lunes, 4 de febrero de 2008

3.-Transgénicos S. A.

Érase una vez, en un planeta muy, muy lejano que giraba alrededor de un viejo sol, una gran casa, la única de ese pequeño mundo. La casa, la miraras por donde la miraras, era muy extraña ya que parecía que habían pegado una caseta de perro al costado de un elefante.



En ella vivía Marco junto a sus padres, grandes científicos a los que habían enviado desde la Tierra. Los tres ocupaban la parte de la caseta del perro, donde estaban los dormitorios, el salón, la cocina y los baños. La zona del elefante era un gran laboratorio de investigación lleno de extrañas y asombrosas máquinas, de luces, de frascos de cristal y mil maravillas más. A Marco le gustaba ir allí y, una tarde, pensó en visitar a sus padres. Fue hacia la puerta que separaba la casa del laboratorio, la cual se abrió con un suave sonido, como el de una pelota cuando pierde aire. Se asomó y miró a un lado y otro. No había nadie y sabía que él no podía estar dentro solo. Sin embargo, la tentación era grande y si no tocaba nada, nadie se enteraría de que había desobedecido. Así que metió las manos en los bolsillos de su peto rojo y paseó de un lado a otro. Las máquinas lanzaban pequeños chasquidos como si estuvieran enfurruñadas y una de ellas, la más grande de todas, era la que más ruido sacaba. Se acercó al ver una luz roja que se encendía y apagaba. No podía apartar la mirada y, poco a poco, su mano abandonó el bolsillo y subió hacia ella. No se dio cuenta de lo que había hecho hasta que una alarma tronó furiosa. Se quedó paralizado del susto. Y cuando vio la cara preocupada de sus padres deseó que se lo tragara la tierra.

- ¿Estás bien, Marco? – le preguntó su padre sujetándole por los hombros, arrodillado a su lado.
- Ssss-sí papá.



Tranquilizados por su respuesta toquetearon varios botones en la gran máquina, que por fin dejó de aullar. Su madre abrió una pequeña portezuela y extrajo una bandeja que contenía lo que parecían guisantes.

- El análisis es claro, Adolfo. La interrupción del proceso de radiación transgénica ha malogrado el experimento – dijo ella muy seria.
- ¡No! Tres meses de trabajo a la basura. ¿No hay nada que podamos salvar, Susana? – preguntó igualmente serio.
- Absolutamente nada. Tendremos que empezar desde cero – respondió tirando la bandeja sobre una mesa lo que hizo que algunas semillas cayeran al suelo.

Pasaron unos minutos eternos antes de que le hablaran. Apenas entendía lo que decían sus padres, pero sus rostros... Estaban enfadados, muy enfadados.

- ¿Qué has hecho, Marco? ¿Acaso no te hemos dicho mil veces que no puedes estar aquí solo? ¿Qué es peligroso? ¿No viste la luz roja? Roja de peligro, roja de prohibido.
- Ssss-sí, papá. Lo siento. De verdad, yo no quería… - consiguió decir en medio de gruesos lagrimones.
- Ya lo creo que lo vas a sentir, Marco. Hoy a la cama sin cenar. Y mañana sabrás cuál es tu castigo. Mamá y yo tenemos mucho de lo que hablar. Ahora, ve a tu dormitorio.


Cabizbajo, obedeció y camino de la puerta vio algunas semillas caídas. Las recogió mientras fingía atarse una zapatilla y en su cuarto las observó con atención. No entendía por qué sus padres se habían enfadado tanto si sólo eran unos vulgares guisantes. Seguro que si los plantaba crecerían. Y entonces se darían cuenta de su error, de lo injustos que habían sido con él y le pedirían perdón. Satisfecho ante su gran plan se acercó a la ventana y enterró los guisantes en un tiesto que había allí. Contento, se tumbó sobre la cama y antes de darse cuenta se durmió.

Un temblor le despertó a medianoche. Encendió la luz y… contempló el más alucinante de los espectáculos. Un grueso tallo brotaba del tiesto y tras enroscarse en el interior de la habitación volvía a salir. Marco saltó al suelo, se asomó al exterior y miró en la dirección en que había crecido. Tan alta estaba la planta que llegaba a las estrellas. No dudó un solo segundo. Subió y subió y cuando creía que jamás llegaría a ninguna parte se dio cuenta de que estaba sobre una rama de la que brotaba una única y enorme hoja sobre la cual había un cartel que ponía “Bienvenido a Clarkeland”. Desde la señal salía una carretera estrecha. No había hecho ni un kilómetro cuando un extraño individuo muy parecido a un lenguado de ojos saltones se cruzó en su camino.



- Hola – dijo el tipo con pinta de pez mirándole con curiosidad -. ¿Quién eres?
- Marco – respondió tímidamente.
- ¿Y qué eres? – preguntó.
- Un niño.
- Ahhh. Y ¿qué es un niño?
- Pues yo – dijo tras un momento de duda.
- Ya veo. Oye, tú no eres muy listo, ¿verdad?
- Claro que lo soy – contestó un tanto mosqueado -. ¿Y tú que eres?
- ¿Yo? Un clarke por supuesto.
- Nunca había visto un clarke.
- Vaya, eso sí que es raro porque aquí sólo vivimos nosotros. Y somos inconfundibles. Planos, grises, perfectos.
- ¿Planos? Y eso ¿por qué?
- ¿No os enseñan en tu país historia clarkiana o qué? – comentó asqueado -. Mira, hace muchísimos siglos hubo una terrible guerra. Personalidades profundas se pelearon con personalidades de gran carácter. Hubo muchas víctimas y para acabar con aquella cruenta batalla decidimos que lo mejor era tener una personalidad plana y poco dibujada. Desde entonces, vivimos en paz.
- Entiendo, pero ¿por qué grises? ¿No hay clarkes de otros colores?
- Ahora que lo dices, sí, hubo clarkes rojos pero los expulsamos.
- ¿Por qué?
- Pues porque tenían ideas muy distintas.
- ¿Eso es malo?
- Peor, es peligroso. Querían que nadie fuera dueño de nada, que compartiéramos las cosas. Decían que los trabajadores debían gobernar y otras paparruchadas por el estilo. Pero de eso hace tanto tiempo que ya ni reconoceríamos a un rojo.
- ¿No? Mira mi peto. Es rojo.
- ¿Rojo? Rojo. ¡ROJOOOOO! ¡ALARMA! ¡ALARMAAAAAA! ¡HAY UN ROJOOOOO EN CLARKELAAAAND!


De inmediato, miles de clarkes con cara de pocos amigos aparecieron y fueron hacia él. No sabía qué estaba pasando pero aquello no le gustó ni un pelo así que echó a correr, perseguido por los clarkes, hasta el tronco por el que había llegado y trepó sin parar hasta alcanzar otra hoja. Esta estaba cubierta por flores blancas y no había ningún clarke a la vista. Anduvo entre ellas y, a cierta distancia, divisó una hermosa flor roja. Iba hacia ella cuando alguien gritó:

- ¡Cuidado patoso! ¡Casi me aplastas!

Marco miró en un sentido y otro, pero no vio a nadie. Pero juraría haber oído chillar.

- Aquí abajo, cegato.



Marco bajó su mirada y contempló asombrado una flor que le miraba con ojos que lanzaban chispas.

- Perdón, señora flor. No te había visto.
- Señorita si no te importa que aún no me han polinizado. Y como veo que tienes buenos modales, te perdono.
- Gracias, señorita…
- Margarita.
- Encantado de conocerte, señorita Margarita. Yo me llamo Marco. Soy un niño – dijo pensando que no estaría de más algo de información extra.
- Ya lo sé – dijo haciéndose la interesante -. No eres el primero que conozco ¿sabes? Hace ya algún tiempo vino otro jovencito, rubio, muy guapo, acompañado por un zorro que no dejaba de pedirle que lo domesticara. Un animal muy raro aquel. Hay que ser tonto para renunciar a la libertad. Bueno, como te iba diciendo, aquel niño afirmaba ser el hijo pequeño de un rey. Claro que también decía haber llegado de otro mundo así que no le hice demasiado caso. Estaba claro que no le funcionaba muy bien la cabeza. Y dejé de prestarle atención cuando, desoyendo mis consejos, se enamoró de Rosa.
- ¿Quién es Rosa?
- ¿Por qué quieres saberlo?
- Ehhh,… para no enamorarme de ella.
- Y harás bien. Rosa es una flor mala que se vale de su belleza roja para atraer a cuantos puede y sacarles toda la savia. El niño príncipe fue su última víctima, aunque debo decir que al final actuó sabiamente. Cuando se dio cuenta de la verdadera naturaleza de Rosa la encerró en una campana de cristal y abandonó este lugar, afirmando que antes se haría amigo de una serpiente que volver a caer en las garras de otra “Rosa”.
- Está bien saberlo – comentó Marco -. Bueno, me voy a dar una vuelta. Adiós, señorita Margarita.
- Adiós Marco y recuerda ¡no te acerques a Rosa! – advirtió mientras agitaba una hoja a modo de despedida.

La historia había picado la curiosidad de Marco de modo que dio un rodeo para poderse acercar sin ser visto a la flor roja, desoyendo el consejo de la señorita Margarita. Se detuvo a un par de metros y comprobó que, efectivamente, la cubría una campana de cristal. Pero dentro sólo había una flor marchita y doblada sobre sí misma. Dio un paso y otro y otro, hasta llegar junto a la maltrecha planta y pudo escuchar cómo esta se lamentaba.

- Ayyy, pobre de mí, encerrada en esta jaula sin aire, sin viento, sin libertad.
- ¿Puedo hacer algo por ti señorita Rosa? – preguntó Marco sentándose a su lado y preocupado por su lamentable aspecto.



Esta se alzó con esfuerzo y lo miró con tristeza.

- Oh, claro que puedes amorcito. Libérame de esta jaula para respirar aire limpio, para vivir en libertad. Y llámame señora que ya conozco el polen.
- Claro, señora Rosa – respondió alzando la campana que la mantenía prisionera.
- Mmm, qué placer sentir el viento en mis pétalos. Me siento renacer. Gracias, amorcito. Me has hecho un gran favor y estoy en deuda. Pero ¿qué puedo hacer por ti cuando no puedo ni mantenerme erguida? Estoy tan débil. Creo, creo… que voy a desmayarme. Ohhhh.

Con mucho cuidado, Marco sujetó con una mano el tallo y con la otra levantó la delicada corola y se quedó muy quieto. El sol estaba en lo alto y cerró los ojos amodorrado pensando en lo injusta que había sido la señorita Margarita al criticar a toda una señora y por contarle aquella sarta de mentiras. Un agudo dolor en la muñeca lo sacó de sus pensamientos. Asustado vio que a la señora Rosa le había mordido y que le estaba chupando la sangre y que cuanto más bebía más grande y lozana se ponía. Tiró fuerte y consiguió que la flor vampiro le soltara.

- ¡Qué haces! – exclamó alejándose de ella.
- ¡Comer! ¡Comer! Tengo tanta hambre después de todo este tiempo encerrada y tú estás tan rico. Dame tu sangre, quiero más, más… - exigió mientras para asombro y terror de Marco la planta sacaba sus raíces de la tierra y caminaba hacia él.

Marco retrocedió pero la bella transformada en bestia avanzaba rápida chasqueando sus colmillos. Aterrorizado, atravesó corriendo el jardín, con ella siempre detrás y con los gritos de “Te lo dije, te lo dije” de la señorita Margarita resonando en sus oídos. El gran tallo estaba cada vez más cerca. Cien metros. Cincuenta. Diez. Comenzó a descender, más y más rápido. Pasaron minutos, horas y cada vez estaba más y más cansado hasta que no tuvo fuerzas para sujetarse y cayó, cayó, cayó.

El topetazo fue doloroso. Marco abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba a los pies de su cama. No había rastro de la planta, ni bestia que le persiguiera, ni nada de nada. Todo había sido una pesadilla. Pero había aprendido una lección. Debía tener mucho cuidado con el rojo. Somnoliento volvió a acostarse aunque, tal vez, no hubiera sido mala idea echar un vistazo bajo el alfeizar de la ventana, donde una hermosísima rosa roja se desperezaba con los primeros rayos de sol.

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