domingo, 3 de febrero de 2008

11.-El fin

El 12 de agosto de 2005 se acabó el mundo. Al menos, se acabó para mí. Permitidme que me presente. Me llamo Alejandro, y la gente me llama Ale. Soy, o era, un tío normal, del montón. Me gusta (me gustaba, perdón de nuevo) la tele, la música, salir con amigos… Vamos, como tantos y tantos Ales en el mundo.

Y así comenzaba un verano como tantos otros había vivido. La familia en coche a la playa en dirección al sol, la siesta y la diversión nocturna.

Yo viajaba de pasajero izquierdo en el coche Nº2 de la procesión vacacional de los Monterde (ese es mi apellido, por cierto), con mi tío Alfonso al volante, mi primo de copiloto y mi novia sentada a mi lado.

Me gustaría poder decir que lo vi venir, que presencié la fatalidad abalanzarse como una fiera sobre mi persona, pero no fue así. Me encontraba medio sobado, mirando el monótono paisaje por la ventanilla, con una mano sobre el muslo de Ana (mi novia) cuando sucedió. Apenas un destello rojo que entra en mi campo visual y se va todo a tomar por culo. Una décima de segundo en la que sentí que me deformaba como si fuera un muñeco de plastilina, y luego nada.

Mi primer recuerdo consciente fue el de despertar en la oscuridad pensando “vaya sueño”. Lo siguiente que sabía era que por más que abriera y cerrara los ojos en un frenético parpadeo no conseguía abandonar las tinieblas en las que me encontraba. Intenté levantarme, solo para darme cuenta de que me hallaba atado a una especie de cama y era incapaz de mover ni una parte de la cabeza por encima de mis hombros.

El pánico se adueñó de mí y empecé a gritar. A intentarlo, más bien, ya que de mi garganta no surgió más que un ronco mugido, indicio de no haber usado mi voz en bastante tiempo. Me detuve, cuando noté el contacto en mi cabeza de las manos de mi madre y oí su voz lagrimosa.

Resumiré, para no agobiar al lector con los llantos y plañidos de mi familia. No me encontraba secuestrado en un zulo, sino en una cama de hospital. Al parecer, un conductor borracho había embestido lateralmente al coche en el que viajaba, empotrándose precisamente en mi asiento. Los demás pasajeros solo padecían alguna fractura de poca importancia, pero el premio gordo me lo había llevado yo.

Había sufrido una lesión grave en la médula espinal, a nivel del cuello, y a consecuencia de ello sufría una parálisis en toda la zona inferior a la cabeza y los hombros. “¿Como en Mar Adentro?” fue lo primero que atiné a decir, dada mi confusión inicial. Por si fuera poco, trozos de hierro y cristal me habían desfigurado el rostro y dejado ciego.

Y así fue como terminó el mundo, tal y como yo lo conocía. Pero claro, mi vida, al igual que la de la Tierra, no acabará volatilizándose en una rápida y espectacular explosión, sino desmoronándose y apagándose poco a poco, extinguiéndose todo destello de vida hasta dejar una superficie limpia como el hueso.

Me trasladaron de vuelta a mi piso y me asignaron una desapasionada enfermera que cuidaba de mí como quien da de comer a los peces. Así , mientras me convulsionaba en un carrusel de emociones que comprendía la negación, desesperación, melancolía, aceptación y vuelta a empezar, fui testigo (de cuerpo presente) de la procesión de todos mis familiares y amigos frente a mi cama. Llegaban, lloraban, me daban palabras de ánimo o bien se quedaban sin habla… Imagino que me apretaban la mano en muestra de apoyo, no sé si a sabiendas de que lo mismo me daba que apretaran la pata de la cama… Y se iban, y yo permanecía donde me encontraron.

Ana, mi novia, venía a visitarme con cierta regularidad. Solo se había fracturado un dedo de la mano en el accidente (el corazón) y le dieron el alta el mismo día. Me solía hacer compañía. Al principio se sentía culpable por su bienestar en comparación a como había quedado yo, pero el estado de ánimo solo le duró una semana.

Al mes y medio sus visitas cada vez se distanciaban más y su actitud era más ausente. A los dos meses, el ruido de bolsas de plástico que acompañaba cada visita suya me reveló que si seguía pasándose a verme era porque le cogía de camino a la hora de hacer la compra.

Finalmente, un sábado por la mañana a finales de octubre se presentó en la habitación con otro hombre. Él se quedó en la puerta y no habló en ningún momento, pero lo delataba el sonido del suave y sin embargo impaciente roce de zapatillas deportivas contra las baldosas del suelo.

Ella lloró (imagino que apoyada sobre mi pecho, cualquiera sabe) y me soltó una parrafada de la cual solo escuché la mitad sobre lo mucho que me quería, lo muchísimo que lo sentía, pero lo imposible de seguir con esta relación, que no podía seguir torturándose, necesitaba vivir y tal y cual. Yo, con voz patriarcal, le dije que no se preocupara, que se marchara en paz. Si hubiera podido mover las manos hubiera hecho el gesto de la bendición, aunque no creo que ella apreciara el sarcasmo. Los oí marcharse, seguramente cogidos de la mano.

Y a finales de noviembre ya me encontraba absolutamente solo. Estaban mis padres, por supuesto, pero somos una familia numerosa, tengo dos hermanos que van todavía a la escuela primaria y una hermana mayor en la universidad. Entre el trabajo y llevar la casa adelante los pobres no tienen tiempo para una vida propia, menos aun dedicarla a visitarme. Redujeron las visitas a una a la semana, y normalmente interrumpida por la llamada al deber paterno o conyugal. Yo les aseguraba que no me importaba. No engañaba a nadie.

Pasaron los meses, y parecía que aquel iba a ser mi destino, languidecer en aquella cama olvidada en la más absoluta de las tinieblas hasta que la soledad acabase con mi cordura o la bruja que me cuidaba me tirara a la basura sin darse cuenta al hacer la cama, dado el lamentable aspecto de despojo que debía tener. En lugar de eso, llegó Ella…

Su nombre, Milagros. En un día, mi vida pasó de estar totalmente vacía a estar llena de Milagros. Enfermera recién salida de la facultad, la acababan de asignar para relevar a la bruja del turno de noche, y justo a tiempo, por lo que a mí respectaba.

Conectamos enseguida. Era cariñosa, atenta y alegre. Bromeaba conmigo mientras me daba la cena, me contaba chismorreos de la facultad. Me traía libros y me los leía. No pude remediarlo, me enamoré. Dormía por las tardes para poder aguantar despierto toda la noche y no perder un minuto de su compañía. Me convertí en un vampiro tetrapléjico por ella.

Y ella me correspondía. Más allá de la piedad, me ofreció un amor que distinto de la típica atracción física. Llegamos a un punto de compenetración y comprensión mutua total. Y ayer, finalmente, en la tranquilidad de las horas que preceden al amanecer, le susurré al oído la Proposición. Y ella susurró “Si, quiero”. Me hizo el hombre más feliz del mundo.

Y aquí dejo de escribir, o mejor dicho, de dictar. Hoy es 12 de Agosto de 2006, se cumple un año del fatídico día que cambió mi vida. Es justo que hoy mi vida vuelva a cambiar, esta vez para bien. Milagros tiene preparada la inyección de morfina que acabará con mi vida sin dolor, consumando así nuestro amor para siempre.
Hoy se acaba el mundo, tal y como lo conozco. Y me siento bien.

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