lunes, 4 de febrero de 2008

FdC.-La decisión -Las palabras de dentro-

Parte 1ª: Dentro de la burbuja - Fantasía -

Yo no nací ahí, en la burbuja. Nací como tú, de un papá y una mamá, y la verdad es que no sé, no sé por qué nuestras vidas fueron tan distintas siendo como somos, a primera vista, tan parecidos. Es algo que se me escapa totalmente y no puedo ni imaginármelo. Es tan poco lo que sé. Los primeros años de mi vida son tan oscuros, están tan difusos en el tiempo, que apenas recuerdo nada. Quizás simplemente no haya nada que recordar. Puede parecerte raro, pero he olvidado a mis padres y a mi familia, la casa donde vivíamos y la ciudad donde nací, a los compañeros de clase y los años de colegio. Ni siquiera estoy seguro de que hayan existido alguna vez. Yo por aquel entonces no vivía aquí, en este mundo. Vivía en otro lugar, fuera, muy lejos. La primera vez que lo vi fue en un sueño. Bueno, creo que fue un sueño, aunque no podría jurarlo. Estaba al aire libre, en un paraje seco, muerto, que se extendía infinito hacia cualquier lado que mirara. Avanzaba por él como preso de un trance, sin sentido ni dirección. Simplemente avanzaba. Hacía frío, mucho más frío del que tú hayas podido sentir jamás; y es así porque no era un frío que viniera de fuera, como el que tú conoces, sino que venía de dentro, de uno mismo, y créeme: no hay frío más espantoso que ése. Cada paso era un suplicio, pero no quería pararme porque tenía miedo de que al hacerlo, aunque sólo fuera por un segundo, no pudiera ya volver a moverme más.

Pasaron doscientos años, o quizás un poco más, pero nunca dejé de andar. Tuve ese sueño muchas veces, hasta que llegó un momento en el que ya no supe si mi vida era la que vivía dentro de mi sueño o la que vivía fuera de él. De hecho ya no estaba seguro de que el sueño fuera un sueño ni de que la realidad no fuera en verdad un sueño. Pero yo seguía avanzando en aquel mundo vacío porque sabía, estaba seguro, que tarde o temprano encontraría algo. Y así fue.

Lo vi en el horizonte cuando sólo era un punto minúsculo, pero mi alegría no tuvo límites en ese momento. Ansioso y alegre, fui corriendo hacia aquel lugar escondido en lo más profundo de ese paraje frío y muerto que habitaba en mi interior. Estaba aún muy lejos pero yo casi volaba, y poco después me encontré, cansado y sin resuello, justo enfrente. Mis ojos hambrientos miraron aquella cosa extraordinaria mientras yo intentaba recuperar el aliento. Mi corazón latía muy fuerte y yo no sabía si era debido a la carrera o al descubrimiento que acababa de hacer.

No es fácil explicar cómo era esa cosa. Parecía una especie de pompa de jabón o, quizás mejor, una enorme burbuja de cristal. Mediría unos cuatro metros de diámetro, y casi a ras de suelo había una apertura, también en forma de círculo, por la que se podía acceder a su interior. «Quizás ahí no haga tanto frío.» pensé y, sin dudarlo, me metí dentro sin ninguna dificultad, pues la abertura era muy espaciosa.

Nada más entrar, una sensación de bienestar recorrió mi cuerpo y me sentí mejor de lo que nunca me había sentido hasta entonces. Ciertamente, el frío había desaparecido y yo por fin podía descansar sin nada que temer, sabiendo que la burbuja me protegería del mundo exterior y sus inclemencias.

Arrullado por el silencio, casi extasiado por el placer, me abandoné al sueño. Tenía aún un poco de miedo de despertar en otro sitio pero cuando abrí los ojos comprobé con alegría que seguía ahí, en el interior de la burbuja, fuera de todo. Y allí me quedé a vivir, y ya ni en mis sueños volví más al lugar donde antes vivía.

La burbuja no era muy grande pero era todo lo que deseaba en aquellos momentos. No sé, quizás echara de menos a mis padres y esas cosas al principio pero ya no me acuerdo. Creo que al principio sí, pero verás, lo que ocurría en la burbuja era muy raro. Con el tiempo empezó a cambiar. Yo no me daba casi cuenta pero un día me fijé que la burbuja parecía mayor y que, aunque cuando llegué a ella juraría que estaba totalmente vacía por dentro, empezó a llenarse de cosas. Ahora parecía como una habitación. Había una cama y un escritorio y estanterías llenas de libros que nunca había visto antes. Yo no sabía cómo habían llegado hasta ahí dentro ni de dónde habían salido todas esas cosas pero, sorprendentemente, lo reconozco, tampoco me llamó mucho la atención ni me pareció excesivamente extraño. Y cada día que pasaba dentro de esa burbuja aparecían cosas nuevas - una silla, armarios, una mesita con su lámpara, una chimenea donde el fuego nunca se apagaba... - y creo que, cuantas más cosas nuevas aparecían, más cosas viejas olvidaba. También me fijé que, aunque la burbuja parecía cada vez más grande, la entrada circular (o la salida, como quieras llamarla) parecía un poco más pequeña que cuando yo había entrado por ella. Pero aún era lo suficientemente grande como para que me preocupara y, además, no tenía ninguna gana de salir de allí de vuelta al frío continuo que existía en el exterior.

La verdad es que la burbuja no dejaba lugar al aburrimiento. Allí tenía absolutamente todo lo que deseaba; y si no estaba, yo mismo lo inventaba. Hace un momento os he hablado de los libros, pero no creáis que eran libros normales y corrientes como los que podáis tener por casa. No, estos libros eran diferentes. Cuando cogías uno de ellos entre tus manos, durante una pequeña fracción de segundo, tenías la sensación de que no había título alguno en la cubierta pero, cuando te fijabas un poco, allí estaba, perfectamente impreso, con las tapas bellamente decoradas con dibujos de un extraordinario realismo que no sólo parecían moverse sino que realmente se movían, cambiando constantemente. Era algo maravilloso. Volvías a tener la misma sensación al pasar cada página del libro, como si el mismo estuviera vacío y se fuera creando, inventando la historia a medida que ibas leyéndola. Parecía como si el libro se amoldara siempre a lo que querías que ocurriera y, al acabarlo, siempre te quedaba la sensación de haber leído la historia más hermosa que nunca antes hubieras leído, aunque esto ocurriera cada vez que cogías uno de estos libros - y había miles de ellos - . Además, si alguna vez se me ocurría coger alguno de los libros que ya había leído, creedme o no, ocurrían otras cosas y la historia resultaba ser totalmente diferente y aún mejor que la anterior.

Amueblé la burbuja con mis sueños y mi fantasía, y durante mucho tiempo fui completamente feliz. Cada vez tenía más cosas en ése mi mundo, y muy pronto se me olvidó hasta que existía otro mundo fuera de mi burbuja (aunque si bien lo miráis, esto no tiene nada de especial y es completamente lógico).

Mi mundo crecía a pasos de gigante. La habitación se había convertido en una enorme casa, casi un palacio, para mí solo. Y yo me paseaba orgulloso y majestuoso por ella, sabiendo que todo ello lo había creado yo y era mío. La entrada circular seguía existiendo, si bien era un poco más pequeña, pero yo ya no recordaba que era exactamente y, aunque la veía de vez en cuando, apenas le prestaba atención, y algunas veces hasta me sorprendí andando imperceptiblemente más rápido al pasar por delante de ella.

En mi burbuja yo podía hacer todo lo que quería. Yo al principio caminaba por su interior, pero un día se me ocurrió que sería mucho más cómodo si pudiera volar por ella. No sé ni cómo no se me había ocurrido antes. Así que, casi sin pensarlo, me di un pequeño impulso hacia arriba - ni siquiera podéis considerarlo como un salto - y me puse a flotar por mi habitación. Era hermoso ver las cosas desde arriba. La casa parecía muy diferente así, aún más grande de lo que ya era de por sí. La recorrí de cabo a rabo, y la verdad es que juraría que había varias habitaciones nuevas, o al menos yo nunca había estado en ellas.

Pronto el concepto de “casa” o aun el de “palacio” se quedaron pequeños para el lugar donde vivía yo solo. Dentro de la burbuja había ahora un verdadero castillo, mucho más grande que cualquiera que hayas visto antes, mucho más grande que cualquiera que puedas imaginar. Y rodeando el castillo había un foso, tan profundo que no podría decirte si estaba vacío o no. Poco importaba, porque después del foso no había nada más; y, cuando digo nada, quiero decir nada.

No sé, quizás pienses que eso de tener un castillo para uno solo, tener de todo y poder hacer cuanto desearas por el mero hecho de imaginarlo, debe ser algo extraordinario. Y lo era, no digo que no, pero pasó mucho tiempo y el castillo ya no cambió más. Me había acostumbrado a que cada día fuera un poco más grande pero ahora ya no iba a crecer más. Había quedado delimitado por ese foso profundo que lo rodeaba. De repente empecé a sentirme prisionero en mi propio mundo y, vaya, no era precisamente la peor cárcel que exista, pero empecé a inquietarme, y mucho.

Necesitaba respirar aire puro. Di una gran bocanada pero me atraganté y empecé a toser. Del foso salía un olor nauseabundo, como si allí hubiera algo completamente podrido o en estado de descomposición. No sé cómo no me había dado cuenta hasta ahora. Volví dentro del castillo y cerré la pesada puerta de hierro que daba al exterior - si es que podemos llamarlo exterior porque, como os he dicho, estaba totalmente vacío-. Inmediatamente sentí un gran alivio, y sólo entonces me di cuenta de que estaba temblando.

Nunca más volví a abrir esa puerta pero era lo mismo. Sabía que detrás de ella seguiría estando ese horrible foso despidiendo el fétido e insoportable olor que salía de su mismo interior. De hecho, aunque no lo podía ver, empecé a tener la sensación de que el foso crecía cada vez más y se estaba convirtiendo en un lago enorme y maldito que lo rodeaba todo. El olor a podrido empezó a traspasar la puerta de hierro por una pequeña abertura que quedaba por debajo de la misma. Intenté entonces bloquear la enorme sala principal cerrando todas las puertas y salidas, y me trasladé al segundo piso del castillo. Pero dio igual. Despacio, muy lentamente, se fue esparciendo por todas las estancias y lo envolvió todo, como si fuera una niebla venenosa que me impedía respirar y de la que era imposible huir. Al entrar en mi antigua habitación sin embargo - por la que no solía pasar ya desde hace mucho tiempo - noté enseguida una corriente de aire fresco y sin enrarecer. Me emborraché de él y dejé que se deslizara por mis pulmones libremente y que acariciara mi rostro.

Cerré las dos puertas que había en la habitación para intentar impedir que el nauseabundo olor del foso se extendiera por éste mi último bastión. Luego busqué, con el olfato y la vista, el lugar de donde salía el aire puro que me había revivido, y entonces comprobé, no sin sorpresa, que entraba por un pequeño agujero medio oculto en una de las paredes. De repente me di cuenta de que en verdad se trataba de la entrada circular por la que una vez, hace mil años, había entrado a la burbuja. Pero lo que antes era una enorme abertura, ahora se había convertido en un pequeño agujero de apenas cuarenta centímetros de diámetro. Me asomé a él para ver el exterior y pensé que todo parecía muy distinto.

Yo recordaba un lugar seco y muerto (de hecho apenas recordaba nada más) pero el paisaje que se pintaba ante mí aparecía vivo. En el suelo pedregoso había crecido una fina capa de hierba, y aquí y allí crecían por todos los lados árboles y arbustos de todo tipo y tamaño. También me extrañó el hecho de que ya no parecía hacer tanto frío allí fuera, incluso diríase que había un frescor bastante agradable. Pero lo que más me sorprendió es que en aquel lugar había realmente vida. Desde el agujero circular pude ver, primero en la distancia y luego más cercanos, pequeños animales que se paseaban o volaban por el exterior. Pensé que sería agradable salir un rato ahí fuera, pero aunque lo intenté con todas mis fuerzas resultó del todo imposible. La cabeza entraba bien por el agujero y también uno de mis brazos, pero de ahí no pasaba la cosa. Ya no podía salir. O el agujero era demasiado pequeño o yo era demasiado grande, no lo sé. Intenté agrandarlo con las manos pero tampoco resultó, así que tuve que conformarme con mirar al exterior desde él.

Muy pronto me acomodé a la nueva situación y prácticamente me pasaba todo el día enfrente de aquel agujero que conducía al exterior, respirando el aire que por él salía y observando todo lo que ocurría fuera.

Y un día ocurrió algo maravilloso. Lo vi salir de entre los árboles que formaban un denso bosque en el horizonte y lo seguí con la mirada sin poder discernir qué era ese punto que se acercaba velozmente hacia mí en la lejanía. Era un caballo, de un blanco tan brillante que casi hacía daño mirarlo directamente, y tan hermoso que haría palidecer de envidia a cualquier caballo que hayáis visto jamás en vuestra vida. Cuando estaba a unos cien metros de mí, aminoró un poco la marcha y se acercó trotando hasta mi burbuja con aire entre decidido y curioso. Se paró justo enfrente de mí, tan cerca que pude acariciarle las crines sacando uno de los brazos por el agujero, cosa que pareció encantarle. Una extraña felicidad me embargó por dentro, y por un momento olvidé que estábamos separados por mundos distintos. Poco después empecé a llorar. El caballo me miró con sus ojos grandes e inteligentes y me preguntó qué me pasaba. Yo le contesté que estaba encerrado en una burbuja y que no podía salir de ella porque la entrada se había quedado demasiado pequeña para mí. Quizás os extrañe que el caballo y yo habláramos y que comprendiéramos lo que nos decíamos, pero es que yo había olvidado al resto de los seres humanos y ni siquiera estaba muy seguro de qué o quién era yo. El caballo me escuchó atentamente y al acabar me preguntó por qué no salía pues de allí. «Pero es que no puedo.» le respondí yo angustiado «Entré hace mucho tiempo y ahora es imposible salir.» . El caballo suspiró, o relinchó - no lo sé - , y dándose la vuelta empezó a alejarse despacio. Yo quería que se quedara pero no tuve valor para pedírselo. «Todo lo que entra puede salir.» dijo ya sin volverse, casi hablando para sí mismo. Lo seguí con la mirada hasta que desapareció de mi campo de vista. Me embargaron unas ganas terribles de seguirle y poder abrazarme a él y sentir su calor, pero él ya estaba lejos. Y yo también.

Al amanecer me desperté con los ojos enrojecidos como si hubiera estado llorando toda la noche. Y fue entonces cuando decidí que, fuera como fuera y costase lo que costase, debía salir de aquella prisión que antes había sido mi casa y marchar en busca de aquel maravilloso caballo, aunque me llevara toda la vida conseguir mi propósito.

Parte 2ª: Entre dos mundos - Inocencia -

Sabía que no iba a ser fácil. Intenté agrandar el agujero que conducía al exterior escarbando con mis pequeñas manos pero resultaba del todo desesperanzador ver cómo todos mis esfuerzos acababan en nada. Creé un pico con mi pensamiento pero, aunque la golpeé con todas mis fuerzas, no conseguí agrandar ni un sólo centímetro la abertura que llevaba hacia la libertad. Al final tiré desesperado y con furia el pico al otro extremo de la habitación. Tenía que pensar en algo mejor, pero sobre todo debía tranquilizarme, no ponerme nervioso. Con la cabeza despejada llegan las mejores ideas. Debía olvidarme, aunque sólo fuera por un rato, del agujero y del exterior.

Empecé a caminar por la habitación todavía un poco exaltado, pero pronto sentí cómo me iba relajando, cómo todo volvía a la normalidad. Me tumbé en la cama boca arriba y cerré los ojos. Así, sin ver nada, sin pensar en nada, me sentía mucho mejor. Estuve horas así; no sé, puede que me durmiera. El caso es que cuando abrí los ojos estaba ya amaneciendo de nuevo y los primeros rayos del sol estaban entrando en la habitación. Me levanté tranquilo y muy descansado, y pensé que ése iba a ser un hermoso día.

Desayuné copiosamente y con ganas. Todo estaba bien, no tenía que preocuparme por nada. Sonriendo por primera vez en los últimos días me dirigí a uno de los numerosos estantes que había en el cuarto y cogí un libro cualquiera, al azar. Se titulaba “La Isla del Amanecer”. Parecía prometedor. Antes de abrirlo y empezar a leer me puse, como siempre, a deleitarme con su cubierta viva. El mar era de un azul pálido, y en el centro había una isla vista desde arriba, temblando como si fuera una hoja. Enseguida empezaron a aparecer más cosas en escena. La playa se llenó de conchas y algas traídas por las olas. Un pájaro de brillantes colores cruzó fugazmente el paisaje, aunque apenas pude fijarme en él. Poco después aparecieron, aunque nunca podía descubrir cómo o de dónde salían, distintos animales paseándose por entre los árboles. Era todo tan precioso... Pero de repente uno de ellos, un caballo blanco, llegó hasta la arena de la playa y se quedó quieto allí, esperando. Resultaba del todo extraño porque todo lo demás seguía moviéndose. El caballo empezó a levantar la cabeza muy despacio hacia el cielo, y yo tuve vergüenza de que me viera espiándole desde lo alto. Aparté la mirada de él y seguí fijándome en los demás animales. Sin embargo, algo se había roto. Las ardillas se movían y saltaban de un lado para otro, pero había algo mecánico en sus movimientos, algo que cada vez se hacía más obvio. No parecían animales sino malas imitaciones, muñecos de juguete animados pero sin vida. Posé mis ojos en los pájaros que estaban en los árboles. Sus vistosos tonos parecían totalmente irreales, como pintados con lápices de colores para que parecieran más bonitos. De vez en cuando uno levantaba el vuelo por unos segundos, tras los cuales volvía a la misma rama, a la misma posición, y volvían a hacer lo mismo una y otra vez. Empecé a sentir verdadero pánico. Continuamente llegaban grandes olas hasta la isla, pero comencé a tener la sensación de que en verdad era todo el rato la misma ola la que llegaba hasta la playa arrastrando otra vez las mismas algas y conchas que quedaban exactamente en la misma posición, semienterradas en la arena. Bajé la vista y mi mirada coincidió en ese momento con la del caballo blanco. Sus ojos eran vidriosos, como dos piedras negras y sin expresión; y viéndolo así, tan quieto, con la cabeza levantada al cielo, no pude menos que pensar que más bien parecía un caballo de madera o quizás de cartón. Nada de lo que había allí estaba realmente vivo. Todo era una gran farsa, burdas copias de la realidad. El libro se me cayó de las manos quedando boca abajo sobre la cama. Me levanté de un salto y corrí hacia el agujero que daba al exterior. Puse mis manos en sus bordes y empujé con todas mis fuerzas y, por un momento, creí que cedía ante mi empuje, pero ya no podía más y tuve que parar. Tenía sangre en las manos, y el agujero, lejos de haber cedido, parecía un poco más pequeño todavía. Después, sólo sé que lloré.

Un día, mirando al exterior por el agujero - que ahora apenas mediría unos veinte centímetros - , me di cuenta de que no estaba todo perdido. Estaba claro que yo solo no lo lograría pero, quién sabe, quizás me podrían ayudar desde fuera. Llamé entonces a una ardilla que estaba cerca royendo concentrada una nuez. Se pegó un buen susto al oír mi voz y se levantó a dos patas de un respingo, intentando descubrir de dónde había salido ese sonido. «Aquí» continué «Estoy aquí: en la burbuja; justo enfrente». La ardilla se acercó un poco más, algo recelosa. Al final trepó por la burbuja hasta llegar a la abertura, quedándose allí en perfecto equilibrio. Examinó el interior con ojos inquietos hasta que se tranquilizó del todo al ver que no había ningún peligro. Me miró entonces y dijo con una vocecita algo chillona pero clara: «¿Qué ocurre? ¿Y qué haces ahí dentro?». Le expliqué que me había quedado encerrado y que necesitaba que alguien me ayudara a agrandar la salida. Sin embargo la ardilla negó con la cabeza con aire un poco avergonzado «Lo siento mucho, sólo soy una ardilla. Lo que tú necesitas es un animal que sea muy fuerte. Yo, por desgracia, no puedo servirte de ayuda». Comprendí que tenía razón, pero me sentía muy solo, así que le pedí que entrara, aunque sólo fuera un poco, a hacerme compañía. Pero la ardilla me contestó visiblemente asustada: «¡No! ¡No me pidas eso! Lo siento de nuevo pero tengo miedo de que me pase como a ti. ¿Quién me dice que una vez que haya entrado pueda volver a salir? ¿Y si el agujero se hace demasiado pequeño incluso para mí?». Nuevamente vi que tenía razón, así que me despedí de ella y se marchó deseándome suerte.

Las cosas no habían salido tan mal después de todo. La ardilla me había dado un buen consejo, y me propuse llevarlo a la práctica. Al día siguiente le pedí que se acercara a un león. Era enorme y sus garras parecían capaces de destrozar la pared más dura. Le conté mi problema pero el león se excusó, aunque sin perder en ningún momento su dignidad «Lo siento pero tú necesitas a un animal más fuerte. Yo no podría meter mis garras por ese agujero tan pequeño, y aunque pudiera no podría hacer casi fuerza en esa posición. Valor no me falta, pero soy realista. Pienso que un elefante te sería de mayor ayuda. De una sola pisada puede aplastar al león más fiero, y ni mis colmillos ni mis garras le hacen mella. Además, he visto cómo con el sólo peso de su cuerpo puede derrumbar enormes árboles sin el menor esfuerzo. Así que no creo equivocarme si te digo que lo que buscas es un elefante, porque no hay animal más fuerte y poderoso que él».

Me despedí del león agradeciéndole el consejo. No cabía la menor duda de que tenía razón. Sin embargo, tuve que esperar muchos días hasta que apareció un elefante cerca de la burbuja, y durante ese tiempo el agujero siguió haciéndose más y más pequeño. Apenas podía sacar ya un brazo por él, y mi campo de vista era cada vez más reducido. Así que podéis imaginar mi alegría cuando vi aparecer a esa enorme mole gris tan cerca de mí. El corazón casi se me salió del pecho de la emoción. Era un animal tan excepcional que estaba seguro de que me podría ayudar aunque utilizara sólo una de aquellas enormes patas. El elefante me escuchó atentamente con esos ojos tristes que tienen los elefantes, y al final se mostró muy seguro de sus posibilidades. Me dijo que me apartara, así que me fui al otro extremo de la habitación.

Durante unos segundos reinó el mayor silencio y entonces, repentinamente, se oyó un golpe tremendo y todo el cuarto retumbó de tal forma que los libros cayeron de las estanterías y una lámpara de cristal resbaló de la mesilla de noche estallando en mil pedazos. Yo mismo tuve que agarrarme a una de las paredes para no caerme al suelo. El elefante lo siguió intentando durante unos minutos más, pero la pared no cedió y el agujero no sufrió ninguna variación en su tamaño. Cuando por fin se detuvo me volví a acercar hacia donde estaba el elefante, que miraba hacia la burbuja con expresión de derrota. «Lo siento» me dijo «Esa pared resulta demasiado dura, incluso para mí». «¿Y qué puedo hacer?» le contesté yo «Si tú, que eres el más fuerte, no puedes conseguirlo ¿quién me podría ayudar?». «Lo cierto es que hay alguien más fuerte que yo» confesó el elefante «Es algo ante cuya visión escapamos a toda prisa no sólo los elefantes sino cualquier animal de la tierra, y ha matado a millones de nosotros a lo largo del tiempo. No lo dudes, si hay alguien que te puede ayudar, ése es el fuego». Me despedí de él, nuevamente con la certeza de que tenía razón. Aunque ya habían sido muchos los fracasos hasta entonces, no estaba dispuesto a abandonar todavía.

El fuego tardó muchos días en aparecer pero cuando lo hizo supe que su poder no tenía límites. Como había dicho el elefante, todos los animales huyeron a tropel ante su mirada, y a cada paso que daba se hacía más grande y poderoso alimentándose de la vegetación. Cuando lo tuve cerca le pedí que quemara mi prisión, que tenía que salir de allí como fuera, que el tiempo se me estaba acabando... Pero el fuego me dijo «No puedo hacer lo que me pides. Si lo hiciera no sólo destruiría tu prisión sino que acabaría con tu vida. Mi hambre es demasiado grande como para pararme una vez que he empezado. Pero tu historia me da lástima, así que no creas que te estoy haciendo ningún mal si simplemente me marcho y sigo mi camino. Seguro que encuentras alguien mejor que yo para ayudarte». Y así, el fuego se alejó, dejándome sumido en la más honda desesperación.

Los meses pasaron y yo estaba totalmente vencido y rendido a mi suerte. La hierba y los árboles habían vuelto a crecer fuera y los animales habían regresado. Los podía oler y los podía oír; aunque ya no miraba al mundo exterior los podía sentir ahí fuera. El agujero circular apenas medía ya unos centímetros. Se podría haber tapado con el simple tapón de una botella de vino. Sabía que dentro de poco la salida al mundo exterior desaparecería ya del todo, pero no tenía ganas ni valor para contemplar un mundo cada vez más lejano.

Pero una noche me despertó una voz, y cuál sería mi sorpresa al descubrir que la voz no venía de fuera sino de dentro de la habitación. Me levanté de la cama como un resorte, y en la oscuridad sólo vi unos ojos muy grandes y que brillaban intensamente. Encendí una luz y por unos segundos pude verle. Era un búho de un tamaño bastante grande y, aunque me pareció que ya era algo viejo, voló ligero y con gran hermosura hasta posarse en mi hombro derecho. «Te agradecería que apagaras esa luz. Prefiero con mucho la oscuridad» me susurró al oído con un cierto toque de indignación. Yo le hice caso sin rechistar, y así quedamos bañados de nuevo por la penumbra más absoluta. «¡Eso está mucho mejor!» gritó el búho dejándome casi sordo «Y bien: ¿Se puede saber a qué esperas para pedirme ayuda?». Tuve que pellizcarme para asegurarme de que estaba despierto. Un millón de preguntas asaltaron mi mente, hasta que al final exclamé: «Pero... ¿Se puede saber por dónde has entrado? ¡El agujero es demasiado pequeño para que hayas podido pasar por él!». Apenas podía pensar con orden pero continué «¿Es que hay otra salida y yo no la conozco? ¿Donde está? Conozco esta habitación al dedillo y nunca he visto nada... ¿Cómo es posible que hayas entrado hasta aquí?». El búho cortó lo que se podría haber convertido en un monólogo interminable con su voz grave y profunda «¿Y eso que importancia tiene ahora? La verdad es que entrar y salir de aquí es mucho más fácil de lo que crees. Vengo observándote desde hace mucho tiempo y hasta ahora he estado esperando que me pidieras ayuda. He visto cómo lo hacías sin éxito alguno con la ardilla, el león, el elefante y el fuego, pero en ningún momento pensaste en mí». Yo no sabía qué decir. ¿Cómo iba a ayudarme un simple búho donde habían fracasado todos los demás? Aunque, por otra parte, era indudable que, de una u otra forma, él había conseguido entrar. Entonces recordé las palabras del caballo blanco «Todo lo que entra puede salir». No sé si las repetí en voz alta o no, pero el búho, como si supiera lo que estaba pensando, siguió hablando: «Te parezco muy pequeño para ayudarte ¿verdad?. Sin embargo soy mucho más grande y poderoso que aquellos a los que has pedido que te ayudaran. No, no te sorprendas ni creas que te estoy tomando el pelo; hablo muy en serio. Simplemente te equivocaste al pensar que la fuerza era lo más importante a la hora de agrandar el agujero. Y te equivocaste, no sólo una sino cuatro veces en total, al creer que lo que necesitabas era aún más fuerza. Yo siempre he estado cerca de ti pero tú nunca te has fijado en mí. ¿Sabes? Me estaba empezando a enfadar con tu actitud. Tengo bastante paciencia, de verdad, pero no me gusta perder el tiempo, así que al final decidí que de esta noche no pasaba y que si tú no venías a mí, tendría que ir yo a ti. Y aquí estoy».

El búho levantó el vuelo y revoloteó silenciosamente por la habitación. Yo tenía mucho miedo de que se marchase sin decirme nada más, pero comprobé aliviado que volvía a posarse, esta vez en mi hombro izquierdo. «Ah ¡Pero éste es un cuarto muy bonito y agradable! ¿Se puede saber por qué quieres salir?» preguntó curioso el búho, aunque no se me escapó cierto tono de ironía en su voz. Y, creedme o no, durante un buen rato no se me ocurrió qué contestarle. Al final me acordé del caballo, y mi respuesta salió ya sin ninguna duda, como un torrente de agua sin contención: «He visto fuera al caballo más extraordinario del mundo. Es lo más hermoso que jamás he visto, y sueño con el día en que pueda volver a encontrarlo y acariciar su lomo y sus crines de nuevo. Me gustaría cabalgar sobre él y tener el mundo a nuestros pies, y no parar nunca. Quiero atravesar los valles y los bosques, y dejar que el sol brille sobre nuestras cabezas. Quiero probar el agua de los ríos y el frescor de la hierba. Quiero ver el amanecer y el atardecer desde la montaña más alta que exista. Y sobre todo, quiero ser libre y feliz, y no estar nunca más solo».

El silencio llenó la habitación hasta que quedó interrumpido por la voz del búho. Pero esta vez la ironía había desaparecido, siendo sustituida por algo que yo identifiqué con la ternura «Pero tú no estás solo. Simplemente no has sabido ver lo que te rodeaba. Pero nunca es tarde para cambiar. Ahora escúchame bien y sabrás qué tienes que hacer para salir: La prisión en la que estas sólo existe en tu interior, no en el mundo real. Puedes entrar y salir de ella siempre que quieras, y puedes hacer que no sea una prisión nunca más sino un sitio agradable donde estar, sin renunciar por ello al mundo exterior. La entrada a ambos mundos es tan grande como tú creas que sea». Noté de repente que el búho volvía a levantarse de mi hombro, pero esta vez se despidió ya: «Tengo que marcharme ahora. El amanecer está cerca y yo necesito dormir un rato. Buena suerte, y no olvides que siempre estaré cerca por si me necesitas».

Unos minutos después, un fino rayo de luz entró por el diminuto agujero a la habitación. Un nuevo día comenzaba, pero éste me pareció realmente nuevo, a diferencia de los anteriores que eran, simplemente, “otros días”. Eché un último vistazo a todo y me acerqué al agujero. Lo miré fijamente, con mi alma, y entonces ocurrió. No sé si fue el agujero lo que creció o fui yo el que se hizo más pequeño, pero el caso es que unos pocos segundos después tenía ante mí una abertura en forma de círculo, tan grande y espaciosa como la primera vez que entré por ella. Salí al exterior despacio, dejando que el sol bañara mi rostro con su calor, y me quedé ahí parado saboreando el aire puro mientras una gran sonrisa aparecía en mi rostro.







Parte 3ª: En el mundo real - Corina y el caballo blanco -

Hacía algo de frío ahí fuera y pronto se me erizaron los pelos de la piel y se me puso la carne de gallina, así que empecé a andar, dejando atrás la burbuja de cristal. No sabía a dónde ir ni por dónde empezar a buscar al caballo pero estaba tan contento que nada podía preocuparme en esos momentos. El sol estaba ya en lo más alto de su recorrido y, no sé si fue por ello o porque ya me había acostumbrado, el frío inicial quedó sustituido por un agradable calor en todo el cuerpo.

Después de atravesar un gran bosque poblado de vegetación y árboles llegué a un claro, y en él vi un camino de tierra que serpenteaba hasta perderse en la distancia. Obviamente ese camino tenía que llevar a algún sitio, así que no dudé ni un momento en seguirlo. Mientras caminaba descubrí huellas de lo más variado; pude reconocer algunas de animales pero había otras realmente extrañas. De pronto grité de sorpresa y alegría, porque entre esas huellas descubrí las de un caballo, y pensé que quizás fueran del caballo que yo estaba buscando. Seguí pues por el camino, quizás algo cansado pero con las ilusiones renovadas, confiando en que la suerte fuera mi compañera de viaje.

No mucho después el camino se desdoblaba hacia ambos lados en una bifurcación, y entre los dos caminos había una especie de tronco de madera pequeño, sin ramas ni hojas, la mar de extraño, y en su parte posterior se cruzaba una especie de tabla con manchas negras que parecían como garabatos o quizás letras, no estaba seguro. Como no sabía cuál de los dos caminos seguir se me ocurrió pedir consejo a una liebre que estaba como paralizada unos pocos metros delante de mí. Pero en cuanto me acerqué hacia ella, la liebre echó a correr a toda velocidad escapándose, y aunque le grité que no tuviera miedo, que sólo quería preguntarle el camino, no pareció oírme y siguió su veloz carrera hasta desaparecer de mi vista.

Un poco extrañado fui a preguntar esta vez a un pájaro que había posado encima de una piedra pero, aunque no huyó en un principio, tampoco pareció hacer el menor caso a mis palabras, y cuando me acerqué un poco más salió volando sin ni siquiera despedirse.

Visto mi escaso éxito con los animales decidí al final elegir un camino por mi cuenta y seguí por él andando. Los pies me hacían daño y debía tener mucho cuidado d no clavarme ninguna de las piedrecillas que llenaban literalmente aquel camino que había decidido seguir.

La siguiente sorpresa vino sólo un poco más tarde, cuando un fuerte ruido, desagradable y prolongado, irrumpió repentinamente silenciando todo lo demás. Al principio pensé si no sería un trueno, porque el sonido parecía venir del cielo, pero levanté la cabeza y entonces pude ver que lo que provocaba ese zumbido era un pájaro enorme y oscuro que planeaba alto no muy lejos de donde yo me encontraba. Sí, ahora ya sé que sólo era un avión - un “caza” creo que los llaman, no sé por qué - pero Corina me ha dicho que cuente las cosas no como fueron tal vez en realidad sino como yo creía que eran, tal como las sentí, y yo le hago caso. Aclarado ya esto, comprenderéis que me escondiera entre los árboles muerto de miedo, y que no saliera hasta mucho después de que aquella monstruosa ave desapareciera llevándose consigo su ensordecedor zumbido. Tímidamente volví de nuevo al camino y proseguí mi marcha, con la vista y el oído atentos a cualquier movimiento que pareciera sospechoso, viniera de tierra o aire. Sin embargo, durante las horas siguientes no ocurrió nada digno de mención, si bien, ahora que conozco mejor los alrededores del pueblo, dudo mucho que pasaran horas de verdad; debieron ser unos veinte minutos como más porque si no no me cuadran las distancias de ninguna forma.

Bueno, el caso es que yo seguía caminando, quizás algo cansado, y recuerdo que muerto de sed, cuando oí unos extraños sonidos no muy lejanos de donde yo me encontraba. Con cuidado me fui acercando hacia el lugar de donde salían esos sonidos ininteligibles, pero agradables al menos pues tenían cierta musicalidad, como cuando los pájaros cantan por la mañana. Pese a todas mis precauciones he de reconocer que me los encontré casi de bruces, y aunque mi primera reacción fue la de escapar, la sorpresa paralizó mis piernas.

Había ocho de ellos, creo, y venían corriendo persiguiéndose los unos a los otros, aunque supongo que sólo estaban jugando. Sin embargo, todos se detuvieron al verme y así, ellos y yo, nos quedamos mirándonos sorprendidos y curiosos a la vez. Eran animales, eso estaba claro, pero pertenecían a una especie que yo no conocía, o al menos esos me pareció entonces. No cabía la menor duda de que, más o menos, se parecían a mí, al menos en lo más general. Se sostenían con sólo dos patas, como yo, y aunque diferíamos en el tamaño y la forma, no me pasó inadvertido que, después de todo, ellos también variaban en esos aspectos entre sí. Lo mismo pasaba con sus rostros. Eran distintos al mío pero teníamos una serie de características similares. No creáis, en mi casa dentro de la burbuja había bastantes espejos y yo conocía bien mi aspecto. Lo más extraño de todo es que la piel que los recubría sí que era totalmente distinta a la mía, y lo mismo ocurría con sus piernas y sus pies. Había variaciones entre ellos pero sus cuerpos y sus brazos parecían estar recubiertos de una gruesa capa de pelo de distintos colores, aunque todos de tonos oscuros. Sus manos sin embargo eran más o menos como las mías. Ocurría algo parecido con las piernas, pues también estaban recubiertas por una extraña piel, aunque de rodillas para abajo parecían normales, al menos hasta llegar a los pies, que eran grandes - negros algunos, marrones otros - y carecían de dedos. Alguno de esos seres, aquellos que llevaban el pelo más largo y tenían la cara enrojecida - se habían quedado en un segundo término respecto a los otros - , sólo tenían una pierna, aunque muy grande, revestida de una piel oscura y arrugada, no muy bien ajustada pues había pliegues por todos los lados y parecía ir casi suelta aunque, curiosamente, también terminaba en dos pies iguales a los de los demás.

Noté cómo ellos también me examinaban, y en sus caras pude ver expresiones de todo tipo, si bien la curiosidad - que era mutua - era la principal de todas ellas. De pronto uno de esos seres empezó a emitir sonidos abriendo la boca y moviendo la lengua. Me pareció muy gracioso y sonreí. Todos me estaban mirando y pronto me empezaron a llegar sonidos de todas las partes. Allí estaban esos seres abriendo la boca, casi al compás, y cantando para mí. Pensé que eran unos animales muy simpáticos. Estaba ya casi seguro de que entre ellos y yo debía haber algún parentesco cercano. Pensé que quizás tuvieran inteligencia, aunque fuera remota, así que intenté comunicarme con ellos. Les hablé alto y despacio para que me comprendieran bien, pero estaba claro que no entendieron ni una palabra. De hecho no parecieron ni percatarse de que le estaba hablando, y continuaron con su extraña canción. Había que reconocer que utilizaban unos tonos muy ricos y variados que no había oído nunca antes, aunque su canción resultara bastante arrítmica para mi gusto. Al final se debieron cansar de cantar para mí - aunque siguieron cantando entre ellos - . Uno de esos seres empezó a mover los brazos, que tenían un color azul, justo enfrente de mí. Yo no entendía nada, y sólo se me ocurrió hacer lo mismo que él con los brazos, pero no pareció quedarse muy contento con mi acción. Se volvió a reunir con los otros y estuvieron cantando un rato más, creo que entre ellos otra vez, mientras yo los observaba queriendo parecer más tranquilo de lo que en verdad estaba. De repente me pegué un susto tremendo al ver cómo uno de esos seres tiraba de la piel que recubría su cuerpo con tanta fuerza que se la arrancó del todo, sin ni siquiera gritar. De hecho no pareció hacerle ningún daño y además tenía como otra capa de piel, de color blanco, debajo de la que se acababa de quitar. Se acercó a mí y me tendió su antigua piel. Yo ya no entendía nada pero la cogí entre mis manos. Empezaba a dudar de que perteneciéramos a especies similares. El ser no parecía satisfecho con que tuviera su piel entre mis manos y empezó a articular sonidos fuertes a la vez que movía los brazos, ante lo cual decidí devolverle la piel bastante asustado. Percibí un gesto de desesperación en sus rostros, a la vez que suspiró claramente. Entonces cogió la piel y me la puso en la cabeza. Yo creí que me iba a ahogar, pero él tiró hacia debajo de la piel y mi cabeza pasó por el agujero que había en ella y pude volver a respirar. Seguidamente cogió mis brazos, uno primero y después el otro, y me los hizo meter por sendos agujeros muy profundos, tras lo cual sonrió satisfecho.

Me miré el cuerpo y vi que su vieja piel se ajustaba bien a mí, si bien estaba un poco suelta. Así parecía casi uno de ellos. La piel no olía mal y además daba bastante calor, con lo que la dejé como estaba. Esos seres eran realmente raros pero a la vez me fascinaban. De pronto me rodearon por todos los lados y uno me cogió de la mano tirando de mí. Supuse que querían que les acompañara, así que me puse en camino. No tenía ningún plan mejor y además quizás el caballo blanco estuviera también con ellos.

Andamos un buen rato, en el cual les perdí ya todo el miedo. Cantaban casi constantemente y, aunque yo no sabía si eso era bueno o no, había sonrisas y emoción en sus caras, así que supuse que todo iba bien. Al final llegamos a un lugar lleno de casas y pronto salieron más seres como los que me acompañaban, sólo que mucho más grandes. Hubo un gran revuelo. Todo el mundo quería verme y tocarme, y yo me estaba empezando ya a marear un poco. Uno de los seres más grandes me puso otra piel que me cubrió desde la cintura hasta las rodillas, aunque me apretaba un poco. También cubrieron mis pies con otros pies más grandes, de color negro y sin dedos, como los que ellos tenían. Siguieron cantando durante mucho rato, quizás no muy contentos. Al final uno de esos seres levantó su canto sobre el de todos los demás, que se callaron y lo miraron como avergonzados. Empezaron a bajar todos la mirada al suelo, y el ser que cantaba más fuerte que los demás se acercó a mí, me sonrió y cantó algo dulce, muy despacio. Después me cogió de la mano y le seguí. También llevaba cogido de la otra mano a otro de aquellos seres, aunque era de un tamaño menor, más parecido a mí que a él. Llegamos los tres hasta una casa y nos metimos dentro. Era pequeña pero bonita y, aunque no había muchas cosas en ella, era más de lo que esperaba encontrar. No cabía duda de que aquellos seres podían pensar aunque no supieran hablar. Sin embargo se debían comunicar de alguna forma ¿no?

Cenamos los tres juntos y yo comí de buena gana, lo que les hizo al parecer reír, y yo reí también con ellos. Luego el ser más grande me quitó las pieles que me habían puesto antes, sin sufrir dolor alguno, y yo me quedé como al principio, muy contento al ver que seguía siendo como siempre. Cantó un poco para mí con sonidos hermosos, y al final me metió en una cama pequeña y me arropó. Después puso su boca sobre mi frente y se fue, apagando la luz. No tardé ni dos minutos en dormirme. Esa fue la primera noche que pasé con Corina y su madre.

Pronto me acostumbré a la nueva vida y aunque no olvidé al caballo blanco al que había salido a buscar, lo cierto es que me sentía tan bien en aquel lugar que no me gustaba la idea de tener que dejarlo todavía. Estaba aprendiendo muchas cosas allí y todo el mundo se portaba muy bien conmigo y me venían a visitar a menudo sólo para verme y sonreírme, y a veces hasta me traían regalos, sobre todo pieles y también cosas buenas de comer. No tardé mucho en darme cuenta de que las pieles no pertenecían en verdad a los seres con los que vivía sino que eran cosas aparte que se ponían para salvaguardarse del frío. De hecho estuve constipado unos días con fiebre, según creo porque había estado a la intemperie mucho tiempo sin ninguna protección. Durante esos días el ser pequeño que era similar a mí, pasaba mucho tiempo conmigo sentado encima de la cama en la que estaba acostado yo y canturreando sin cesar. Su sonido era cristalino y muy bello, posiblemente el más bonito de todos los que yo había oído hasta entonces. Yo le hablaba sin parar aunque sabía que no me entendía. Aún tardé varios días en comprender que entre aquellos seres y yo no había ninguna diferencia. Una vez creí ser único, y al principio me gustó pero más tarde me asustó. Sin embargo ahora veía que había muchos más como yo. Teníamos diferencias pero todos partíamos de las mismas características, si sabéis a lo que me refiero. La única diferencia notable era que ellos no sabían hablar. Yo les intenté enseñar con mucha paciencia pero no se debían dar cuenta ni de que les estaba hablando. Pasé un buen tiempo así hasta que un día lo entendí todo.

Estábamos comiendo en casa, y el ser pequeño estaba cantando algo mientras el mayor había ido a por el segundo plato a la cocina. Entonces yo, fijándome muy bien en sus movimientos, abrí la boca y emití unos sonidos lo más parecidos que pude a los que él estaba haciendo. Se quedó muy sorprendido, y yo lo repetí una y otra vez. El ser pequeño se levantó de la mesa y se marchó corriendo, pero a los pocos segundos vino con el otro ser. Se quedaron absortos oyéndome cantar, y al final se echaron a reír. No sabía si tomármelo a bien o a mal, pero seguí con mi canción unos cuantos minutos más. De repente fue como un estallido en la cabeza y entonces comprendí que su forma de hablar era mediante esos sonidos que a mí me parecían una canción, y que ellos no podían entender el lenguaje sin palabras que sale del corazón. Una vez comprendí esto, todo fue mucho más rápido y no tardé mucho tiempo en aprender a hablar en el nuevo lenguaje. Corina y su madre tenían mucha paciencia y, aunque había mucho trabajo en la casa y en el campo, siempre tenían tiempo para estar conmigo y enseñarme cosas nuevas. Ahora que sabía decir algunas palabras y entendía ciertas cosas, empecé a salir un poco más de la casa y luego fui a ayudar a las mujeres con las que vivía al campo. El primer día que fui se armó un gran revuelo en cuanto me vieron llegar. Todos se acercaron sonrientes y me decían cosas, aunque yo apenas podía todavía entenderles. Yo no sabía hacer nada pero me fijé en los demás y aprendí a recoger la uva de las parras y a meterla en cestos. Me sentí muy orgulloso.

Las clases fueron bien, y según la madre de Corina aprendí muy rápido a hablar, aunque si le preguntáis a Corina igual os tira algo a la cabeza porque fue la que más tuvo que sufrir mis torpezas.

Un día estando trabajando en el campo, empezó a sonar un ruido ensordecedor que yo ya conocía bien, y cuando miramos al cielo vimos no una, sino seis o siete de aquellas aves gigantescas y oscuras. Todo el mundo dejó lo que estaba haciendo y salimos al escape mientras alguien gritaba que fuéramos a casa y nos encerráramos con llave, y no abriéramos bajo ninguna circunstancia. Yo estaba asustado, sin saber qué hacer, pero la madre de Corina me localizó pronto y abriéndose paso entre los demás, que corrían sin orden ni concierto hacia el pueblo, me cogió con fuerza de la mano y salimos corriendo detrás de ellos. Yo iba lo más rápido que podía pero prácticamente me llevaba a rastras. Cuando llegamos a casa llamamos a la puerta. Se oyó un ruido de cerrojos y al poco nos abrió desde dentro Corina, que parecía muy asustada y le saltaban las lágrimas, aunque se alegró mucho al vernos. Ya dentro volvimos a cerrar y nos quedamos a la expectativa. Fuera se oían cercanos unos ruidos bruscos y sordos. Era un sonido la mar de desagradable. Pasamos mucho tiempo así los tres juntos de pie, casi abrazándonos, hasta que el sonido empezó a oírse más lejano y luego desapareció del todo. Yo no sabía que eran disparos de ametralladora pero sentí igual que todos el peligro que flotaba en el aire. El frente de batalla estaba cerca y en los siguientes meses tuvimos que correr alguna vez más a refugiarnos en casa, pero por suerte nunca nos ocurrió nada malo a ninguno.

Corina me hablaba mucho de su padre, que estaba luchando en el frente para defendernos a todos. Cuando hablaba de él se le iluminaban siempre los ojos y decía que muy pronto volvería y que seguro que nos llevaríamos muy bien él y yo. Su madre asentía también con orgullo y a veces le acariciaba el cabello. Ahora ya nadie en casa habla del padre de Corina y yo no me atrevo a preguntar. Su cuerpo no ha sido encontrado pero la guerra acabó hace ya mucho tiempo. Sí, creo que nos habríamos llevado bien.

Pronto me hice amigo de todos, pero con quien más estaba era con Corina y otros niños de nuestra edad. Nos dividíamos en dos bandos y jugábamos a la guerra. A mí casi siempre me tocaba en el bando de los malos y a veces me enfadaba por ello. Nos protegíamos detrás de los árboles en el bosque y nos tirábamos piñas, y si una de ellas te daba estabas muerto. Era muy divertido y aunque a veces alguno se hacía daño, era sin querer. Tirábamos flojo y a las piernas y apenas se notaba el golpe. Yo además siempre tiraba a fallar cuando era Corina la que estaba en frente de mí porque tenía miedo de darle demasiado fuerte. Las pocas veces que estuve con los buenos, los checos, me lo pasé mucho mejor porque me concentraba en defender a Corina de los ataques enemigos, y además, no sé cómo, siempre ganaba el bando de los buenos.

Aprendí también a leer, y un poco más tarde a escribir. Corina me enseñó ambas cosas. Le gustaba oír mis historias de cuando estaba en la burbuja, sobre todo la parte del caballo blanco y cuando le pedí a los animales que me ayudaran a escapar de ella. Ahora ya no sé si fue verdad o no. Los animales ya no me entienden y yo tampoco les entiendo a ellos. Además según mamá aquí no hay leones ni elefantes, así que igual me lo imaginé todo, no sé. A Corina le da igual que sea verdad o no, simplemente le gusta oír contar estas cosas. Dice que me enseñó a escribir sólo para que todos en el pueblo conozcan mi historia y así poderla conservar para siempre, por si acaso alguna vez se me olvida. A mí no me parece que sea una historia extraordinaria precisamente, pero Corina dice que a ella le parece muy bonita. Ella no sabe que la estoy escribiendo ya. Es una sorpresa. Dentro de unos días cumplirá dieciséis primaveras y éste será mi regalo. Espero que le guste de verdad. Igual no es gran cosa, pero seguro que le hará ilusión.

El día más triste en el pueblo fue aquel en que los alemanes entraron en las casas y las saquearon. Mamá se desgañitaba gritándoles e insultándoles, mientras que Corina y yo estábamos paralizados viendo como los soldados revolvían todo y se llevaban toda nuestra comida. Igual tenía que haber hecho algo, después de todo era el hombre de la casa... ; pero no es verdad, sólo era un niño y estaba muerto de miedo. Los alemanes no nos hicieron ni caso, y en cuanto cogieron todo lo que les pareció salieron de la casa. Lo mismo les ocurrió a todos nuestros vecinos, y según me contaron, al señor Otchenascek, el panadero, le abrieron una brecha en la cabeza con la culata de un rifle sólo porque intentó impedir que se llevaran sus sacos de harina. No contentos con todo esto, y cuando ya creíamos que todo había acabado, los soldados pasaron por el campo sembrado y quemaron las cosechas y las tierras de plantar. No pudimos salvar casi nada.

Los siguientes fueron unos días largos y difíciles pues no teníamos nada para comer. Llevamos las pocas cosas que nos quedaban a la iglesia, y allí las mujeres cocinaban y se repartía lo mejor que se podía. No comíamos mucho, pero comíamos todos, y aunque no daba para quitar el hambre, al menos era suficiente para seguir viviendo. Pero entonces ocurrió lo que menos me podía imaginar. Ése si que fue un día horrible de verdad, y todavía me da como un no-sé-qué el recordarlo. Como os he dicho, nuestras comidas eran esos días de lo más frugales, y por eso todos nos pusimos muy contentos al ver que después de la sopa había carne para segundo, pues hacía mucho que no probábamos nada medianamente sólido. No tocó a mucho, la verdad, pero comimos todos de buena gana aquella carne jugosa y muy hecha, y supongo que habríamos repetido si hubiera habido más. La tristeza de los últimos días se alivió en la cara de todos y nos sentimos mucho mejor, casi eufóricos. Ni siquiera me importó que ese día me tocara a mí ir a tirar los desperdicios al vertedero. No estaba muy lejos del pueblo y además Corina y Olfin, un amigo nuestro, me ayudaron porque yo no podía con todas las bolsas. Fuimos tres o cuatro veces, vaciando en el gran agujero los huesos raídos, las costillas y los demás restos que habían quedado de la comida, mientras hablábamos de la guerra y de otras estupideces. En el último viaje que hicimos, yo cogí la bolsa más grande y tuve que arrastrarla por el suelo pues no podía ni levantarla de tanto que pesaba. Al final llegamos hasta el basurero y nos dispusimos a descargar nuestras bolsas. Yo abrí la mía, y un fuerte olor dulzón y asqueroso a la vez llenó el lugar, que ya olía bastante mal de por sí. Allí había algo muy grande. Sentí un escalofrío y la bolsa resbaló de mis manos y cayó al agujero, rebotando en las piedras y desparramándose todo su interior. Y allí entre todas las porquerías quedó semienterrada la cabeza, entera, de un caballo blanco. Sus crines estaban manchadas de barro y sangre, y sus ojos abiertos parecían dos puntos negros y acuosos. Yo solté un grito y noté que el pecho me dolía como si me hubieran atravesado con una bayoneta. Bajé al agujero resbalando, casi cayendo por su borde, y me arrodillé junto a la cabeza del caballo blanco. Acaricié su pelo y me abracé a ella sin poder parar de llorar. Olfin tuvo que bajar a sacarme de allí, y yo me dejé arrastrar por él como si fuera un muñeco sin vida. La cabeza me ardía y sentía ganas de devolver. La ascensión por las paredes del vertedero fue mucho más difícil que el rápido descenso anterior, y yo no se puede decir que ayudara mucho. Cuando por fin salimos no pude aguantar ya más el dolor y volví a gritar, quitándome de encima a Olfin de un empujón que lo dejó sentado en el suelo, y salí corriendo hacia el bosque sin mirar atrás. Oí a Olfin y a Corina llamarme y decirme que volviera pero yo no paré de correr. Quería olvidarme de todo y desaparecer para siempre. Allí en el mundo exterior había demasiado dolor e injusticia. Corrí sin detenerme siguiendo el camino, esta vez a la inversa, que me había llevado la primera vez hacia el pueblo, atravesé el bosque inmenso, y al final llegué al valle donde estaba la burbuja de cristal. Sólo entonces me paré. Las piernas me temblaban y apenas podían sostenerme. La burbuja estaba enfrente de mí, y la entrada circular parecía invitarme a entrar en ella. Tenía la respiración entrecortada y estaba mareado del esfuerzo. Miles de imágenes se agolparon en mi mente, pero yo sólo quería irme, abandonar todo. Estaba a punto de cruzar el umbral cuando entonces me vino a la cabeza el recuerdo de Corina sentada en mi cama, sonriendo, cuando yo estuve enfermo al poco de llegar al pueblo. Recordé también a su madre, que siempre nos dio lo mejor que pudo; a Olfin, Karadijc y todos los demás chicos del pueblo. Recordé a Otchenascek trayéndonos dulces a casa, y a Edvard que me enseñó a tocar la flauta, y a Jesenka y sus divertidas historias. También me acordé del padre de Corina, que volvería pronto a casa, y al que yo quería conocer. Me acordé de todo el pueblo - no puedo poner todos los nombres porque si no, no acabaría nunca - y de lo bien que me habían tratado y aceptado todos, sin excepción. Pero también veía la cara manchada con sangre y los ojos tristes y distantes del caballo blanco, y durante unos segundos aún dudé qué es lo que tenía que hacer.

Por la noche llegué de vuelta a casa y Corina me abrió la puerta y se echó a mis brazos llenándome de besos. Nuestra madre entró entonces en la habitación y al verme allí se quedó clavada al suelo de la sorpresa durante unos segundos. Corina reía «Lo ves, mamá, ya te lo decía yo: no le ha pasado nada malo. Ya ha vuelto» . De repente mamá reaccionó, se acercó a mí deprisa y me dio una fuerte bofetada en la cara. Después me abrazó y se echó a llorar «¿Es que no ves lo preocupados que nos tenías? Todo el pueblo ha salido a buscarte al bosque. No sé qué habría sido de Corina y de mí si te hubiera pasado algo...» . Noté que Corina me cogía de una mano con la suya y apretaba fuerte. Parece que ha pasado mucho tiempo pero fue hace sólo tres años. Ahí estábamos los tres unidos y, creedme, la mejilla me ardía y las lágrimas parecían a punto de saltar en cualquier momento. Pero entonces, no sé por qué, empecé a reír.

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