viernes, 1 de febrero de 2008

2.- Cosechar tempestades.



El día había amanecido gris plomizo. Salí rápidamente a la calle. Llovía y yo había olvidado mi paraguas. ¿Qué me estaba pasando? ¿Cómo había llegado a aquella situación?
Supongo que esta mañana estaba predestinada a terminar de ese modo, o a empezar... no lo sé. Ya es la segunda vez que salgo de mi casa en la misma mañana y puede que no sea la última, al menos éso espero. Sería buena señal. Un indicio de que sigo vivo. Pero... ¿Acaso importa ya?

El caso es que ahí estaba yo, en mitad de la calle Arturo Soria, con la mirada perdida, pero enfocando aquel restaurante donde tantas ocasiones había ido a comer con ella. A reírme con ella. A jugar con los dichosos palillos de madera. A Preguntarle al camarero de los ojos rasgados como se llamaba, para segundos después intercambiar una mirada de complicidad con ella, divertidos los dos. Siempre riendo. Siempre con ella, siempre a su lado.

Logré desenfocar la vista, lenta y minuciosamente me miré las manos. Lo que allí vi no me gustó más que el recuerdo de las últimas horas o los buenos ratos en el restaurante. Así que miré a la calle, a los coches, a las personas que me rodeaban. Parece que los demás encontraban algo desconcertante en mi figura. Pero yo no veía nada. Sólo me percataba de pequeños detalles sin importancia como el sucio cartel de la cafetería o los marchitos pétalos de las rosas del parque. Y comencé a caminar hacia mi destino con paso decidido.

Ni siquiera recuerdo como sucedió. Pero anoche, nada más entrar en casa tuve la sensación de que algo no iba bien. La cerradura se resistió más de lo normal hasta que pude girar la llave. Caminé por el pasillo e instintivamente colgué el abrigo en el pomo de la puerta. Lo recuerdo bien. Fue entonces cuando el susurro se hizo audible. Esa desazón que había tenido al entrar se multiplicó exponencialmente cuando llegó a mi pabellón auditivo un gemido agónico y ronco. Rápidamente enfilé al comedor, de donde provenía.
La escena era dramática, me tambaleé.
No supe reaccionar hasta que otro gemido más intenso me sacó del estado de shock en el que me encontraba. Mi hermana yacía en la alfombra inmóvil, desnuda de cintura para abajo. Sólo algunos espasmos de dolor la hacían retorcerse débilmente. Llegué hasta ella y la abracé. Entre jadeos y estertores me dijo que unos hombres habían forzado la puerta y habían entrado en la casa... Me dijo que uno de ellos era Darío. Yo la acunaba suavemente en mis brazos, tranquilizándola. Y ya no dijo nada más. Su voz se apagó para siempre, eran las cinco y media de la mañana. La soledad me atenazó. Mi ira creció rápidamente.

Ahora son las ocho y media. Y mi vida se acaba de ir por el retrete. Pero Darío no podrá tirar de la cadena. Ya no.
Ni mi hermana tampoco. Está muerta. ¿Por qué? ¿Por qué Darío?
Te dijo que la dejaras en paz, te dijo que no te quería ver más.... Y yo también te lo dije.
Esta mañana, hace media hora he ido a su casa, no me he molestado en llamar a la policía, sabía lo que tenía que hacer. Mi hermana estaba muerta. Y yo ni siquiera he llamado a una ambulancia. ¿Para qué? No tenía necesidad.
En cambio si tenía necesidad de coger mi llave inglesa y mi vieja Beretta. Y las cogí a ambas. Recuerdo que la gente me medía con gesto prudente. La misma gente que yo no veía. Yo solo trataba de llegar lo antes posible a casa de Darío.

Cuando llegué llamé al vecino de la puerta contigua. Le conté que quería darle una sorpresa a Darío, “es un viejo amigo” le dije. Por supuesto le apremié para que llamara él al telefonillo.
Lo hizo.
Y cuando abrió la puerta apliqué toda mi fuerza sobre ella aplastándole la nariz a Darío. El vecino empezó a gritar palabras inconexas. Pero yo no le oía. Recuerdo cómo me revolví desencajado y le grité que ése hijo de puta había matado a mi hermana ésa misma noche. Darío temblaba en el suelo. El vecino me miró, su rostro reflejaba el miedo absoluto. El miedo que provoca ver la roja sangre. Yo me volví loco, y así actué. Apliqué una y otra vez mi llave inglesa sobre su cabeza, una y otra vez durante un tiempo que me pareció muy corto. A la anatomía del rufián se le debió hacer muy largo. Cuando terminé mi venganza sentía mis propias pulsaciones relajarse, poco a poco. Miré la sangre. Olía a sudor, a sangre... me dijo lo que quería oír y le descerrajé tres tiros a bocajarro. No me fui hasta ver los sesos desparramados por el suelo de ése cabrón vengativo y cobarde.

Ahora mismo imagino la reacción del vecino, todavía no me explico por qué no llamó a la policía
Pero me alegro. Así puedo disfrutar de unos momentos de libertad antes de que unas sirenas se acerquen cada vez más, luego todo será historia. Seré leyenda. Yo iré a la cárcel.
Darío al infierno.
Y espero que María, mi hermana, mi alma gemela, esté en algún lugar más benevolente que éste jodido infierno por el que yo transito ahora mismo.
Ahora el olor de los rosales infla mis pulmones. Es agradable. El hombro de una mujer despistada me empuja a salir de mi lamentable estado mental. Me doy la vuelta y veo alejarse a la chica. Creo que es Channel. Sí, debe de ser Channel... la fragancia de María.

Paseo la vista por mi indumentaria. Pienso que no es la más correcta para caminar entre el gentío. Pero me importa un carajo. Nunca fui demasiado exigente con la vestimenta. No me gusta planchar.

Enfilo calle abajo. Sé donde debo ir, sé que debo ir rápido. Las noticias vuelan y una frialdad ajena y desacostumbrada me invade. Pero no la deshecho, de seguro me hará falta esa falsa sensación de autocontrol que tengo ahora mismo mientras camino en dirección a mi próximo objetivo.

Pedro Hernández y Juanín Rebollo. Dos novatos en mi profesión. Otros dos tipos que si existe Dios acabarán pronto con el traje de madera puesto.

Me llamo Alfredo, tengo treinta y cuatro años.
Y soy sicario.
Llevo cinco años de mi vida matando por dinero. Al igual que Darío y los que me esperan.
La industria del crimen no es fácil, hay que tener un don especial. Dejarse los escrúpulos en casa y no dejar la mente divagar pues te puede llevar a la piedad, eterna enemiga de nuestro gremio.
He matado a gente que me caía bien por dinero. He matado a menores de edad por dinero. He matado a peces gordos por mucho dinero. He matado mascotas por dinero. He matado a amigos por dinero y he matado a mujeres que les eran infieles a sus maridos, siempre por dinero.

Hoy lo haré gratis, si puedo.

Pedro y Juanín son jóvenes, la juventud lleva a la lujuria, y la lujuria es lo que debió de apoderarse de ellos cuando los muy hijos de perra entraron en mi casa para violar y matar a María.

Los billares están cerca, conozco mi barrio y sé que solo faltan unos minutos para el fatal desenlace.
Un escalofrío recorre mi columna hasta el coxis, supongo que será el miedo que empieza a aparecer para darme el mensaje de la prudencia. Me reconforta la empuñadura de mi Beretta, nuevamente con el cargador lleno. Siempre me ha reconfortado agarrar mi arma. Nunca me ha fallado. No recuerdo donde he dejado caer la llave inglesa que utilicé para noquear a Darío, pero mis manos están aún pegajosas de sangre que se empieza a secar.

Vuelvo a asegurar el puño sobre la suave madera de mi pistola y me dispongo a subir los doce escalones que me separan de la puerta. Aparentemente todo está en calma y eso me pone nervioso. Quito el seguro y acaricio el gatillo.
Saludo a Jonás, un amigo del colegio que hace años decidió no tomar más cervezas conmigo. Las cartas están echadas.

Pedro y Juanín están en el sitio que una hora antes me había dicho Darío. Están en el sitio que esperaba, en la última mesa hablando muy rápido y alto, yo ya no pienso nada, me dejo llevar por mi oficio y antes incluso de que me vean estoy a menos de dos metros de ellos con el arma apuntándoles. Me miran con los ojos desencajados. Y con los ojos muy abiertos mueren. Les suelto el cargador de mi Beretta entero, me doy la vuelta sin mirar siquiera si alguno de los dos respira, no lo creo, a buen seguro la mayoría de los disparos han sido certeros y no me prodigo en malgastar plomo.

Mientras camino hacia la salida sorteando torpemente las mesas oigo un grito, luego le siguen unos cuantos más entonando una horrible orquesta. Pero yo ya estoy saliendo por la puerta.

Ahora si transpiro satisfacción por todos los poros, las pulsaciones van bajando, no me es extraño ése momento en el que empiezo a relajarme después de un trabajo. Me encamino por el callejón detrás de los billares, gozoso de poder ir a la cárcel con el deber cumplido. Pero las sirenas no suenan, “no tardarán”, pienso.

Me paro. Todavía no he guardado mi pistola. Algo me impulsa a poner un cargador nuevo. Cuando suena el clic característico de la maniobra, noto que se funde con otros sonidos similares. Miro de reojo. Pero antes de ver lo que hay detrás, un pensamiento rápido como un rayo cruza mi mente, a la vez que cinco sombras se hacen visibles a mi espalda...

En ése instante sé que ya no sonarán las sirenas. Sé que soy hombre muerto...

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