viernes, 1 de febrero de 2008

5.- In albis



El día había amanecido gris plomizo. Salí rápidamente a la calle. Llovía y yo había olvidado mi paraguas. ¿Qué me estaba pasando? ¿Cómo había llegado a aquella situación?


“Madrid es una ciudad de un millón de cadáveres, sí. Según las últimas estadísticas…
Y yo pertenezco al grupo aquel, que deambula insomne por las calles como recién salido de un naufragio de sangre…”

Bajas los dos tramos de escalera. Te miras en el espejo del portal. “Vaya ojeras que llevas. Qué mirar tan cansado.” Sales a la calle, llueve. “Tu estado de ánimo es una especie de símil con el tiempo”. Lo has pensado demasiadas veces. Qué pesado se te hace pensar siempre lo mismo…

Sales a la calle, llueve. El viento rocía tus mejillas de pulcro lamento y las gotas encrespan el mal pelaje que te cubre. Cruzas el soportal. Los azulejos grises. Uno por uno vas contándolos hasta la parada del autobús. Allí esperas un cuarto de hora. La gente llega, te mira de soslayo. Observas las ramas de un árbol que detesta tu mirar.
Las ruedas del autobús despiertan tu ausencia y te rocía un charco de falso agua. Te empapa. Ni saludas al entrar. Siempre está el mismo conductor de mirada hipócrita, de ojos azules. Último asiento. Abres un libro. Retumba una melodía en tus oídos. Arranca.

Veinte minutos en el último asiento, evadido.
Te levantas con aspereza y desánimo. Cinco, seis pasos y te colocas al lado de la salida. Te empujan. Un par de codazos. Ése te mira con rostro desafiante. La otra te mira la vestimenta. “Vaya cara de golfa tienes, pequeña”.
Entras en el metro.

“Clic, clic”. Introduces el ticket. “Qué roído y magullado está…Malditos vaqueros. ¿No tendrán unos bolsillos más anchos?”
Un par de policías te observan mientras mascullan palabras ininteligibles. Su mirar ladeado te crispa. “Panda de sinvergüenzas”. Piensas.
Te colocas la cartera, medio muerta en tu hombro izquierdo, y murmuras con los libros. De lejos ves el panel de los minutos que faltan para que llegue el próximo metro. “¿Para qué miras, so miope? ¿No te das cuenta que no ves nada sin esas malditas gafas?”

Abres el libro que alojas siempre en la primera cremallera. A los tres minutos, tras varias irritantes miradas al reloj, aparecen dos grandes ojos de neón. Se cruza por tu mente el arrojarte a las vías. “Ya lo haré”.Lamentas.

Se abren las puertas y te quedas de pie. Falsa modestia. Siete paradas y un transbordo.
Embajadores, Lavapiés, Sol…Descienden, como si fuera el mismo infierno, los pasajeros. Al otro lado del cristal se pueden ver rostros ingratos y egoístas. Ni se apartan a la hora de abrirse las puertas. “Son como cerdos”. Piensas. Entran en tropel, empujándose. Tú, mientras, les miras con repulsión. “Les vomitaría encima”. Los que se han quedado sin su asiento, parecen ahora inútiles corderos expuestos a la matanza del lobo. Ése te mira tras percibir tu ansiado crispar. Tu rostro iracundo es apenas perceptible. Media sonrisa irónica se entrevé en tus cortados labios de marfil. Abres de nuevo el libro. “Carne de cañón”. Piensas.


Ventura Rodríguez, Argüelles, Moncloa…
Bajas con el gentío y te encaminas hasta las escaleras mecánicas. El importuno de turno te pisa el talón. Te das la vuelta y te mira con cara de falsa disculpa, sarcástica sonrisa. “Imbécil”. Vocalizas sin producir sonido alguno.
Te colocas en el atasco corporal que se ha formado en la banda izquierda. Los rezagados se cobijan en la pasividad de la derecha.
A mitad del camino mecánico te topas con el obstáculo predestinado, un triste cuerpo humano. Al llegar arriba, tras varios segundos de interminable espera y vigorosa fuerza de voluntad, le adelantas raudo por un lado. Gira la cabeza. Tú sigues. “Son demasiados”. Piensas.

Ciudad Universitaria.
Y piensas al bajar que el transcurrir del tiempo poco importa ya. “Un palíndromo siempre fue un palíndromo”.

Tras el vagabundeo matinal hasta “la cárcel ajena del alma”, te encuentras con impertinentes rostros que conoces. Ni los miras.
Te sientas solo porque poco importa ya tu contacto con los demás. Esa pareja ríe. La sonoridad de sus carcajadas se hinca en tus costillas cual cuchillada lorquiana.

El tiempo matinal y vespertino se condensan en triste instante.
Te encuentras de nuevo, tras una mañana de demasiados silencios y disertaciones, en el subterráneo paso. La extraña compuerta “platónica”.

Introduces la llave en la robusta puerta. “Vaya antro en el que me ha tocado vivir”. Murmuras.
Ahí continúan. Tu padre, observando los senos de la periodista del informativo. Tu madre, cocinando tu fermentada comida de todos los días.
Te restriegas las manos con rosáceo jabón. En un impulso, cierras con pestillo. Abres el cajón y buscas a tientas una cuchilla de afeitar. Te observas en el espejo durante largo tiempo. “La comida”. Oyes gritar a tu madre en las afueras. Abres la puerta precipitadamente, dejando la pluma cortante en atrayente posición.
Entras en el comedor y se giran dos rostros para contemplarte.
“Ahora vuelvo. Voy a lavarme las manos”. Sentencias.

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