domingo, 3 de febrero de 2008

4.-Abrázame fuerte

Está inmóvil. Como yo, que me encuentro a sus pies, en la cama.

Quiere dormir, pero es incapaz de cerrar los ojos, y de abandonarse en los brazos de un dulce y reconstituyente sueño. Creo que está convencido que, de seguir así algunas noches más, podría aprenderse qué libros se encuentran en la estantería, e incluso también el color y tamaño de las vetas de madera de la misma.

Desde que entró a trabajar, hace un par de semanas, duerme mal. Yo he sido testigo de cada una de esas noches. Se va a acostar temprano cada día, ya que mamá le dice que si quiere causar buena impresión en el trabajo, y estar a la altura de lo que se espera de él, debe estar bien descansado y despierto.

Pero mientras está estirado en la cama, no deja de estar inquieto. La poca luz que entra en la habitación es suficiente para permitirle ver perfectamente algunas de las cosas que tiene en la estantería. Libros que leyó en el instituto, figuras de series de televisión, e incluso, si fuerza la vista, es capaz de distinguir ciertos discos compactos.

Nosotros conocemos perfectamente esta habitación. Estoy acompañado de un gorila, una jirafa y de otros dos osos. La jirafa es horrible.

Ya pasó la edad en la que nuestro querido niño jugaba con nosotros. Si nos conserva, debe ser por añoranza. Recuerdos de una niñez que va abandonando.

Mentiría si dijera que eso es algo a lo que uno se acostumbra. Soy un oso de peluche. Con mis ojos siempre abiertos y mi sonrisa perenne, y mi corazón rojo bordado en mi tripa con la inscripción "Abrázame fuerte". Un juguete. La intención con la que fui creado es que los niños jueguen y se entretengan conmigo. Pero quizás todo se reduzca a eso: ya no hay niños en esta casa. El embrujo que lanzamos y el poder de fascinación que tenemos sobre los niños ya no tiene su efecto.

Llegué a esta casa hace varios años. He visto crecer no sólo a mi niño, si no a todos los integrantes de la familia, incluso los que ya se fueron de esta casa. Y, aunque resulte arrogante, me produce una gran satisfacción haber sido uno de los juguetes favoritos de mi niño. Mis cicatrices lo testifican. Varios remiendos y visitas a la lavadora forman parte de mi historia, no sólo los juegos y las risas. Con cada limpieza a fondo, he recibido a cambio una piel más áspera. Y ni una sola vez he quebrantado las reglas.

Mientras el tiempo se me escapa, he ido pasando más desapercibido.

Algunos de mis compañeros han eludido un poco mejor que yo el paso del tiempo y el desgaste de ciertos juegos, pero no han corrido mucha mejor suerte que yo en eso de pasar inadvertidos últimamente.

Los osos ni siquiera han sido manchados jamás. Apenas han jugado con ellos. Simplemente los ha tenido para decorar su habitación. ¡Qué decepción! ¡Venir al mundo siendo un juguete y no cumplir tu cometido!

Con un solo lavado a cuestas, hace ya algún tiempo, la jirafa volvió a estar limpia, continuó teniendo una piel más o menos suave, y pudo seguir siendo el peluche horrible que nunca había dejado de ser.

Mi buen gorila, otro veterano como yo, tiene una herida abierta, un brazo que tiene descosido. Aunque no le duele otra cosa que su orgullo de peluche curtido en mil y un juegos. Es bastante probable que siga así, ya que nuestro niño nunca recuerda comentárselo a mamá, para que ella, con un poco de hilo, le vuelva a dejar el brazo en su sitio.

No somos necesarios. Que el pobre gorila tenga el brazo bien colocado no hará más feliz a nuestro niño. Después de pasar por el instituto, de conocer otras cosas, nos fue dejando de lado. Y es algo que tenemos que aceptar. Forma parte de las reglas.

Me pregunto si falta mucho para el día en que, cansado ya de tener que apartarnos cada noche y dejarnos a los pies de la cama, nos ponga en una bolsa y nos deje en el fondo de cualquier armario. O tal vez debajo de la cama, con todo el polvo que hay ahí. O peor aún, el día en que se decida a deshacerse definitivamente de todos nosotros, como ya hizo con los G.I. Joe. ¿Dónde estarán ahora mismo?

Acaba de girarse, otra vez. En lugar de mirar a la estantería, se obliga a cerrar los ojos, a concentrarse en dormir. Seguramente se esté arrepintiendo de haber hecho la siesta esta tarde. Estirado en el sofá, delante del televisor, al lado de mamá, mientras papá estaba en el trabajo. "¡Hazme un mimo!", le ha dicho a ella. Y, cansado como estaba, se ha dormido mientras ella pasaba la mano por su cabeza. Estaba completamente rendido.

Pero ahora mismo no puede hacerlo. No logra concentrarse en dormir. Está un poco tenso y molesto. Y teme que eso le pueda agriar el carácter si todo sigue igual muchas noches más. Nunca ha tenido problemas para dormir. Lo poco que sabe del insomnio es que puede cambiar a una persona.

Se incorpora, y se queda sentado en la cama. Percibo la duda en su gesto. Mis compañeros también lo notan. Parece que no sabe si levantarse e ir a beber agua o leche. O sentarse en el sofá, acompañando a papá y mamá mientras ven alguna película.

Mira hacia dónde estamos nosotros, sus muñecos. Y, después de cierto tiempo sin hacernos caso... ¡acerca sus dos manos hacia el lugar en el que estoy yo! ¡Y me levanta! ¡Y me atrae hacia él! Rememoro alegrías y seguridades pasadas. Cuando yo le acompañaba en todo momento. A mis compañeros les miro con expresión de victoria, un "¡toma ya!", que seguramente les llenará de envidia y celos. Me recuerdo que debo tener cuidado de que él no vea esa expresión de triunfo. Me arrepiento al mirar al pobre y tullido gorila. Estoy pecando de soberbia, pero... ¡me siento tan bien! Me ha escogido a mí, a su viejo oso.

Me abraza. Y fuerte, con los dos brazos. También me huele, y eso me incomoda un poco, pero a él no parece importarle; es más, creo que incluso le resulta agradable. Se vuelve a estirar, y me quedo acurrucado entre sus brazos y su pecho.

Me pongo a pensar. Lo que pase a partir de hoy, después de ésto, no será como antes, como cuando jugábamos y lanzábamos nuestros hechizos para que él fuera feliz.
Pero si éste es el papel que he de asumir, el de talismán, el de guardián de los sueños de mi niño en aquellas noches en las que no pueda dormir, lo acepto dichoso. Ya que, al fin y al cabo, uno no puede renegar de lo que es, y de cómo siente. De mi corazón bordado no desaparecerá la inscripción de "Abrázame fuerte". Quizás aún conserve la magia suficiente como para ahuyentar los malos sueños.

Del mismo modo que, mientras estaba en el sofá con mamá le dijo "¡hazme un mimo!", quiero interpretar que este abrazo es esa misma llamada. La petición de un gesto, de un mimo.

Pero ahora debo empezar a guardar silencio. Porque parece que se está relajando. Creo que todavía puedo desempeñar a la perfección ese papel de protector y de vigía de sueños.

Es más, creo que ya se está durmiendo. Aunque rompa las reglas del juego, por primera vez, no puedo evitarlo: le miro, y paso una de mis deshiladas manos por su mejilla. Él se agita un poco, y, sin ser plenamente consciente, se sorprende un poco. Entreabre los ojos, y me ve a mí.

Pero ya está en un mundo de brumas, no pasa nada malo. Al contrario. Vuelve a cerrar los ojos, y se sumerge de lleno en un cálido sueño. Por fin puede dormir.

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