lunes, 4 de febrero de 2008

1.-Cuentos del bosque

«No os alejéis» les había dicho su madre. Vanas palabras. La curiosidad y el deseo de adentrarse en las misteriosas profundidades del bosque eran mucho más atrayentes. En un descuido, entre juegos y rencillas, salieron corriendo de la protección de aquel lugar. Cuando se quisieron dar cuenta, los dos hermanos ya estaban totalmente solos. Perdidos en un lugar que no conocían. De pronto, el más absoluto silencio se cernió sobre ellos, como una sombra de muerte. Quizás antes no lo habían advertido, pero ahora que habían callado era mucho más patente. No era un silencio de paz y quietud. Era el incómodo silencio del agobio y el temor.
–Volvamos ya, Brian. Esto no es divertido – dijo Sira mirando inquieta a todas partes, temerosa de que saliera algún bicho de entre los árboles.
–Está bien, miedica. Vamos, es por aquí – contestó Brian dándose la vuelta y empezando a andar.
Sira, que de ninguna manera quería quedarse sola allí, se aferró a la mano de su hermano para no perderle de vista. Una sensación de seguridad inundó su ánimo. Brian había dicho que iban a volver y eso era suficiente para ella, aunque no se hubiera sentido tan bien si hubiera sabido en aquel momento que su hermano no tenía ni la menor idea sobre cómo regresar al sitio donde se encontraba su madre. Pero el orgullo de Brian era todavía más fuerte que el miedo que sentía, y no quería reconocerlo ante su hermana pequeña. Y lo malo es que Brian tenía la certeza absoluta de que aquel no era el camino por el que habían venido, pero no podía volver sobre sus pasos o su hermana se daría cuenta.

Pasó el tiempo. No supieron cuánto, ni si fue mucho o poco, pero cuando el sol empezó a ser devorado por las montañas, y las primeras sombras - promesas inquietantes de la noche - cubrieron sus figuras con un oscuro manto de desesperación, la pequeña Sira empezó a llorar. Sus desnudas piernas estaban llenas de pequeños cortes y arañazos, y sus pies se encontraban doloridos y terriblemente hinchados.
–No llores, Sira. Ya estamos muy cerca... – dijo su hermano abrazándola para consolarla en lágrimas compartidas rostro con rostro.
Después, todavía llorando, la subió a sus hombros y siguió caminando hacia delante. Apenas llevaban recorridos unos metros cuando, casi sin darse cuenta y como por arte de magia, encontraron un claro en el bosque.
–¡¿Lo ves, Sira?!. ¡Ya estamos de vuelta! – exclamó Brian ayudando a bajar a su nuevamente ilusionada hermana, y salieron corriendo hacia el claro sin acordarse siquiera del cansancio y el dolor, riendo al unísono, olvidado ya el miedo que les había atenazado. Grande fue su sorpresa cuando descubrieron que aquel no era el lugar donde les debería estar esperando su preocupada madre, sino un pequeño y hermoso valle de rosas rojas y blancas rodeando una pequeña casita.

Los dos hermanos no se dejaron vencer por la desesperación de nuevo y fueron hacia la casa. La puerta crujió sonoramente pero cedió con facilidad, y los dos entraron antes de que la noche los sumiera en la más profunda oscuridad, cerrando la puerta tras ellos.
–¿Es que no sabéis llamar? ¿No sabéis que es de mala educación entrar así a una casa? – sonó una voz amenazante.
–Perdone, señora... – dijo Sira un tanto inquieta –Mi hermano y yo nos hemos perdido, y ya es de noche, y...
– Nuestra madre nos espera y no sabemos cómo volver – continuó Brian buscando nerviosamente el interruptor de la luz.
–No te molestes, jovencito. No hay electricidad en esta casa – dijo de nuevo la desconocida voz, a la par que encendía unas velas.

Entonces la vieron.
Era una agradable viejecita de cabello blanco y rizado y de ojos cansados y grandes. Sonrió a los niños y ya más amablemente les invitó a que pasaran y fueran junto a ella para que pudiera verlos de cerca.
–Oh, sois unos niños preciosos realmente. ¿Cómo os llamáis, pequeños?
–Yo me llamo Sira, señora – contestó la pequeña sonrojándose.
–Por favor, señora. Sólo queremos que nos ayude a encontrar a mamá. ¿Estamos cerca de algún pueblo por casualidad?
–No, jovencito. No es esa la pregunta que te he hecho. No puede ser que tengas un nombre tan largo, Brian... – le contestó la viejecita sin dejar de sonreír.
–¿Co-cómo sabe mi nombre? – tartamudeó el sorprendido chiquillo.
–Oh, bueno, eso tiene una fácil explicación. Tu hermana te ha llamado así hace unos momentos – contestó remarcando todavía más la sonrisa.
Brian hizo memoria intentando recordar. Estaba totalmente seguro de que en ningún momento nadie había dicho su nombre. Miró a su hermana, pero esta no tenía ningún indicio de preocupación en su cara. Es más, parecía estar encantada. Bueno, quizás sí hubiera dicho su nombre realmente.
–De cualquier forma... – continuó Brian.
–De cualquier forma es ya muy tarde para salir al bosque – le cortó la viejecita mirándolo fijamente – Os quedaréis a dormir aquí esta noche, y mañana por la mañana iremos a buscar a vuestra madre.

La anciana se sentó en un pequeño sillón y llamó a los dos hermanos:
–Venid aquí, Sira y Brian, preciosos niños. Venid y sentaos en mis rodillas.
Una pequeña niña la obedeció encantada.
Un pequeño niño la obedeció receloso.
La viejecita sonrió y les dio un beso en la mejilla a cada uno.
–Dejadme que os cuente historias del bosque, canciones de danza y laúd, amapolas rojas y rosas cargadas de lluvia de verano. Dejad que os cuente historias reales ¡oh, sí, reales! que mi propia abuela me contó cuando era una niña, y que su abuela le había contado a ella. Y así, hasta el verdadero principio, hasta los lejanos días en que sucedieron, hace ya tanto tiempo que muy poca gente puede todavía recordarlo. Cuando hombres, hadas, duendes y otros espíritus del bosque vivían sin tener que esconderse unos de otros todavía. Escuchadme, pequeños. Escuchad a vuestra abuela y prestadme atención. Escuchad los cuentos del bosque:




En las tierras altas de Escocia es de todos conocido que aquel que consiga pescar una mermaid tiene derecho a pedirle un deseo antes de soltarla. Un hombre de Ross-Shire tuvo la suerte de atrapar una mientras pescaba en el mar. Como siempre había deseado llegar a ser un gran gaitero, le pidió como deseo que le concediera el don de tocar bien ese instrumento. La mermaid sonrió y le preguntó: «¿Quieres tocar para ti mismo o para los demás?»
«Supongo que para mí mismo. Sólo quiero saber tocar la gaita» contestó no sin dudarlo el pescador.
«Que así sea pues» dijo la mujer marina, y se escurrió de entre sus manos saltando de nuevo al mar «Pero sólo podrás gustarte a ti mismo con la gaita»
El pescador volvió muy contento a casa y se hizo gaitero. Pero sólo era excelente en su propia opinión, porque sus paisanos tenían que taparse los oídos en cuanto empezaba, lo que era para ellos, aquel infernal sonido.
«¿De qué me sirve ser un gran gaitero si nadie puede apreciarlo?» pensó el apenado pescador. Así que, ni corto ni perezoso, cogió su barca e intentó llegar de nuevo al sitio donde había atrapado a la sirena. Pasaron muchos días y el pescador ya había perdido toda esperanza cuando al fin cayó entre sus redes nuevamente la misma mermaid que había recogido días atrás.
«Por favor, mujer marina» le dijo «Fui demasiado impulsivo la otra vez al pedirte el deseo. Me equivoqué. Lo que en verdad quiero es tocar bien para los demás»
La sirena volvió a sonreír cansada y le dijo: «Como tú quieras. Pero te advierto que nunca más me volverás a encontrar. Dos deseos son ya mucho pedir, pero te lo concedo porque te aprecio»
Dicho esto, la sirena se hundió en las aguas del océano y nunca más volvieron a verla.
El pescador muy contento volvió a casa y se hizo gaitero. Todo el mundo se deleitaba escuchando su música, pero a él sólo le producía dolor de cabeza y aprensión, así que a los pocos días dejó de tocar para no volver a hacerlo nunca más. Sus paisanos se lamentaron por su decisión. Y él también, por haber pedido el deseo equivocado.

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