miércoles, 20 de febrero de 2008

2.-Las apasionantes aventuras del histrión al que no se le permitía actuar

Una vez elegido el título de esta historia, me es imposible dejar de sentirme culpable por engañar al lector. El título es un producto desafortunado del casamiento de sustancias alucinógenas y géneros musicales que bien podrían ser calificados como ruido. Para que el mordaz votante, que ya sufre de diversos trastornos por dedicar tiempo a esta falacia, no conserve ese resentimiento le aclararé que el término “apasionantes aventuras” no es correcto, ya que, en caso de que esta historia encajara en la definición de aventura (que ya advertirán al finalizar el relato que no hay nada mas lejos de la realidad), solo sería una, ya que las normas impuestas por el tirano limitan la extensión del relato.

Después de este burdo intento de resarcirme, voy a proceder a relatar la historia de un ser que es amigo de un amigo que es amigo de un hermano del abuelo de un miembro de mi club de póquer (el orden puede variar, ya conocen este tipo de historias.)

Como mi ambición es leer esta historia ante multitudes conformistas, y dado que no tengo la voz cálida de un narrador, prefiero sumergirme en la compleja mente del protagonista, y así sentir de forma más directa sus frustraciones y sus sueños húmedos.

. . .

Las 8:30. Un día como otro cualquiera. Me levanto de mi reposador y lo envío rápidamente a las calderas, esperando que el próximo consumible de descanso sea más confortable. Me sirvo un vaso de agua, y mientras decido que esencia escoger, el cruel espejo que esconde mis perversiones (un pequeño orificio que conecta con la ducha de mi atractiva y extravagante vecina) me hace verme como lo que soy, un producto fallido del sistema educativo.

Si, soy un maleable y pusilánime objeto llamado Johnny Dea. Y para que nos vamos a engañar, mi nombre siempre me ha supuesto una carga. Compadezco a todos aquellos a los que la fonética les haya jugado malas pasadas: Gorka Bezón, Dolores Croto, y mil ejemplos más, que hace que deje de admirar la figura de los padres por dotarles de esa humillación de por vida.

Quizás todo ese compendio de frustraciones se agrave con el hecho de que siempre me he considerado alguien con extrema lucidez. Puede que peque de soberbia, pero estoy plenamente convencido de que mi captación de realidades y su deducción están a la altura de grandes pensadores de la antigüedad como Habermas o Boris Izaguirre.

Por eso no alcanzo a comprender como me hallo recluido en este complejo de viviendas de tan bajo nivel. Es cierto que no soy el mayor experto en dialéctica, pero nunca me he sentido seguro en un entorno social, ya que no se me permite la expresión abierta, y cuando se me cede el turno no puedo evitar balbucear y poner muecas extrañas, me vence la obsesión por alcanzar unas expectativas inexistentes, cosa que no me debería importar, porque lo que prima en estos tiempos son las charlas insustanciales, donde el socorrido salvoconducto para evitar el silencio es el último biofilm de la vida de Mahoma segundo o el holograma sintético de la chica del mes.

Pero he de interrumpir mi actividad lúdica favorita (lamentarme, por si quedaba algún resquicio de duda) para ganarme mi Paquete esencial diario. Las cápsulas proteicas nocturnas es lo único que aporta a mi vida un poco de reconforte.

Salgo de mi apartamento y bajo las escaleras, ignorando a todos los que me saludan, agachando la cabeza, haciendo uso de mi técnica especial “El sueco”, que he ido perfeccionando con los años, con la adición de emisores musicales envolventes o incluso utilizando el impulsor automático, aunque no estuviera cansado.

Una vez abajo, hallándome satisfecho de mi táctica evasiva, veo que en el monitor publicitario hay un anuncio que atrae mi atención. Entre todo ese mar de anuncios de contactos, objetos para la estimulación sexual y métodos poco creíbles para que tus créditos monetarios se inflen, encuentro un mensaje para mi persona, algo que tan sólo puedo percibir yo, ya que con cualquier otro tipo de retina ocular ese anuncio se hallaría en un punto muerto del campo visual.

Lo escojo en el monitor y un cúmulo de sensaciones hace que cada una de las partes de mi cuerpo se excite y se altere. Esos colores, que parecen la perfecta fusión entre la extravagancia y la armonía, el hilo musical, que poseen una carga rítmica contundente pero que te envuelve y libera las tensiones. Una paradoja que seduce y que atrapa. Y lo mejor de todo es el contenido revelador, un canto dispuesto a calmar mis frustraciones.

Una residencia dónde recibiré el traro que merecen “personas de su nivel”. Al fin el reconocimiento que me merezco. Aulas de estimulación sensible, programas de mejora inductiva y deductiva y todas las necesidades cubiertas. Apunto las coordenadas en mi muñequera y salgo raudo al transportador.

En apenas dos segundos me veo traspasar en mi forma etérea el distrito subterráneo, pero esta vez no me asquean esos pícaros que exigen a los ingenuos un puñado de créditos por traspasar un corredor público, ni tampoco me apenan los sollozos de una madre cuando observa como su recién nacido está siendo devorado por unos muertos de hambre, caníbales por obligación. Estoy aislado de la crueldad del mundo, soy inmune a la sensibilidad y a los actos que nos convierten en animales. Soy feliz.

Una vez materializado, me encuentro en un hall muy espacioso, en el que cada pieza del mobiliario parece darte una calurosa bienvenida. Inmediatamente después de mi asentamiento en tierra firme me recibe una agradable (y atractiva) señorita, que sin duda juega con su traje escotado. Me saluda, pero de mi boca solo sale un extraño sonido gutural. A pesar de eso, ella con extrema amabilidad me agarra de la mano, de la misma forma que una pareja de jóvenes enamorados, con una calidez perturbadora, hipnótica, pero estimulante, aunque sospecho que todo esto sucede por mi condición de hombre, y mis hormonas juegan un papel tremendamente coercitivo.

Embadurnado por ese ambiente que destilan sus pasillos y el agradable tacto de la señorita, me conducen hacia lo que parece un despacho, en el que supongo que tendrá lugar la primera toma de contacto. Ya noto la tensión, pero el hecho de saber que por fin podré demostrar lo que soy me reconforta.

Intento despedirme de mi amable acompañante, pero ella me calla con un beso en la mejilla y se marcha. En ese momento mi mente queda inundada por multitud de perversiones y perspectivas de lo que se puede llamar “una buena noche”.

Me doy la vuelta y veo que un individuo de mediana edad me mira de forma alegre, y me invita a reposar en la placa gravitatoria. Me inquieta la forma que me tratan todos. No logro evitar pensar que todos están actuando, que todo forma parte de algún tipo de estrategia comercial, pero en el anuncio se recalcaba con especial interés que no tendría que desembolsar ni un solo crédito.

El amable empleado comienza a enumerar cada una de las instalaciones del centro, de forma pausada y realizando incisos completamente innecesarios. ¿Quién podría imaginar que dormiría en un dormitorio? No creo que nadie se atreviera a aventurarse de tal manera.

Con la explicación del uso de las instalaciones deportivas, termina su discurso, y me invita a que le dé mi opinión. El gran momento. Me noto nervioso, pero con la suficiente autonomía y control de mi mismo como para pasar la prueba. Pero inexplicablemente me siento incapaz de expresarme, ni tan siquiera una palabra. Noto como mi saliva escapa por la comisura de mis labios y se desliza hacia la barbilla. Tan solo me oigo emitiendo sonidos secos y grotescos.

Pero afortunadamente se me concede el privilegio de la misericordia, a modo de sonrisa y de un “no se preocupe, aquí le comprendemos”. Me ayuda a levantarme y me acompaña junto a la agradable mujer del escote (triste forma de identificar a una persona). La aparta un momento para decirle algo, y puedo oír como le da instrucciones para llevarme a la sección “Grado A”. Supongo que según las capacidades del individuo este se alojará en una determinada sección.

Caminando por los adornados, aunque carentes de ajetreo humano, corredores, puedo observar los diferentes sitios que se me habían citado anteriormente. La sala de biofilms, el recinto sensorial potenciado, el aula de arte… Hasta llegar una gran puerta blanca, un blanco que parece contener una realidad infinita. Un blanco que dejo de parecerme consolador cuando me reveló una triste verdad. Un mazazo a toda la ilusión acumulada durante el día, y un poderoso aliado de mis frustraciones.

“Grado A: Discapacitados mentales”

¿Es esto lo que soy?¿O es esto lo que manifiesto al mundo?

Es igual, las dos opciones me asquean.

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