sábado, 2 de febrero de 2008

18.-Siempre

Otra vez. Siempre igual. Bueno, tampoco siempre, no seamos dramáticos. No entiendo por qué tanto lío. Siempre es más fácil cuando estás aquí, pero hoy no estás y me tengo que ir corriendo. Aún espero que dobles la esquina y aparezcas para salvarme del apuro, pero vuelvo a conectar con el bullicio robótico de la gente y recuerdo que no vendrás a consolarme, a decirme que ya me lo has dicho mil veces, que no me vuelva a olvidar y que te adelantas mientras me lamento de nuevo por el error, uno más en ese humillante álbum de descuidos tontos que no enseñaré jamás a nadie, especialmente ahora que no tengo fuerzas para taparlos con una risa espontánea y un “ya sabes cómo soy”. Ahora que no estás tan lejos como otras veces pero te siento a miles de kilómetros, alejándote por las vías de la rendición para las que he pagado una parte del peaje bajando la cabeza y lamentándome como un imbécil. Ahora es cuando encuentro que mis preocupaciones te pasaron factura, y que nunca volveré a buscarte falsos tréboles de cuatro hojas en la piscina; porque, ¿de qué han servido? ¿hay que mantener la ilusión siempre, aun cuando sabes que la cuarta hoja es un defecto de la esperanza? He pasado los últimos meses intentando sacar ganas de esa promesa tan personal para ir a verte cada día, subir a tu habitación y encontrarme con el ceño arrugado de tus padres, y esperar a que el doctor apareciese para darme algo que me hiciese más fácil recordar tu cara durante las siguientes horas. Tu lunar en la mejilla y tus ojos, temblorosos, como la primera vez que nos quedamos solos en la habitación de tu amiga Sonia. Me seguías mirando igual hace un año. Hasta hace un año.

Y aún sigo confundiendo los botes de jabón. La última vez me lo dijiste bien claro, como otras, pero no puedo evitar pasarme aquí diez minutos destapando los plásticos y cerrando los ojos, esperando encontrarte entre los olores de uno en particular. Sé que te gustaba uno especialmente, aquel con la bola roja en la tapa que costaba cerrar cuando se resecaba el líquido. Siempre me decías que lo limpiase antes de salir del baño, y siempre lo dejaba por considerarlo inútil. Y a la mañana siguiente pensaría que lo habrías cambiado por uno nuevo que pesaba menos. “Eres un vago”. “Ya sabes cómo soy…”. No consigo encontrarlo, son decenas de botes con almendras, jazmín, jengibre, azahar y rosas, pero ninguno acaba en esa esfera roja que rebañabas con ahínco cuando no quedaba nada, y lo poníamos boca abajo sin parar de recogerlo, huidizo entre las manos espumosas y el vaho de nuestras duchas frías.

Pregunto a la encargada y se acerca a la estantería iluminada con halógenos blancos, coge uno con gracia y me sonríe recomendando la ergonomía del nuevo envase. Mis párpados no parecen recibir la noticia con entusiasmo y lucho para que permanezcan abiertos. El centro de mis cejas también se desploma, y apenas puedo distinguir las letras que describen el contenido, ahogadas en la niebla húmeda. El tacto es suave y la tapadera se abre con mucha más facilidad. El olor es casi el mismo. Es curioso porque puedo reconocerlo, pero me cuesta retener la imagen de nosotros embadurnados en él, dejando caer las gotas que enceran la vieja bañera del apartamento, blanqueando los pequeños pliegues bajo tus ojos verdes y empapando tu espalda. Es todo lo que puedo recordar. No sé cómo era el tacto de tus senos, ni de tus piernas, ya ni me imagino el sabor de tu cuello, y no acierto a contar los lunares de tu brazo derecho. “Ya tendrás tiempo de contar”, me dijiste al salir de casa de Sonia. Pero ya no. Ya estoy al otro lado del tiempo. Quiero cerrar con furia el envase a rosca, pero mis manos parecen fuera de control y derramo el interior.

Y se esparce.

Cuando llego a las puertas del Clínico me fallan las rodillas, y sonrío nerviosamente buscando una excusa interna para no desmoronarme aprovechando la oportunidad que me brindan, pero no quiero que te vayas. Te quiero y te he querido hasta ahora, hasta hace un año y después, a pesar de que mis remordimientos pudieron conmigo en más de una ocasión. Y te lo vuelvo a decir ahora que subo a rescatarte entre sudor y miradas extrañas: no tuve la culpa. No tuve la culpa y me niego a perderte entre las sombras solo porque los demás se hayan rendido. Estaré allí aunque no quieran, y sé que algún día despertarás para encontrarme entre pan tostado y mantequilla, y correrás hacia el baño para desnudarte frente a la esfera roja.

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