viernes, 1 de febrero de 2008

11.-Una confesión en La iglesia

-En aquel momento comprendimos que, para lo que necesitábamos hacer, teníamos que deshacernos del Inglés- dijo el hombre de la cicatriz, mientras apuraba otra cerveza. De todo esto ahora hace mucho tiempo. En aquel entonces, todavía no sabía su nombre. De hecho, recién lo había conocido hacía poco más de una hora. Yo llevaba el caso del asesinato de un marinero desconocido. El asesinato había levantado bastante revuelo en nuestra pequeña ciudad, por el misterio que supuso la identidad desconocida del cadáver, y por la violencia descarnada a la que tan poco acostumbrados estamos aquí. El cadáver había sido despellejado y destripado, con un vigoroso corte en canal que empezaba en el pecho y terminaba en el pubis. A pesar de que el caso había sido el principal tema durante un par de días en la prensa local y de que incluso había merecido alguna breve reseña en la nacional, nadie había reclamado el cuerpo, y ya habíamos perdido la esperanza de que tal cosa sucediera. Durante el entierro en la fosa común, y ante nuestra sorpresa, apareció un desconocido al que una torva cicatriz le cruzaba la cara. El extranjero se acercó al cuerpo, lo examinó, pareció reconocerlo sin sorpresa y tal vez sin terror, y, luego, nos miró y se acercó a nosotros.
-¿Quién de ustedes está a cargo de este caso?- preguntó. Yo avancé hacia él. – Acompáñeme. Tengo una última historia que contar.
Me condujo con decisión a través de las callejuelas que llevan de las afueras del pueblo a la zona portuaria, y, allí, entramos en un tugurio conocido, no sin cierta perversidad o ironía, como La Iglesia. A pesar de que el local estaba prácticamente vacío, el hombre de la cicatriz insistió en ocupar el rincón más alejado, bajo una de las sucias vidrieras que daban pie al sobrenombre del bar. La mesa quedaba extrañamente iluminada por la luz de colores pálidos de la vidriera. Las jarras de cerveza parecían refulgir con un brillo dorado, y la cicatriz que surcaba su rostro desde la sien hasta el mentón cobró un raro relieve, como un ajado y rencoroso desfiladero blanquecino.
-Esta es la historia que le prometí. Faenábamos en el norte, en aguas prohibidas para un buque pesquero como el nuestro, ya que carecíamos de permiso. Sin embargo, el tiempo era bueno, y la pesca también, lo que creaba entre los tripulantes un ambiente distendido bastante distinto de la habitual tensión que suele acompañar a estas expediciones. De vez, en cuando, abandonábamos el barco para cazar focas sobre el hielo o la nieve. Nos divertía hacerlo, y luego cocinábamos su carne, lo que suponía un lujo en nuestra rutinaria dieta a base de pescado o conservas. Fue durante las cacerías cuando empezamos a fijarnos en el hombre al que todos llamaban El inglés. Nunca habíamos visto un cazador tan resuelto y despiadado. Uno de nuestros hombres fue atacado durante una de las cacerías por un oso polar. El inglés, ya sin munición, había forcejeado con el animal y lo había degollado antes de que el oso pudiera matar al otro marinero, que, no obstante, perdió una mano en la trifulca. El inglés también fue herido, pero se repuso enseguida y las marcas no parecieron importarle. Con su propio cuchillo, él mismo despellejó y destripó al animal y lo ofreció a los cocineros para la cena. Desde aquel momento, El inglés se convirtió en el hombre más respetado y admirado del buque, lo que no pareció afectarle; despreció cualquier honor y, con su carácter introvertido e irascible, mantuvo la distancia que había caracterizado desde el principio su relación con el resto de la tripulación. Un par de días después, el tiempo empeoró de forma brusca. La tormenta nos cogió desprevenidos y tuvimos que cambiar nuestra ruta. Debido a la ilegalidad de nuestro viaje, el capitán desoyó nuestros ruegos para dar aviso por radio. Cuando se convenció de la necesidad de hacerlo, ya era demasiado tarde: las comunicaciones funcionaban esporádicamente y nunca supimos si nuestro SOS sería recibido. De todos modos, ninguna embarcación iba a poder acercarse a nosotros mientras durara el mal tiempo. Para resguardarnos, tratamos de dirigirnos a unos islotes que no aparecían en los mapas de navegación pero de los que debíamos de estar muy cerca, según dijeron algunos marineros que conocían bien la zona. Se trataba de tres islotes conocidos como las islas de la guitarra –antes de que le pudiera preguntar por qué, el hombre de la cicatriz dibujó sobre una servilleta la forma de las islas:




-La gente no solía acercarse a ellas por las fuertes corrientes que las rodeaban, pero con el buque dañado y aquella tormenta, no teníamos otra alternativa. Nuestro barco nunca consiguió alcanzarlas y naufragó a un par o tres de millas. En medio del temporal, las barcas de salvamento resultaron insuficientes para cubrir esa distancia. Únicamente la nuestra alcanzó la orilla, gracias a una corriente que nos arrastró y a la pericia del Inglés, uno de los 5 tripulantes del bote. Abandonamos el agua helada y caímos exhaustos sobre la nieve, dispuestos a una muerte segura. Sin embargo, a escasos metros de la orilla nos pareció ver una edificación. A pesar del cansancio y el frío, logramos llegar a ella. No parecía haber nadie. Encontramos ropa, algo de comida y unas camas. Después de cambiarnos las ropas mojadas, el agotamiento nos venció. Despertamos unas horas más tarde. La tormenta había remitido. El más joven de los cinco, uno de los cocineros del buque, enfermo o agotado a causa del esfuerzo de los últimos días, murió unas horas más tarde. La situación para nosotros cuatro no era mucho mejor; aquel complejo parecía una base científica abandonada. Persistían en los desolados armarios algunos libros inútiles, unas pocas latas de comida en conserva, un equipo de radio que no funcionaba, y un botiquín que aprovechamos para tratar las heridas del Inglés y para renovar las vendas del marinero manco al que El inglés salvó del oso. Esperamos largos días y largas noches a que llegara algún equipo de rescate, pero nada sucedía. La comida se terminaba. Tratamos de construir algún arma rudimentaria o alguna caña de pescar, sin éxito. Sólo el cuchillo y la habilidad de El inglés nos procuraba algún alimento. Una mañana, mientras El inglés se quedó en la base, los otros tres aprovechamos la marea baja para explorar el islote adyacente. Allí, ante nuestro asombro, encontramos, resguardado en una caverna al borde del mar, un improvisado muelle con una pequeña embarcación a motor. Con entusiasmo comprobamos que funcionaba y descubrimos unas pocas reservas de combustible y alimento; con desolación comprendimos que los cuatro no podríamos emprender el viaje con tan escaso alimento y en una embarcación de aquel tamaño. Y en aquel momento comprendimos que, para lo que necesitábamos hacer, teníamos que deshacernos del Inglés.- el hombre de la cicatriz hizo una pausa para beber un trago de cerveza. Se pasó la mano por la cicatriz y yo aparté la mirada. Entonces prosiguió.
-Sabíamos que El inglés era violento, fuerte y resuelto, un superviviente nato, y no toleraría una discusión sobre quién se quedaba en tierra; nuestra cobardía y nuestra desesperación se escudaron en ese razonamiento, pero eso no mitiga nuestra infamia. Probablemente cualquiera de los tres habría preferido que El inglés fuera uno de sus compañeros de viaje. Pero ninguno quiso arriesgarse a ser considerado por él el menos apto para el viaje. De modo que decidimos zarpar inmediatamente y abandonamos al Inglés en la isla. Después de unas semanas, exhaustos, incrédulos, felices, alcanzamos tierra conocida. Unos días más tarde, supimos que la señal de SOS que nuestro buque emitió antes de naufragar había sido recibida y que los equipos de rescate habían acudido. No tuvieron en cuenta que para huir de la tormenta nos habíamos desviado de nuestra ruta, y eso entorpeció su búsqueda. Pero, finalmente, rescataron al que creyeron el único superviviente de nuestra embarcación. Sobrevivir al naufragio no le sirvió para evitar ser juzgado y encarcelado por formar parte de una expedición ilegal. Por lo que respecta a nosotros, nos separamos. No volví a saber del Inglés ni de mis compañeros hasta hace un par de semanas. La despiadada fotografía de un hombre manco rencorosamente asesinado ilustraba la portada de un periódico en una ciudad del sur en la que me encontraba de paso. En la descripción del crimen reconocí la violencia y la resolución que tanto agradecimos y tanto temimos en El inglés. Hace unos días, leí en otro periódico sobre un crimen similar, el que ha investigado usted. Esta vez no había fotografía, y para eso he venido, para cerciorarme de que la víctima era mi segundo compañero. –el hombre de la cicatriz se detuvo y asintió con la cabeza a mi obvia pregunta. Le ofrecí unas vanas palabras de ánimo. Le ofrecí también mi protección, o la protección del pequeño cuerpo policial de nuestro pueblo. Rehusó ambas cosas con una mueca de desagrado. Finalmente, sin demasiada esperanza, le pedí que me diera más datos sobre El inglés, y observé que tal vez podríamos detenerlo antes de que llegara hasta él.
-Usted no ha comprendido nada. No le he contado mi historia para recibir su compasión. El tercer traidor debe morir, como los otros dos. Le he contado los motivos; yo ya los he comprendido y esperaba que usted también lo hiciera.
El hombre de la cicatriz se levantó, pagó las cervezas en la barra y abandonó La Iglesia. En los días siguientes revisé febrilmente la prensa y los informes policiales a los que tenía acceso en busca de, en el mejor de los casos, alguna noticia sobre el paradero del hombre que conocía como El Inglés, o, en el peor de los casos, sobre un tercer crimen similar a los dos anteriores. Finalmente fue el peor de los casos: dos semanas después de la conversación con el hombre de la cicatriz, en un pueblo pesquero de la costa este del país apareció un tercer cadáver, también despellejado y abierto en canal. No había ya nada que hacer y, sin embargo, sentí que debía ir. Llegué justamente el día del entierro, también en la fosa común. Me esperaban el sepulturero y el comisario local, al que había advertido de mi llegada. Pensé que aquella escena presentaba una casi obscena simetría respecto a la del hombre de la cicatriz hacía unos días en nuestro cementerio. Me acerqué al cadáver y lo observé; sin sorpresa pero con algo de terror. El cuerpo deforme y carnoso era igual de irreconocible que el que habíamos enterrado nosotros y que, imagino, el del marinero manco también enterrado en un pueblo del sur. Traté de imaginar el rostro del hombre de la cicatriz sobre las sombras despellejadas. Traté de sentir algo más que una oscura e inasible desolación.
Todo eso fue hace mucho tiempo. Me cansé de la sórdida infelicidad de la comisaría de provincias y la cambié por otra forma de infelicidad, no menos sórdida, en la capital. Podría reflexionar sobre el destino, pero los años y el cansancio me han descreído, y prefiero imaginar que ha sido el azar el que me ha hecho comprender hoy. Hubo un tumulto en una taberna en los barrios bajos de la ciudad. Los testimonios son confusos; un comentario inadecuado, o un borracho que se mofa de otro, unos cuchillos que brillan, una pelea desigual, alguien que llama a la policía, un cuerpo ajado que no responde como antes, un cadáver. Cuando llegamos la mayoría de clientes habían huido y los pocos que quedaron no sabían o no querían decir nada. Sólo teníamos el cadáver, ferozmente apuñalado, en el suelo, junto a la barra. A pesar de la erosión de los años y de mi memoria, lo reconocí de inmediato. La cicatriz blanquecina recorría su rostro arrugado y seco con la misma crueldad que aquella otra tarde en el cementerio y en La Iglesia. Rebuscando en su abrigo encontramos sus documentos. El hombre de la cicatriz no sería enterrado en la fosa común. Su nombre era John Fergus Kilpatrick. Irónicamente, no era inglés, sino irlandés.

No hay comentarios: