viernes, 8 de febrero de 2008

7.-La adultera

Las tropas rodeaban la caravana hebrea que descansaba a orillas del Gran Lago Amargo. Ramsés tensó el arco. Vaciló. La imagen de su primogénito asesinado se impuso sobre cualquier consideración y la flecha buscó su blanco. Allí murió su sobrino Moisés y la esperanza de un pueblo.


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El hombre subió ágilmente al bloque de granito. De pie sobre él, contempló en la lejanía el discurrir manso de las aguas del gran río, rojas por el sol que se hundía en el horizonte. Sabía que aquel era su último atardecer en el campamento y quería disfrutar del efímero instante de libertad que le proporcionaba despreciar en soledad la creación de su dios, cuestión paradójica en quien ha nacido esclavo y sabe que morirá como tal. Al igual que sus padres y los padres de sus padres; al igual que los hijos que habrían de venir y los hijos de sus hijos. Sin libertad. Sin pasado. Sin futuro. Sólo el desahuciado presente.

El hombre se volvió y contempló la pirámide a medio construir. Las últimas piedras, recortadas contra el cielo, eran una mueca de satisfacción por el sudor y la sangre que habían servido de argamasa a sus uniones en seco, sudor y sangre procedentes de su pueblo, esclavizado por los egipcios, esclavizado por sus propios pecados y condenado a purgar el haber violado la alianza. Lejos quedaba Avraham, sacrificado por sus hijos y olvidado por su dios. Muerto estaba Moisés. Perdida estaba Canaán, la tierra prometida.

El hombre descendió ágilmente del bloque de granito. Con paso vivo se encaminó hacia el campamento donde le aguardaban los suyos ante la tienda en la que dormía cada noche. Sintió una rabia creciente, un brote de odio y desprecio contra ellos, alimentado por la consciencia del alma resignada y débil de su pueblo, la suya propia, que los marcaba con más fuerza que los latigazos, que los aplastaba con mayor peso que el pie de sus amos. Y una vez más, por costumbre, hizo lo que de él se esperaba como rabino. Entró, buscó el talit y la kippa y se los puso. Salió y dirigió la oración. Fue breve. Estaba cansado. Cansado de su sometimiento a Dios y al hombre, cansado de sus hermanos, cansado de vivir. Shemá Israel, Adonai Eloheinu, Adonai Ejad, la frase ritual de un idioma extinto, puso fin a la reunión. Luego durmió sin sueños.



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El hombre se asomó a la popa de la gran faluca y orinó. Habían transcurrido tres días desde que montó en la barcaza y bendecía cada brizna de aire que le acercaba a su destino, a su hogar. Contempló indiferente las orillas de aluvión que germinaban tras la retirada de la inundación anual, una fertilidad con las yermas arenas del desierto por frontera. Avanzó hasta la proa y se sentó mirando al frente. Sabía que estaba cerca. Todo su cuerpo lo sentía. Y aún así se sorprendió cuando a lo lejos distinguió, asomando desvaídas entre las ondas de calor reverberado, las siluetas de las casas de adobe que eran todo cuanto le importaba, cuanto tenía, cuanto conocía. En una de ellas residía su bien, su vida, su amor. Su mujer.

El hombre puso pie en tierra. No estaba solo. Le acompañaban otros que como él habían sido reclamados como tributo temporal a su señor, para trabajar en la futura tumba de Cesarión, faraón del Alto y Bajo Egipto, heredero de Cleopatra. El capataz les esperaba. No cruzó saludo, ni dio bienvenida alguna. Simplemente se limitó a comprobar su estado. Pareció satisfecho al ver que no había perdido a ninguno. Con voz seca ladró sus instrucciones. Hoy descansarían. Mañana empezarían con la siembra.

El hombre entró en su casa y cerró la puerta tras de sí. Deslumbrado por la luz del exterior tuvo que esperar a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad de dentro. Estaba vacía y hacía fresco. Olía a ella. Un escalofrío recorrió su espalda. Era agradable. Miró alrededor y vio que todo estaba igual que el día de su partida, como si los últimos cuatro meses no hubieran existido. No sabiendo qué hacer se sentó en un taburete y aguardó a que ella llegara.

El hombre escuchó gritar su nombre y se puso en pie rápidamente. Era ella. Oía, o creía oír, el chasquido de las sandalias al correr, la respiración jadeante, los latidos de su corazón. Él era incapaz de moverse. La puerta se abrió de par en par y una sombra se perfiló contra la luz del atardecer. Se abrazaron con desesperación, con hambre y fueron uno por un instante. Con la voz ronca murmuró su nombre:

- Maryam.

Ella susurró:

- Yosefyah.


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El hombre la observó mientras trajinaba en el fogón. Estaba tan hermosa como cuando la vio por primera vez. Le ayudó a servir la cena y comieron en silencio, mirándose. No necesitaban más. Después se acercaron a la orilla del gran río y pasearon. Sobre el horizonte brilló la primera estrella. Era la hora de las palabras.

La mujer se detuvo. Tenía algo importante que decirle. Estaba encinta y daría a luz en la estación de la cosecha, a finales de Epeiph. Él vio que la ilusión adornaba su rostro y que era feliz. Y por ello, él también lo fue. Durante unos instantes.

- ¿Quién es el padre?
- Tú.

El hombre la golpeó con el puño cerrado y ella cayó al suelo. Pareció sorprendida. No más que él.

- ¡Quién es el padre, ramera!
- ¡Tú! Tú, Yosef, serás su padre.

El hombre negó con la cabeza. Escupió a un lado y empezó a caminar alejándose de ella. No hizo caso de sus gritos llamándolo y siguió adelante. La mujer corrió y se arrodilló ante él, abrazándose a sus rodillas, obligándolo a pararse y escucharla. Por tres noches la mujer había tenido un mismo sueño y en él se le comunicó que concebiría al ungido, al hijo de su dios, al que daría el nombre de Yeshua, el salvador del hombre. Ella, esclava también del Señor, se había sometido a su palabra. Al siguiente mes, no sangró.

El hombre miró a la mujer. En sus palabras y en su cuerpo no habitaba la mentira y conocía el poder de los sueños. No le importó. “Ese hijo no ha de nacer. Acudirás a la partera y todo acabará” dijo. A la luz de la luna vio cómo su rostro se demudaba. La mujer gritó, amenazó, suplicó, lloró. No le importó. ¿Por qué habría de importarle? Su dios los había abandonado hacía tiempo. Había despreciado la alianza con Avraham, había consentido la muerte del libertador y frustrado el éxodo, los había sometido a más de mil años de esclavitud egipcia. Y él mismo era humillado a través de su infidelidad. Su pueblo estaba muerto. No había habido salvación para ellos, los elegidos. Y en la mano del hombre llamado Yosefyah estaba que no la hubiera para ningún otro. Era su derecho, era el Talión.

El hombre se inclinó sobre la mujer y la ayudó a ponerse en pie. Regresaron a la casa. “Maryam, eres mía y harás lo que te ordene” dijo antes de salir en busca de la partera. La negociación fue breve. La llevó hasta su mujer y aguardó fuera hasta que hubiera concluido su trabajo. Cuando salió se limitó a asentir con la cabeza y le tendió una mano. Vio sangre en ella cuando pagó con dos monedas de cobre.



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El hombre contempló el amanecer. Tomó su azada y se dirigió a los campos que había de trabajar. Todo parecía nuevo a sus ojos. Sintió que se había hecho justicia. Yosefyah había matado a Dios y la esperanza del hombre.







Nota1: Shemá Israel, Adonai Eloheinu, Adonai Ejad, "Oye, Israel, el señor es nuestro Dios, el señor es Uno".

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