sábado, 22 de marzo de 2008

FdC.-Por encima del hombro

Ana permanece de pie, inmóvil, frente a la puerta de su casa. Totalmente paralizada, solo su mano derecha se mueve, cada minuto exacto, precipitándose sobre el interruptor de la luz en la pared cercana, para evitar sumirse en una oscuridad, que sin duda, provocaría el colapso en sus nervios. Su rostro es una máscara de miedo y preocupación, sus ojos no se apartan de la línea de luz que surge por debajo de la puerta. El rellano de la escalera se le antoja el lugar más frío y solitario de la Tierra. Porque ella sabe que apagó la luz del recibidor antes de salir de casa con sus amigos para ver una estúpida película de terror.

Y allí está, la luz que delata la presencia de alguien dentro. El miedo y la indecisión batallan en su cerebro. ¿Llamaría a la policía? ¿Y si solo es su ex, que le ha dado por venir a racanearle algún favor? ¿Y si realmente se había olvidado de apagar la luz al salir? Haría un ridículo espantoso... Por otra parte, podría tratarse de un ladrón. "O peor, un asesino". Ana trata de acallar esa vocecita interior a la vez que aparta de su mente las imágenes de la sangrienta película. Finalmente, la precaución gana la batalla, bajará a la calle y llamará a algún amigo por teléfono, para que le aconseje.

Más tranquila por su decisión, da media vuelta para dirigirse a las escaleras, encontrándose frente a frente con un torso humano, desnudo, lleno de cicatrices. Un hombre enorme se alza frente a ella, sus ojos abiertos de par en par, de mirada fija. Tiene profundos cortes en las mejillas, que prolongan una sonrisa sangrienta hasta casi las orejas. Pero lo que deja a Ana sin habla son las manos del hombre, que portan unas enormes y oxidadas tijeras de podar. Antes de que Ana tenga tiempo de pedir ayuda, el monstruoso individuo alza las tijeras y las hunde profundamente en la garganta de la chica, con tal fuerza, que esta queda clavada en la puerta de su casa, mientras agita las piernas espasmódicamente y sonidos gorjeantes surgen de su boca, junto con manantiales de sangre burbujeante. Mientras, el hombre sonríe, siempre sonríe. Tras varios minutos, la escena queda en calma. El hombre extrae las tijeras del cuello de Ana, dejando que su cuerpo se desplome desmadejado en el suelo. Penetra un segundo en la casa de la víctima, apaga la luz del recibidor y se marcha con paso decidido.

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-¡Esto es una mierda, una locura, es la peor noche que he vivido en mis treinta y cinco años de servicio en el cuerpo!

-Así tendrás una historia que contarle a tus nietos.

-Siempre que quiera que mis nietos no vuelvan a dormir nunca más, se te ha olvidado añadir.

Alberto trata de encender su último pitillo, pero el temblor involuntario de sus manos hace que se le caigapor la ventanilla abierta del coche patrulla. Alberto ahoga una sarta de improperios. No exagera en lo que se refiere a esta noche. Apenas unas horas antes se encontraba en el coche, de guardia nocturna, bebiendo café tranquilamente, cuando todo se fue al carajo. La radio empezó a rabiar. Por lo visto, un psicópata peligroso había escapado del furgón que lo transportaba para cambiarlo de manicomio. Los datos no estaban claros, pero parecía que había roto el cuello de los agentes que le escoltaban con sus propias manos. A partir de ahí, se desató la locura. Todos los servicios policiales de la ciudad se movilizaron para detenerlo. Se sabía que solo era cuestión de tiempo su captura, pero parecía que el loco pretendía hacer todo el daño posible antes de ser atrapado. La policía había ido siguiendo un rastro de cadáveres: un jardinero, cuyos miembros habían sido encontrados "plantados" en diferentes macetas. Una prostituta, que tuvo la mala suerte de encontrárselo, apareció en mitad de la calle con todo su cuerpo perforado por heridas que parecían haber sido producidas por unas tijeras de gran tamaño (seguramente robadas del jardinero), aquella pobre chica asesinada en la puerta de su apartamento... Y el tipo parecía un fantasma, escapaba de todos los controles y las búsquedas, de momento, resultaban infructuosas.

Alberto y su joven compañero, Rafa, no tienen prisa alguna por encontrarse a un gigante chalado armado con unas tijeras en un callejón durante el turno de noche, así que se toman la búsqueda con bastante tranquilidad. Lo cual no impide que Alberto siga despotricando.

-... ¿...Y quienes pagan el pato? Nosotros, los currantes, como siempre. Y la puta calefacción, jodida, y yo, helándome los huevos...

-Venga, deja ya de quejarte, que me estás dando dolor de cabeza. Mira, vamos a parar en la gasolinera esa a comprar un café caliente, de esos que son instantáneos.

-Hmpf...

Aparcan el coche junto a uno de los surtidores y a Rafael, por ser el más nuevo, le toca hacer de chico de los recados. Alberto, mientras, se queda en el coche, rezongando e intentado encontrar alguna emisora que emitia algo de su agrado, objetivo que no logra. Tan ensimismado está, que no repara en el excesivo tiempo que tarda su compañero en volver de las compras hasta que han transcurrido cerca de veinte minutos. Cualquier otro día, habría supuesto que Rafa había aprovechado la parada para usar los servicios de la estación de servicio, o bien el dependiente había resultado ser dependienta, y se había quedado pelando la pava como un quinceañero, como siempre hacía. Pero no esta noche. Así que se apea del coche y con paso lento, pistola en mano, nudo en garganta y la cabeza llena de pensamientos funestos se dirige lentamente a la tienda de la gasolinera.

Una vez dentro, una primera evaluación no delata nada fuera de lo ordinario. La segunda deja en el aire las primeras anomalías: ¿Donde está el dependiente? ¿Donde está Rafa? Una observación más minuciosa permite a Alberto la resolución de estos enigmas, a la vez que le hielan la sangre. El dependiente y Rafa están en la tienda, aunque en este momento el veterano policía es incapaz de distinguir a uno del otro. Un dedo del pie que asoma entre las botellas de refresco, un ojo que descansa junto a las chocolatinas, una mano goteando sangre sobre el estante de la prensa...

Alberto sale corriendo del establecimiento. El pánico no le permite siquiera vomitar, a pesar de que las nauseas le presionan el estómago como si alguien le estuviera dando de patadas. Tambaleante y gimiente, consigue llegar al coche patrulla, entra y agarra entre jadeos la radio para pedir socorro. Solo en ese momento su cerebro embotado por el miedo atiende a las señales de peligro con que sus sentidos le bombardean: El fortísimo olor a gasolina, lo escurridiza que le había resultado la manilla de la puerta del coche... Las conexiones se establecen, y, desesperado, levanta la vista, solo para encontrar, a escasos metros del coche la diabólica sonrisa roja, el gigante terrible, sonriente, con un soplete encendido en la mano. El monstruo mira a los ojos de Alberto durante un instante eterno. Finalmente, deja caer el soplete sobre el reguero de gasolina. Al poco empiezan los gritos. Él sonríe.

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El monstruo gira la esquina y se resguarda en un zaguán oculto en las sombras, gracias a una providencial farola fundida. Los coches policiales pasan de largo, aullando como almas en pena. El loco sonríe satisfecho y continua su camino. Ha sido la mejor noche de su vida y no lamenta que el fin esté cerca. A pesar de su locura, no es un ser estúpido. Posee la astucia taimada de los malvados y la lucidez asesina de los psicópatas. Por eso, sabe que no podrá seguir eludiendo eternamente a las autoridades, su suerte y sigilo han durado mucho y sospecha que lo cogerán pronto. Así que decide que su último crimen será el más delicioso de todos, el más cruel y más sanguinario. Se detiene en el primer portal que encuentra y fuerza sin demasiados problemas la cerradura. Mientras sube las escaleras en penumbra, se deleita anticipándose a los tormentos que infligirá a su futura y última víctima. Le cortará la piel a tiras con las tijeras de podar. Agujereará su carne y se quedará mirando como el fluido vital escapa de su cuerpo. Cortará cada uno de sus dedos y se los hará comer...

Tan ofuscado está en esos pensamientos que cuando vuelve a la realidad no sabe cuantos pisos ha subido. No importa. Elige una puerta al azar y la fuerza. Entra con sigilo, nadie parece haber advertido su presencia. Mejor, le encantan las sorpresas. Avanza en silencio entre las habitaciones y, allí está, su víctima. Sentada de espaldas a él, no nota su presencia. El monstruo se va acercando lentamente, babeando de expectación. La inadvertida presa está sentada, parece que está leyendo algo en el monitor de su ordenador. El asesino llega finalmente junto a él, y, con algo de curiosidad, se inclina por encima de su hombro para poder ver mejor la pantalla. Tan solo puede leer parte del título de un texto: "Por encima del h..." . El monstruo sonriente se yergue cuan alto es y alza las tijeras de podar por encima de su cabeza.

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