miércoles, 20 de febrero de 2008

11.-Luces que se apagan

Con paso lento, el tashiona Reyje'ru atravesó las puertas de cristal y se encontró mirando a los ojos a las nubes, sintiendo el frío viento cortando la piel de su rostro. A sus pies se extendía la ciudad de Nazeajarya, la Grande. El tashiona llevaba realizando el mismo ritual cada amanecer desde los últimos 50 años. Salía al balcón al que daban sus dependencias personales en el Templo de Tashar, la construcción más alta del mundo, y desde allí repartía sus bendiciones al pueblo. A pesar de que el frío taladraba sus huesos, salir al balcón siempre animaba el alma de Reyje'ru. La belleza del mundo tendido a sus pies, la delicada línea de los edificios nazeajarianos alzándose como dedos de marfil de la tierra, los destellos dorados que el sol naciente arranca de las semillas de fuegoflor que arrastra el viento... Pero esos placeres escapaban ese día a la vista del sabio.

Incluso desde esa altura, era capaz de notar el cambio. La plaza del Mercado Mayor debería ser una mancha negra hormigueante de actividad. Pero, por primera vez en su vida, Reyje'ru la veía vacía. Tampoco se notaba el movimiento de vehículos, más que algún Sombraviento ocasional que despegaba del puerto para perderse en el horizonte. Como si pudieran escapar tan fácilmente de su destino. El tashiona suspiró y con paso cansado volvió a entrar al interior de su habitación. Se dirigió a una esfera luminosa que pacientemente flotaba junto a la puerta.

-Es hora de reunir al Consejo.

Se sentó frente al altar de obsidiana, entonando una plegaria en silencio mientras oía el susurro de las cortinas de seda al descorrerse. Cuando Reyje’ru levantó la mirada, todos los ancianos estaban allí, esperando su palabra con respetuoso silencio. El tashiona fue al grano, no tenía sentido alargar la espera con ominosas ceremonias.

-¿Es verdad?
-Sí, tashiona.-Uno de los profetas habló en representación de los demás.
-¿No hay ninguna esperanza?
-Lo sentimos, luz divina. Las predicciones no dejan lugar a dudas: la madre ha llamado, y el hijo debe obedecer. Dios nos abandona, el sol no se pondrá tres veces antes de que todo cuanto conocemos haya tocado a su fin.

El tashiona asintió gravemente, los rumores eran ciertos.

-Que así sea, hacédselo saber al pueblo. Que hasta el mendigo más humilde tenga la potestad de recibir el fin de la vida como prefiera. Aunque me parece que tal anuncio ya no es necesario.- Dirigió una mirada de reproche a sus sacerdotes.
-Bien sabéis que el templo tiene mil oídos, oh, tashiona.

“Y sus sacerdotes, mil bocas” pensó con desagrado Reyje’ru. Pero se abstuvo de proclamarlo en voz alta, no le quedaban fuerzas para nuevas disputas. Con un gesto despidió a los profetas. Una vez se hubieron marchado, se levantó con dificultad y volvió a salir al balcón. El sol iluminaba ahora plenamente el paisaje, y su luz arrancaba destellos multicolores a la Torre de Cristal. A Reyje’ru nunca le había parecido tan bello.

...

Zorne’hu atraviesa apresuradamente el umbral del museo. Como siempre, le reciben las silenciosas galerías pobladas de artefactos de una civilización desaparecida. Mas Zorne’hu camina entre las hornacinas y vitrinas sin dirigirles una sola mirada, dirigiéndose directamente a una puerta semioculta en el muro septentrional de la sala. En el pequeño orbe de luz que perezosamente flota ante la puerta puede leerse “Myra’etCal, dirección de estudios arqueológicos”. Zorne’hu entra sin llamar.

Zorne’hu no puede contener un escalofrío cada vez que entra en el despacho de Myra, su Compañera Vital, no importa cuantas veces lo haya hecho con anterioridad. Al cruzar el umbral, uno se siente como si hubiera sido transportado a un planeta desconocido y misterioso. Las paredes están atestadas de objetos hallados durante excavaciones arqueológicas. Los hay de los más dispares tamaños, formas y colores, pero todos coinciden en poseer una geometría extraña, oscura e impregnada de misterio.

Entre dos pilas de reliquias se puede atisbar la mesa de trabajo, sobre la que se inclina Myra. No se percata de la presencia de su compañero, totalmente absorta como está en la investigación del artefacto en el cual lleva enfrascada desde hace cinco años. Cinco años de soledad, piensa con amargura Zorne, mientras hace chasquear las mandíbulas para llamar la atención de Myra. Esta finalmente levanta la vista, con la sorpresa grabada en sus ojos dorados.

-¡Zorne! Compañero mío, no te he escuché entrar.
-Que raro, viniendo de ti. –La mirada de Zorne desborda reproche.- Cualquiera hubiera pensado que preferirías pasar las últimas horas de vida con tu Compañero Vital en lugar de encerrada en esta tumba polvorienta.
-Pero amor mío, no seas tan duro. Es solo que estoy tan cerca de descifrar el funcionamiento de esta maquina...
-¡Lo sabía! –Zorne’hu grita exasperado.- ¡Nos hallamos ante el fin del mundo y tú únicamente eres capaz de pensar en tus juguetitos humanos!
-¡¿Juguetitos?! –Ahora es Myra quien grita.- ¿A toda una vida dedicada a la investigación de la cultura que nos precedió, de la que solo quedan restos conservados en estratos subterráneos lo llamas “juguetitos humanos”?

Zorne’hu trata de calmarse.

-Escucha, no volvamos a lo de siempre. ¿Te acuerda de Craisha?
-¿Aquel amigo tuyo que trabajaba en el puerto?
-Exacto. Nos ha conseguido sitio en un Sombraviento que parte dentro de una hora. Podremos salir del planeta en él, tú y yo.

Myra contempla a Zorne con expresión anonadada.

-¿Pretendes escapar? ¿Es que acaso no has leído el anuncio del Consejo? ¿Estabas dormido cuando el tashiona habló? ¡Es el fin del universo! No del mundo o de la vida, sino del universo en sí mismo. ¡La nada absoluta! ¿Cómo crees que vas a poder huir de la destrucción total en un Sombraviento?
-Las profecías fallan, los sabios se equivocan. Quizás solo sea el fin de este mundo, o de este sistema solar. Quizás si llegamos lo suficientemente lejos podamos salvarnos de la hecatombe. -Zorne comenzó a acalorarse de nuevo.- Pero seguro que no lo haremos si nos quedamos encerrados en esta habitación sacándole las tripas a tus antiguallas.

Myra hizo un gran esfuerzo por no devolverle la pulla. Comenzó a hablar tan sosegadamente como pudo.

-Escucha, por lo que sabemos, los ancianos no han fallado en ninguno de sus vaticinios en los diez mil años de historia de nuestro pueblo. Así que creo que lo mismo da que desaparezcamos aquí, que hacinados en una nave mientras sobrevolamos Alfa Centauri. Además, estoy tan cerca de descifrar el misterio que encierra este artefacto... Creo que es el equivalente humano de nuestras esferas luminosas. Tengo el código casi completo, creo que podría aprender a utilizarlo en unas pocas horas.

Zorne desvía la mirada hacia la maquina a la que se refiere Myra. Contiene un escalofrío, pues guarda toda semejanza con las macabras formas con que los humanos dotaban a sus invenciones, con formas rectilíneas, rectangulares, lleno de aristas, casi sin redondeces ni suavidades, en suma. Dos cajas unidas por una suerte de venas y arterias por las que circula la electricidad. Ambas cajas están forradas de un material sólido que despide un hedor a animales muertos millones de años atrás. A excepción de la caja superior: en uno de sus lados se puede ver una superficie vidriosa en la que parpadean imágenes. Parece que Myra es capaz de modificar esas imágenes dando ligeros golpes con el filo de sus garras en un tablero lleno de cajas diminutas con símbolos grabados, indescifrables para Zorne. Es abominable

-Tienes que comprenderlo, Zorne, hay tantas cosas que no sabemos de los humanos. Puede que comprendieran el mundo que nos rodea mejor que nosotros mismos. ¡Puede que en estas últimas horas sea capaz de comprender todas las cuestiones que han atormentado a los grandes pensadores a lo largo de nuestra historia! –Myra dirige una mirada implorante a su Compañero Vital.- Por favor Zorne, no me hagas abandonar el trabajo de toda mi vida justo cuando va a tener sentido. ¡Quédate conmigo y descubramos estas maravillas juntos!
...

Myra contiene las lágrimas y se inclina de nuevo sobre el misterioso aparato, tratando de ignorar los apresurados pasos y el ominoso sonido de la puerta del museo al cerrarse.
...

El tiempo pasa, las sombras se estiran a medida que el sol comienza a ocultarse. Y, justo cuando el último rayo de sol se disuelve en el horizonte, comienza. Un zumbido, atronador, insistente se extiende por doquier. El universo comienza a desaparecer. Como un anochecer caprichoso, la oscuridad se va apoderando poco a poco, como en oleadas, de la ciudad. Una torre, un barrio, un cubo de basura, un niño llorando por su madre... Desaparecen, dejan de existir. Tachones oscuros ocupan el espacio que ocupaban, pequeños agujeros negros que tragan toda luz y sonido que les rodee.

Alrededor de Myra’etCal la hecatombe se precipita. La oscuridad traza círculos concéntricos en torno a ella, devorando las reliquias, estanterías, suelo y paredes por igual, estrechando el círculo cada vez más. Pero Myra no se da cuenta, se halla totalmente mesmerizada por las imágenes que parpadean en la superficie vidriosa del artefacto humano.

Ha descubierto la verdad. La verdad sobre su existencia, la suya, la de su raza. La verdad sobre su aniquilación. Está justo ahí, frente a ella. Lágrimas corren por su mejilla. La sorpresa da paso al horror, el horror a la ira, y la ira a la determinación. Con una mueca, teclea sobre el panel hasta que la maquina obedece sus órdenes.

Lo ha hecho. Myra desaparece en la oscuridad, pero lo último que los círculos concéntricos borran es su sardónica sonrisa, que permanece unos segundos flotando en la nada, la sonrisa de quien sabe que ha ejecutado su venganza con su último aliento. El zumbido cesa.

...

-¡Pablito! ¡Si te he dicho que bajes a comer, bajas a comer! ¡Ya está bien de tanto jugar con el ordenador, coño!
-¡Pero mamá, que ya tengo la civilización en nivel 21!
-¡Ni civilización ni leches, que se enfrían las lentejas! ¡Hala!
-¡No, mamá, espera...!

De un tirón, la madre de Pablo desconecta el cable de alimentación del ordenador.

-¡Que no había salvado la partida!
-¡Así aprendes a hacerme caso cuando te lo digo! Todo el día enganchado a la puñetera maquinita. Ya estás bajando a comer.

La señora baja las escaleras que conducen al salón dando fuertes pisotones, como hace siempre que se enfada. Pablo se demora aun un poco más mientras se abrocha los cordones de las zapatillas, refunfuñando por la injusticia de la que ha sido víctima. Decide ponerse el reloj de pulsera, pero no lo encuentra en la habitación. Se encara a la puerta que conduce a la escalera.

-¡Mamaaaaa! ¿Has visto mi reloj?... ¡Mamaaaaa! ¿No me escuchas?

La voz de su madre le llega ininteligible, amortiguada por un sonido molesto y creciente.

-¡Mamaaaaa! ¿Qué es ese zumbido? ¿De donde sale? ... ¿Y mi reloj?

Pabló levanta la vista y queda paralizado en el acto. Las paredes de su habitación han desaparecido, han sido cubiertas por una sombra antinatural que va devorando cada vez más espacio de su cuarto, avanzando en círculos cuyo centro no es otro que él mismo.

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