lunes, 4 de febrero de 2008

2.-De cómo aburrir a un genio

Hace mucho tiempo en un país muy lejano, vivía un pescador llamado Abdulá que cada mañana echaba sus redes al mar desde la orilla. Sacaba muchos peces pero también, de vez en cuando, en su red encontraba cosas rarísimas: ruedas de carromatos, balas de cañón, vasijas de arcilla. Una mañana, al recoger su red encontró entre los pescados un jarrón de vidrio verdoso sellado con un tapón dorado. ¡Cuál fue su sorpresa cuando al abrirlo se escapó una enorme nube que se convirtió en un genio! Era un genio enorme y azul, con un gorrito rojo con un pompón, un chaleco verde brillante y unos grandes aros dorados en las orejas.

- Al fin libre – gritó el genio – y en recompensa por haberme liberado…¡te voy a matar! Llevo muchos siglos aquí encerrado. Después del primer siglo, prometí que haría rico a quien me liberara, pero nadie lo hizo. Cien años después prometí que mostraría todas las riquezas del mundo a quién me sacara del jarrón. Pero no vino nadie. Pasaron otros doscientos años y juré que concedería tres deseos al que me dejara salir…pero no apareció nadie. Así que hace un siglo, decidí que quien me liberara, se ganaría mi venganza y lo mataría. Te ha tocado, pescador

- No me creo que seas un genio tan poderoso – dijo Abdulá – seguro que todo esto es un engaño, una broma de los otros pescadores. Porque alguien tan grande como tú, no pudo haberse metido en ese jarrón tan pequeño.

- Ja, - dijo el genio ofendido por la incredulidad del pescador – mira y verás.

Y el genio volvió a convertirse en humo y a meterse en el jarrón. Y el astuto pescador aprovechó para volver a poner el tapón y dijo:
- Serás un genio, pero mira que eres tonto. Además de mala persona, porque yo te hice el bien liberándote de tu prisión y tú querías pagarme con el mal matándome.

Y así estaba Abdulá pensando en qué hacer con el jarrón y el genio, cuando se le acercaron otros pescadores atraídos por el ruido. Les contó lo que había pasado y les pidió consejo sobre qué hacer. Dentro del jarrón, todos pudieron ver al genio, ahora diminuto y sentado con las piernas y brazos cruzados escuchándolos con cara de aburrimiento.

- Uy – dijo uno de los pescadores - me recuerda a la historia del visir Iznogud y el hechicero Beniayudá. Veréis, resulta que el visir sufría una enfermedad en la piel que ningún médico lograba curar. Tenía todo el cuerpo cubierto por escamitas grises y azules, como una sardina. Pero llegó a la corte al hechicero Beniayudá que tenía un libro, cerrado por un sello mágico, dónde estaban escritos todos lo secretos, tesoros y curaciones que existen. Así que preparó un remedio mágico siguiendo una receta del libro y curó al visir. Iznogud tendría que haber estado agradecido pero no fue así. Porque quería el libro para hacerse más poderoso y rico, y conocer todos los secretos del mundo. Convocó a Beniayudá y le dijo que si no le daba el libro y le enseñaba cómo quitarle el sello mágico, lo condenaría a muerte. El hechicero le llevó el libro, le quitó el sello y se lo entregó al visir diciéndole que era muy peligroso usarlo Pero, ansioso, Iznogud no le hizo caso y lo abrió. Las páginas eran muy finas y estaban tan pegadas unas a otras que apenas podían separarse. Así que para pasar las páginas, Iznogud tuvo que ir mojándose el dedo con la lengua. Pero solo llegó a pasar diez páginas cuando cayó fulminado, porque ¡las páginas del libro estaban envenenadas! ¿Entendéis la moraleja?

- ¿Qué los libros son peligrosos? – preguntó Abdulá

- No, tonto. Que el mal encuentra su propio castigo. Tira el jarrón por ahí y el malvado genio, a la larga, será castigado por el destino.

- Eso, eso, deja mi jarrón tirado en algún bosque y que el destino se encargue de mí – dijo el genio desde su jarrón pensando que mejor eso a que volvieran a lanzarlo al mar, porque era muy aburrido vivir como en un acuario viendo nadar a los peces.

- Calla genio malvado- dijo otro pescador – No, al genio hay que pagarle con la misma moneda. Como en la historia de los príncipes hermanastros Dismanisgud y Dismanisbad. Dismanisgud, el hijo menor del Califa, era valiente y hermoso, un gran guerrero y un excelente cazador. Mientras que su hermanastro Dismanisbad era cobarde y ladino, perezoso y malintencionado. Y envidioso, tan envidioso que temiendo que su padre nombrara heredero a su hermanastro decidió asesinarlo simulando un accidente de caza. Y así fue como una mañana cuando salieron al bosque a cazar jabalís, se escondió detrás de un árbol y al ver pasar a su hermano, le disparó una flecha. Quiso la fortuna que un halcón que volaba por el sotobosque desviara la flecha y no acertara de pleno a Dismanisgud, pero ¡ay desgracia! aunque no lo mató, la flecha le dio en un ojo dejando al bello príncipe tuerto. El malvado hermanastro fingió llorar y desolarse por la suerte de su hermano diciendo que había sido un accidente. Y aunque muchos no lo creyeron, nadie tenía pruebas. El buen príncipe, vivo gracias al halcón, hizo del pájaro su compañero favorito y desde entonces el ave vivió con él en el palacio. Pasaron los años, y a la muerte del Califa, Dismanisgud fue nombrado su sucesor. Su malvado hermanastro, furioso y envidioso como siempre, una noche sin luna, se introdujo en silencio en la habitación de su hermano con la intención de matarlo mientras dormía. Pero el buen halcón, que velaba el sueño de Dismanisgud se lanzó contra el agresor y con sus afiladas garras le arañó la cara y le desgarró un ojo. Con los ruidos de la pelea se despertó Dismanisgud y mandó a su guardia arrestar a Dismanisbad. “Malvado hermano – dijo – tú un ojo me quitaste y en pago de tu fechoría un ojo también has perdido. Justicia ha sido hecha, vete de este reino donde no podrás volver jamás” ¿Entendéis la enseñanza de este historia?

- ¿Que al final todos tuertos? – preguntó Abdulá

- No, simplón. Que justicia es devolver el mal con el mismo mal.

- Eh, eh – dijo el genio desde su jarrón – que yo no he dejado tuerto a nadie, ni he matado al pescador. Lo único que hice fue una amenacita de nada.

- Ahí tiene razón el genio – dio otro pescador –. Además, con compasión y perdón también se hace justicia. Como en la historia de Disisodul y su perro. Veréis, Disisodul era un joven que nunca había sido muy bueno, y desde pequeño tenía un perro al que siempre maltrataba. Le tiraba piedras, le daba patadas, apenas del daba de comer. Pero a pesar de todo el perro siempre le era fiel. Un día, saliendo de un bosque se encontraron con un ancho río. Disisodul tenía sed, así que se acercó a la orilla a beber agua. Pero el perro le mordió la babucha y lo hizo caer al suelo. Enfadado, el muchacho le pegó una patada para alejarlo y volvió a acercarse a la orilla. Pero el perro, de nuevo, le mordió el pantalón y tiró de él con fuerza arrastrándolo lejos del agua. Muy enojado, Disisodul cogió varias piedras y se las tiró al perro dándole en una pata. Y volvió hacia el río para beber. Pero el perro se le acercó corriendo y esta vez se le echó encima antes de que llegara a la orilla, tumbándolo en el suelo bajo su peso. Disisodul, furioso, vio cerca de él un palo muy gordo y alargó la mano para cogerlo y darle una paliza a su perro. Pero antes de que pudiera hacer nada, vio como el animal corrió a la orilla justo al lugar en el que él iba a agacharse a beber agua y, de repente, un enorme cocodrilo salió del agua y atrapó al pobre perro por una pata. Disisodul entendió que su perro quiso salvarle la vida y corrió, garrote en mano hacia la orilla, donde golpeó con fuerza la cabeza del cocodrilo hasta que soltó al pobre perro. Y Disisodul abrazó a su perro herido, lo curó y prometió que nunca más volvería a hacerle daño. Y desde entonces, Disisodul fue un amo bueno y justo. ¿Veis lo que quiero decir?

- ¿Qué los perros de tan fieles son un poco tontos?- pregunto Abdulá.

- No, atontao, que si eres compasivo y perdonas, el malvado puede volverse bueno.

- ¡Pero qué dices! ¿Quieres que liberemos al genio? – contestó uno de los pescadores.

- Sí, sí, - intervino el genio – liberadme y no os haré daño. Os lo juro, os lo prometo. Hasta me cambiaré de nombre y me llamaré Amberigud.

- Ni hablar. Eso es muy peligroso- añadió otro pescador

- Y no sería justo – dijo un tercero

- Pero el genio no ha hecho nada aún, no podemos castigarlo porque sí- intervino otro más

Y así se pasaron horas los pescadores discutiendo qué hacer con el jarrón y el genio, mientras éste los escuchaba bostezando, ya muy aburrido de seguir ahí sentadito en su jarrón de vidrio. Así que el final gritó:

- ¡Basta ya! Yo también os voy a contar una historia. Érase una vez un niño, un abuelo y un caballo. Iban los tres andando por él camino, cuando en un recodo antes de una aldea encontraron a unos niños. “¡Uy, mira qué tontos – se rieron los niños – tienen un caballo pero los dos van andando. Al menos uno de ellos podría cabalgarlo y así no cansarse tanto”. El abuelo pensó que era una buena idea y se subió al caballo, y así entraron en la aldea. Al pasar delante de la fuente, vieron un montón de mujeres con sus niños que iban a buscar agua. “¡Habráse visto – decían las señoras – qué desfachatez la de ese hombre, él subido en el caballo mientras el pobre niño tiene que ir andando!”. El abuelo avergonzado se bajó del caballo y subió el niño. Dos calles más allá, pasaron delante de la taberna donde estaban sentados en la terraza varios señores mayores tomando la fresca y bebiendo té a la menta. “¡Qué niño más desvergonzado –exclamaron- mira que ir él cabalgando mientras su pobre abuelo tan mayor va a pie!” Pensando que quizás tenían razón, el abuelo también se subió al caballo. Y así iban cuando a la salida del pueblo se encontraron con varios granjeros. “¡Qué crueldad la de esos dos – gritaron – mira que subirse ambos al pobre caballo que seguro que casi no puede con su peso!”. Perplejos, el abuelo y el niño se bajaron del caballo y decidieron llevar a cuestas al animal entre los dos. Así los vio una niña, que, muerta de la risa, corrió al pueblo a avisar a todo el mundo. Y toda la aldea salió detrás de ellos y todos iban riéndose, diciendo que debían estar locos. Así llegaron a un puente. Y el caballo, ya harto de tantas sandeces, se liberó y se tiró al río.

- ¿Y cuál es la moraleja? – preguntó Abdulá

- Que no hay que hacer caso a las habladurías – dijo un pescador

- No, – respondió otro – lo que dice el cuento es que nada es bueno o malo en sí sino que depende de la situación.

- Que va- intervino otro pescador – quiere decir que es imposible contentar a todos. A ver, genio, ¿qué quiere decir tu historia?

- No tengo ni idea – dijo el genio – pero yo, como el caballo, ya estoy harto de todos vosotros. Así que por favor, volved a tirarme al mar que prefiero la compañía de los peces a la de unos humanos tontorrones que no son capaces de tomar una decisión.

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