentes que, con sus últimas e inútiles adquisiciones, recorre Gran Vía indiferente a mi dolor, a mi pesar. Apenas puedo dar un paso abrumado por el peso de la pérdida y de la culpa. Si no fuera por mí, ella seguiría a mi lado regalándome con su mirada azul, con su enigmática sonrisa, con su cuerpo de diosa.

Derrotado caigo sobre un banco de la calle Montera y hundo mi cabeza entre las rodillas. La lluvia sigue cayendo de un cielo vestido de luto que llora su ausencia, y azota mi espalda sin clemencia. Unos zapatos baratos asoman ante mis ojos y un círculo protector se dibuja a mi alrededor. Me enderezo y veo a la prostituta que me cubre con su paraguas, veo su rostro extranjero, amable y comprensivo que habla sin palabras diciéndome que entiende mi desolación, la misma que la acompaña desde que abandonara su país para buscar una oportunidad en España.

Un nuevo nudo de congoja me estrangula y amenaza con ahogarme. Ha dejado de llover y aprovecho la tregua para huir corriendo, dejando atrás un inútil “gracias”. Mis pasos me reconducen a nuestra casa, a la de Josephine y mía. Contemplo la fachada del viejo edificio rehabilitado, la maciza puerta de madera del portal y su arco de piedra, únicos vestigios de su anterior vida. Con dedos rígidos y torpes introduzco la llave en la cerradura que, dejando atrás su habitual tozudez para abrir a la primera, me franquea el acceso fácilmente, como si esperara impaciente mi regreso.

Tomo el ascensor, llego a mi piso, abro. Todo me recuerda a ella, cada rincón, cada mueble, cada fotografía. Y todo me lleva al día de ayer.

Como todas las tardes regresé directo del trabajo y como todas las tardes ella me esperaba, paciente y sonriente, sentada en el sofá de piel. Le hablé de mis cosas, del trabajo, del estúpido de Eduardo, mi compañero de trabajo, y de mil tonterías más sin que ella perdiera su sonrisa complaciente. Cenamos a la luz de las velas y el fulgor de las llamas se reflejaba en el zafiro de su mirada. Y entonces supe que la amaba como nunca antes he amado a otra. Y supe lo que tenía que hacer. Le dije que tenía una sorpresa y que aguardara unos minutos. Después, la tomé de la mano y la llevé a nuestro cuarto de baño. El aroma de las sales de rosas, sus favoritas, y las velas encendidas habían creado un ambiente mágico. Una botella de champán reposaba en la cubitera a los pies de la bañera junto a dos estilizadas copas de cristal. La miré y sus ojos me hicieron mil promesas que sólo su cuerpo podía cumplir. La besé apasionadamente para luego desnudarla lenta, muy lentamente, como a ella le gustaba. La blusa de seda, el sujetador de Woman´secret, la falda de Escada, sus braguitas cayeron al suelo, desordenadas, alrededor de su figura. Estaba más hermosa que nunca y su boca entreabierta azuzó mi deseo. Me desnudé rápidamente, sin gracia, y nos metimos en la bañera. Hicimos el amor como nunca antes y en el reposo y placer que nos proporcionó la serotonina, ella apoyó su espalda contra mi pecho. Con mi mano izquierda acaricié lánguidamente su cabellera roja, su cuello, sus senos mientras el brazo derecho colgaba de la bañera y rozaba la toalla que allí había dejado. Mis dedos tocaron el frío metal del cuchillo de cocina buscando la negra empuñadura. Fue rápido. Sé que no sufrió cuando el filo atravesó su garganta. Ni un sonido, ni un grito. Sólo el ignominioso sonido de algo gaseoso escapando a través de un orificio de su cuerpo. Me sequé y, desnudo, descuarticé a Josephine. Sus restos acabaron en una bolsa en el maletero de mi coche. Conduje durante tres horas hasta un vertedero y allí arrojé sus restos. Cuando regresé había amanecido. El día era gris plomizo y llovía.

Son las siete y media de la tarde. El remordimiento me atenaza, me siento mal. Sólo conozco una persona a la que acudir, Richard. Tiene una pequeña tienda en la calle Fuencarral, cerca de aquí. Cinco minutos más tarde cruzo la puerta de su local. Está atendiendo a un tipo con una pinta innoble y parece que va a tener para un buen rato, por lo que quizá lo más sensato sea volver más tarde. Pero una señal suya indicándome que espere me hace cambiar de idea. Estoy mirando la mercancía de las estanterías cunado una mano se apoya en mi hombro. Es Richard.

- Dame unos segundos y cierro. Ya he trabajado bastante por hoy.

Es lo bueno de trabajar por cuenta propia, marcas tus propios horarios.

- Y bien, ¿qué me cuentas? Hace tiempo que no te pasas por aquí. Si no me equivoco desde que te presenté a Josephine ¿no?, y de eso hace ya unos seis meses. Nunca otra te ha durado tanto, ¿eh?
- Sí, bueno, el caso es que… - balbuceo.
- Joder, no me digas que lo has vuelto a hacer. ¿Cuántas van ya? ¿Tres, cuatro?
- No podía ser de otra forma, Richard. Ayer sentí que cruzaba el umbral. Supe que ya no la controlaría, que ella podría hacer de mí lo que quisiera porque ayer… supe que la amaba. Y sólo tú eres capaz de comprenderlo. Por eso estoy aquí. Porque necesitaba decírselo a alguien, porque necesito que me ayudes.
- Vale, tranquilo, has hecho bien viniendo aquí. Tengo justo lo que te hace falta. Acompáñame.

Lo sigo hasta la trastienda y lo veo inclinarse. Abre una gran caja de cartón y en medio de una cascada de bolitas blancas de poliuretano saca algo y me lo tiende.

- Aquí la tienes. Se llama Mónica. Lo último en el mercado, pelo suelto rubio, boca ultrasuave, piel, pechos con pezones, manos y pies asombrosamente reales, brazos movibles, vagina y ano con un pequeño motor. Es la polla esta muñeca. Y además incluye lubricante, polvos de talco, un kit reparador y pilas. Y sólo por 400 euros. Te lo digo, un chollo. Pero a ver si esta te dura más.

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