viernes, 8 de febrero de 2008

6.-Con el permiso de Harry Harrison

¿Quién hubiera podido predecir que mis hijos serían tan diferentes? Todavía recuerdo como si fuera ayer el día que vinieron al mundo, cuando los vi allí, entre la paja, dos criaturas tan pequeñas y tan llenas de vida. ¡Mellizos! Entonces pensé que eran como dos gotas de agua. No podía adivinar hasta qué punto estaba equivocada.

Aleitor en seguida demostró no ser un varón típico. Aprendió a andar, y luego a correr y nadar, casi a la vez que su hermana, y era tan rápido y fuerte como ella en los juegos. También era hábil: una vez incluso cazó un Dientes Grandes él solo, o al menos eso dijeron... siempre sospeché que su hermana le había ayudado, pero no dije nada porque así él fue admitido en el grupo de caza, un honor reservado a muy pocos varones. Suza era alta y atlética, como corresponde a una hija de la estirpe de las Regentes; destacaba incluso entre las de su misma edad. Sí, yo estaba orgullosa de mi descendencia.

Entonces el mundo comenzó a cambiar. Al principio nadie le dio importancia: un verano más frío de lo habitual, una cosecha más pobre... eran cosas que habían pasado de vez en cuando y no había motivos para pensar que fueran a peor. Después, con el paso de los años, las noticias de las tierras del Norte fueron cada vez más alarmantes. El frío volvía la tierra inhabitable, y sus gentes se desplazaban al Sur. Los viajeros hablaban de hielos perpetuos y vientos heladores. Pronto se hizo evidente que el frío avanzaba hacia nosotros, y aunque el sol aún brillara fuerte en nuestro cielo, en unos pocos años nos enfrentaríamos a aquello que ahora nos parecía tan lejano.

Mis hijos también cambiaron. Mientras Suza discutía con sus hermanas de casta sobre lo que estaba pasando, Aleitor dejó de frecuentar el grupo y pasaba los días en la biblioteca, revolviendo entre volúmenes olvidados. Pronto empezó a hablar de utilizar el conocimiento de los antiguos sabios para hacer frente a la catástrofe. Decía que podíamos establecernos en las cuevas cercanas, utilizar el calor de las fuentes termales que allí había para caldear nuestros habitáculos, y filtrar la luz del sol con espejos hasta las cavernas más amplias, donde podríamos cultivar nuestra comida. Según él, estas cosechas y los peces del lago subterráneo bastarían para subsistir hasta que volviera la estación cálida.

Por aquel entonces, Suza ya formaba parte del Círculo de Regentes, y a ella y sus hermanas de casta correspondía tomar una decisión. Como yo me temía, mi hija rechazó la idea de su hermano: le llamó cobarde delante de toda la comunidad. Había que recoger lo imprescindible y marchar hacia el Sur, como habían hecho los viajeros que habíamos visto pasar todos estos años, aunque hacía tiempo que no venía nadie. Al Sur no llegaría el frío; a estas alturas ya se habría fundado una enorme ciudad capaz de acoger a todo nuestro pueblo, y donde podríamos prosperar.

Entonces sucedió algo sin precedentes. Primero una a una, y luego en grupos, distintas voces discreparon de las Regentes y se pusieron al lado de mi hijo. Se discutió durante tres días con sus noches sin que hubiera acuerdo, hasta que finalmente se decidió dividir a la población. Quienes estaban de acuerdo con Aleitor permanecerían en el enclave, y el resto marcharía hacia el Sur. Si encontraban una ciudad floreciente, enviarían un mensajero para hacernos saber que el viaje era seguro. En caso contrario, volverían y se establecerían con los demás.

Y así fue cómo vi partir a mi hija y a la mayoría de los de su generación, junto con muchos de las generaciones anteriores y posteriores a ellos. Yo elegí no viajar, dije que no me sentía con fuerzas. Dudaba que mis viejos huesos pudieran aguantar el viaje.

Han pasado los años y nadie ha cruzado las puertas de nuestro enclave en las cavernas. Al principio no fue malo: Aleitor consiguió lo que había prometido y pudimos vivir confortablemente al calor de las aguas termales. Aprendimos a olvidar el sol, a alimentarnos de las pobres plantas que podían crecer en aquel suelo, y a sobrevivir gracias a la esperanza.

Pero la esperanza ya no es suficiente. La luz no llega a través de los espejos. Dicen que en el exterior solamente hay nubes, aunque nadie lo sabe, porque no nos atrevemos a salir. El lago subterráneo se ha helado. Los pocos que quedan vivos vagan por los pasillos murmurando incoherencias, y ahora estoy segura de que ahí fuera no hay nadie que pueda venir a buscarnos. Mi pueblo se muere. Me miro al espejo y no reconozco a la vieja que me devuelve la mirada. Mis escamas son blanquecinas en lugar de verde brillante, mis ojos color ámbar están cubiertos de una película gris, su pupila casi redonda intentando captar un hilo de luz.

Sólo espero que, si algún día vuelve el verano, si el sol vuelve a calentar esta tierra agrietada, la Naturaleza vuelva a empezar de nuevo. Quizá con los ratones.

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