viernes, 1 de febrero de 2008

10.- EL BILLETE DE MI VIDA



El día había amanecido gris plomizo. Salí rápidamente a la calle. Llovía y yo había olvidado mi paraguas. ¿Qué me estaba pasando?¿Cómo había llegado a aquella situación?
Mi concepción sobre todas las cosas que me rodeaban estaba cambiando, en algunas incluso hasta la dejadez y la apatía como por ejemplo, el trabajo, que era necesario para ayudar a sacar adelante a mi familia, y al que ya no le daba la importancia y prioridad que le daba anteriormente. Me empezaba a ver a mí mismo como un joven egoísta que no tenía ninguna consideración por los demás. Notaba también que me estaba cambiando el carácter, y a veces eso provocaba que me enfadara mucho más fácilmente de lo que solía.
Aquella apatía fue la causa de haberme dejado el paraguas junto a la puerta, así que volví sobre mis pasos rápidamente, cogí el paraguas, y me fui corriendo a la parada del autobús. Casualmente, en el mismo momento en que estaba a punto de alcanzarla, mi autobús se aproximaba a escasos 20 metros, por lo que agoté todas las fuerzas que se pueden tener a las 6’30 de la mañana, para llegar a la parada antes que él esperando que se detuviera para que pudiera subir. No lo hizo. Principalmente porque el conductor me vio más de cerca antes de pisar el freno. Los negros no gozábamos de muchas ayudas y privilegios en aquel 1951. Y además, si no había nadie más en la parada que necesitara coger el bus, mis probabilidades para que se detuviera se reducían notablemente, puesto que aquel conductor blanco tenía la posibilidad de mofarse delante de sus pasajeros de aquel joven negro de apenas 18 años que corría desesperado por coger el autobús que le llevaba al trabajo. Así que tuve que esperar al siguiente autobús. Este sí que paró. Lo que yo no sabía era que aquel autobús iba a cambiar mi vida para siempre.
Subí y compré el billete que me guardé acto seguido en la cartera de lana que me había regalado mi madre y que ella misma hizo. Hasta 1955, los negros debíamos ceder el asiento a los blancos, o, si el vehículo disponía de plazas libres, teníamos que situarnos en la parte trasera, de manera que estuvieran las dos razas separadas y distinguidas en los medios de transporte. A las 6’30 de la mañana no tenía problemas de ausencia de plazas libres, así que, me dirigí directamente a la última fila de asientos. Viajaban tan sólo 7 personas. Yo era el único de raza negra, y entre los 6 blancos restantes, había 3 jóvenes, sobre unos 22 años, que se sentaban a ambos lados del pasillo, y que me miraban atentamente con mirada poco tranquilizadora. Efectivamente, cuando pasé entre ellos (no tenía otro camino) uno de ellos me puso la zancadilla, y otro me empujó y me tiraron al suelo.
En cualquier situación normal, debiera haberme levantado, tal vez, proferir algunas palabras malsonantes, o ni siquiera eso, y sentarme en la última fila junto a la ventana, esperando llegar a mi destino lo antes posible. Pero no estaba siendo mi día, y debido a mis 18 años mis hormonas estaban en plena metamorfosis. Aquella metamorfosis convirtió algunas de mis apacibles y tranquilas hormonas, en unas rebeldes y violentas que desconocía que existieran en mi organismo. De ahí mi reacción. Me levanté ágilmente y las risas de aquellos jóvenes se apagaron inmediatamente cuando le propiné un soberbio puñetazo en toda la nariz al que me puso la zancadilla inicialmente. Mientras se tapaba la cara retorciéndose de dolor, el otro que me había empujado anteriormente, me aferró el brazo izquierdo con fuerza por detrás, y me cogió del cuello mientras me obligaba a inclinarme hacia delante para empotrarme contra el asiento. Afortunadamente, yo ya estaba bastante desarrollado a esa edad, y tenía bastante más fuerza de la que parecía indicar mi físico, así que no consiguió estamparme contra su objetivo. Entonces el tercer chico entró en acción…y de que manera. Sacó directamente la navaja, y con su brazo izquierdo inició la maniobra de apuñalamiento. Afortunadamente, mi paraguas seguía en mi diestra (le había dado el puñetazo al primero con paraguazo incluido), y aproveché su longitud para impulsar mi brazo hacia el que me quería acuchillar, al mismo tiempo que ese mismo impulso me servía para librarme del joven que me tenía cogido por el pescuezo, aunque no me soltó el brazo. Golpeé al chico de la navaja en la cara con el paraguas, y, aunque el golpe le hizo cerrar los ojos, no detuvo el movimiento de su brazo que siguió avanzando hasta que se encontró un blanco. Para sorpresa suya, el blanco no había sido yo, sino su amigo, el que me sujetaba del brazo, pues yo me había zafado de él mediante el ataque con el paraguas. Una expresión de asombro estaba presente en todos los rostros de los viajeros del autobús, que lo habían visto todo, mientras que el conductor sólo hacía que gritar que saliéramos a pegarnos fuera, y que no quería líos. Era evidente que no había visto hasta donde habían llegado nuestros “roces”. Del pecho del chico empezó a brotar sangre que empapaba la ropa de aquel rojo indeseable, y que precedió al desplome en el suelo del joven, que presentaba evidentes dificultades para respirar.
“¡Hijo de puta! Has herido a Steve ¡Negro de mierda!¡Te vas a enterar!”. Aquellas palabras me hicieron reflexionar sobre lo que acababa de tener lugar, y me quedé completamente paralizado, y al conductor le sirvieron esos gritos para girarse y alarmarse por lo que veía, y detuvo el autobús al instante. Me sentía paralizado, escandalizado y espantado. Sólo deseaba despertarme, y respirar tranquilo después de darme cuenta que sólo era una pesadilla. Pero aquel momento no llegaba. No era ningún sueño. Aquella pesadilla era real. Tan real como la presión que notaba en mi cuello y casi me asfixiaba ejercida por uno de los pasajeros sobre mí para que no escapara.

Apenas una semana después, el juez dictó sentencia. Una pena de 2 años de cárcel por agresión e intento de homicidio con arma blanca a un joven blanco que estuvo a punto de morir con una profunda herida en el pulmón derecho. Naturalmente, los pasajeros y los mismos agresores sabían que no fui yo el que apuñalé a aquel chico, pero era la palabra de un negro, contra la de 5 blancos, puesto que el conductor (que no pudo haber visto casi nada) y otro pasajero declararon en mi contra además de los 3 implicados.
De aquellos dos años en la cárcel me llevé dos íntimos amigos y alguna paliza que parecía una ley “no escrita” en los códigos penitenciarios. El primero de los amigos se llamaba Ronald (“Ron” para sus colegas). Fui su compañero de celda, y compartimos bastantes cosas. Conté con su protección desde el principio, por lo que aquello me evitó bastantes problemas, y también conté con sus compañías. Y digo compañías por que de ahí surgió el otro amigo que compartíamos en la trena, y también fuera de ella. Aunque en realidad no es un amigo, es más bien una “amiga”. Se llamaba, (se llama) cocaína. Ron recibía una cantidad cada 3 o 4 días por un contacto que se la conseguía y aprovechó mi frágil equilibrio emocional por las circunstancias que atravesaba para darme a probar, a pesar de que yo se lo negara inicialmente. Aquello suponía una inyección de moral en mí estado de ánimo durante cortos periodos, y me daba la sensación de que me hacía aquella etapa en la cárcel más llevadera. Sin darme cuenta, me enganché a ella y me convertí en un adicto a la coca.
Salí de la cárcel una vez cumplida mi pena, y volví a mi casa. Afortunadamente, mis padres y mis dos hermanas me esperaban con los brazos abiertos, contando los días para que volviera junto a ellos. Sabían que no había apuñalado a aquel chico, y confiaban en mí ciegamente. No me los merecía. Sinceramente, no me los merecía. Estábamos dispuestos a empezar de cero, a olvidar los últimos dos años. Pero yo no pude olvidar una parte de esos 2 años. La cocaína se había convertido en mi primer amor, y la deseaba a todas horas y en cualquier situación. Ello me llevó a merodear los barrios (algunos marginales) buscando contactos que me proporcionaran una dosis. Al final encontré un joven también negro de un barrio vecino, que me hacía tocar el cielo cuando me proporcionaba aquel polvo blanco, que era realmente “mágico” para mí.

Fui detenido por posesión y consumo de drogas apenas un año más tarde, lo que implicó la vuelta a prisión, el reencuentro con Ron, y lo peor de todo: la pérdida de mi familia. Mis hermanas definitivamente dejaron de hablarme. No vinieron a verme durante aquella estancia en la cárcel, y tampoco mi padre. Sólo venía mi madre, de vez en cuando, que me miraba con lástima e incluso a veces le resultaba imposible contener las lágrimas por el dolor que sentía a causa de aquel hijo que veía perdido y sentía distante, que les había fallado de aquel modo tan humillante, y al que notaba cada vez más consumido.
Estuve 5 años con idas y venidas en la cárcel, siempre por consumo de drogas, y por algún robo. Cuando salía, me alojaba en casa de Ron, que vivía con 4 drogadictos más, y sólo me acerqué a ver a mi madre 2 veces, pero apenas soportaba estar unos minutos con ella, por que me sentía despreciable cada vez que la miraba a los ojos.
Al poco de salir por tercera vez en 5 años de la cárcel, recibí una paliza de unos tíos a los que les debía dinero (tampoco era mucho). Tuve que estar 3 días en el hospital, con la única visita, otra vez, de mi madre, que venía cada día a verme 10 min. antes de comer y me traía algo dulce para alimentar mi cerebro. Aquella mujer se merecía el cielo.
Fue allí, durante mi estancia en el hospital, donde conocí de verdad a la mujer de mi vida. Y esta vez era de carne y hueso. ¡Aunque también blanca! Casi tanto como su uniforme. Era una enfermera preciosa. Yo debía tener un aspecto horrible, pero a pesar de ello, me trataba como si fuera un niño indefenso, que, al fin y al cabo, era lo que realmente era. Me dedicaba tanto cuidado, y me encandiló tanto su belleza que no pude permitir que algo tan dulce dejara de estar presente en mi vida al salir de aquel hospital, y más aún cuando me dijo que sólo estaría en la ciudad unos días, pues estaba sustituyendo a una compañera. Le pedí por favor una oportunidad para conocerla, y ella debió ver algo que nadie debió ver antes en mí, pues aceptó mi propuesta.


Justamente hoy se cumplen 47 años desde aquel 19 de marzo de 1951, en el que con 18 años subí a aquel autobús que me llevó por la larga carretera que es la vida, y en el que han subido y permanecido conmigo muy pocas personas, y del que han bajado muchas más, afortunadamente. Tres mujeres influyeron decisivamente en mi vida. La primera y la que me acompañó siempre, aunque muchas veces ni siquiera me diera cuenta, mi madre. La segunda, la cocaína, que tanto me quitó, y la tercera, Jenna, mi esposa, que tanto me dio, y me sigue dando. Gracias a esta última, decidí separarme de la droga, decidí plantearme otra vida. Otra nueva vida. La primera me acompañó siempre. Nunca podré explicar aquel rostro lleno de sorpresa y alegría a partes iguales con el que me recibió casi 1 año después de conocer a Jenna, cuando vio a su hijo, a aquel hijo que volvió a ser el de antes de subir a ese autobús, lleno de fuerza y de vida. Sobretodo vida. Sin estas dos mujeres, no habría podido olvidar nunca a la otra, y en eso estaré siempre en deuda.
Cuando comencé a trabajar como conductor de autobuses, decidí que me jubilaría a los 65 años, si Dios así lo quería, y esperaría al mismo día en que empezó todo. Afortunadamente, hoy se hace realidad este deseo, y soy un hombre feliz aun con todo lo que me ha pasado en la vida. Doy gracias por la esposa que se me ha dado, por mis dos hijos y por que mi madre pudo dejar este mundo de manera plácida y tranquila hace casi 10 años, que es lo que se había ganado de sobra.
Como todos los días entre semana, mi hijo pequeño Louis Webster jr. se acercaba a la parada junto a su colegio y se subía a mi autobús para contarme todo lo que le había pasado en clase con gran entusiasmo, para poco después dejarlo en la calle paralela a casa, donde le esperaba su madre.
Aún conservo aquella cartera que me había regalado mi madre tantísimo tiempo atrás. Creí que la había perdido poco después de salir de prisión por primera vez, pero más tarde la encontró Ron debajo de la cama de uno de sus colegas. Por supuesto, guardo también el contenido (excepto el dinero) que, puesto que son papeles y fotos y no los he manoseado en exceso, están en bastante buen estado para el tiempo que tienen. Aunque parece que mi hijo no lo ve con los mismos ojos. Siempre la llevo junto al volante cuando estoy de servicio. Aunque pueda parecer absurdo, me brinda una agradable compañía cada jornada.
-Papá, esa cartera que tienes al lado del volante,¿por qué no la tiras ya? Está que se rompe a pedazos.
-Hijo, esa cartera tiene cosas muy importantes para mí en su interior… Mira, echa un vistazo a este papel, a ver si adivinas que es.
-Ufff…veo algo escrito a máquina pero es que casi no se puede ni ver.
-Míralo bien. Algo sí se puede descifrar…
-Aquí pone…”50 céntimos” ¡Dios papá! Dime que estos números no son una fecha. “19/3/1951”. ¿Qué es esto?
-Es un billete de autobús de los años 50.
-¿Y por qué lo guardas?
-(Sonrisa)…Dale la vuelta, hijo.
-Parece un código o algo parecido. ¿Lo has escrito tú?
-Ese es el número de teléfono que tenía tu madre cuando nos conocimos. Me lo apuntó cuando estaba en el hospital, para que la llamara y pudiéramos tener nuestra primera cita. ¿Ves por qué es tan importante?
-¿Y no tenías otro papel o una agenda para apuntarlo? A veces me pregunto qué es eso que vio mamá para enamorarse de ti de un flechazo en el hospital. Debías tener un aspecto bastante pobre. Ja ja ja.
-…Yo también me lo pregunto, Louis. Yo también.
Y es que ese pedazo de papel que tiene mi hijo en las manos es, podría decirse, el gran resumen de mi paso por este mundo. Cada cara del billete representa el inicio de cada polo opuesto de mi vida. Aquel billete que me llevó por el camino triste y oscuro por el que me arrastré, y girando el papel, en el dorso, el número que iluminó mi vida y que le dio un giro de 180º para hacerme merecedor de una situación en la que puedo disfrutar y disfruto hoy mismo, y de una felicidad que invade mi día a día. Y todo aquello comenzó con un billete de autobús 50 céntimos.

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