sábado, 22 de marzo de 2008

9.-El faro

— Qué raro. Juraría que yo no quería pintar esto...

Sorprendido, Isaac contemplaba el cuadro que acababa de pintar. Era muy bueno, lo mejor que había pintado en años. Se vendería bien en la galería de Vicente Balaguer, y Dios sabe que necesitaba el dinero. Sólo había un problema: él no había tenido intención de pintar ese faro. Su mirada iba de la postal que había usado como modelo (una marina, barcos en el horizonte, el sol de verano brillante en el cielo) al lienzo, en el que un faro blanco y rojo se imponía al borde de un acantilado sobre el mar gris de un día de tormenta. Por alguna razón le disgustaba, sintió ganas de derramar el bote de pintura blanca en el lienzo y pintar sobre él la marina de la foto. Pero no tenía valor, ni ganas, y además hacerlo hubiera sido una tontería. Al final, se encogió de hombros y estampó su firma en la esquina inferior derecha. Mientras se iba a dormir, recordó una serie de televisión que había visto hacía poco, en la que salía un pintor que entraba en trance y pintaba el futuro. Río por lo bajo. Aquel pintor también se llamaba Isaac.

Aquella noche soñó con el faro. Caminaba por el borde de un acantilado y allí estaba, iluminado por los relámpagos, la pintura blanca y roja desconchada por la intemperie. No quería acercarse, quería dar media vuelta y correr, volar, lo que haces en los sueños cuando quieres huir de algo, pero sin saber cómo se encontró delante de la puerta. Estaba cerrada, pero se abrió en cuanto la empujó. El interior estaba oscuro y olía a humedad, a moho y a algo más que no supo identificar. Sus pasos resonaban por la escalera de caracol, que se perdía en las alturas. A sus pies, la trampilla que conducía al sótano vibraba como si tuviera vida propia. Aquello no era posible, allí no podía haber nada, no hay nada en los sótanos de los faros abandonados, y aquel estaba abandonado, aunque había luz en la torre, había luz pero no había nadie. La trampilla golpeaba el suelo cada vez más fuerte clang-clang-clang y por debajo asomaban cosas, gruesos gusanos grises, como dedos muertos que se arrastraran por la tierra, buscándole...

Despertó gritando y bañado en sudor. El sol entraba a raudales por la ventana y daba de lleno en su cama. Seguramente por eso había soñado aquello: demasiado calor, y la lata de calamares de la cena no había ayudado. A la luz del día el cuadro no parecía amenazador, sólo era una pintura como tantas otras que había pintado y vendido desde que vivía en Madrid. Durante la noche se había secado, así que decidió envolverlo y llevarlo a la galería.

Como era de esperar, Vicente se entusiasmó en cuanto lo vio. Estaban reunidos en su despacho, e Isaac tuvo la satisfacción de ver cómo la expresión aburrida del marchante se transformaba, primero en asombro, y luego en admiración.

— ¡Isaac, es magnífico! ¿Seguro que lo has pintado tú?
— ¿Cómo dices? ¡Pues claro que lo he pintado yo! ¡Y menuda guerra me ha dado! Casi no he dormido por su culpa. Si no lo quieres dilo y en paz, seguro que donde Peyo no le hacen ascos.
— Era una broma, hombre, no te enfades. Claro que lo quiero, como todos los que has pintado. Pero éste es... diferente, no sé. Estás cambiando el estilo. Me gusta. ¿Dónde está este faro?
— No tengo ni idea. ¿Por qué lo preguntas?
— Por curiosidad. Como es la segunda vez que lo pintas, pensé que significaría algo.
— Pues no. Además nunca lo había pintado antes, estoy seguro.
— Qué va, yo sí que estoy seguro. Igual no te acuerdas, pero ya me has traído esto antes. Espera un momento, lo tengo por aquí.

Vicente salió del despacho y al rato volvió con un cuadro envuelto en papel de estraza. Al desenvolverlo Isaac vio que era una de sus primeras obras, una acuarela sin demasiada gracia, más apta para decorar la habitación de algún hotel que para la galería de Balaguer. Probablemente por eso no se había vendido, dudaba que su amigo hubiera llegado a exponerla. La composición era vulgar: una playa, gente bañándose, cielo azul. Y, al fondo, un acantilado con un faro a rayas blancas y rojas. Un escalofrío le bajó por la espalda.

— Tiene que ser casualidad. Ya ves, ni me acordaba de él. Estaría en la postal que usé como modelo.
— Y así quedó. Pintar a partir de postales no es buena idea, ya te lo dije.
— ¿Y qué cojones quieres que haga? Yo pinto el mar, y por si no te has dado cuenta, Madrid no tiene playa.
— No me vengas con chorradas. Tú mismo puedes ver la diferencia. Esta marina no tiene nada, quizá podrías colársela a algún guiri en la Plaza Mayor, aunque lo dudo. Últimamente hay mucha competencia por allí. Pero el cuadro que me has traído hoy... Este faro está vivo, Isaac. Es la diferencia entre Técnica y Arte. Es imposible captar esto en una foto. Tú este faro lo has visto.
— Pues vale, lo habré visto. Me da igual. ¿Cuánto crees que sacarás por él?
— Lo suficiente para que puedas tomarte unas vacaciones, eso seguro. Y, de paso, volver con más cuadros como este. En un par de semanas te diré algo.

Mientras Vicente le acompañaba a la puerta, Isaac se volvió para mirar su pintura por última vez. El faro parecía devolverle la mirada, y las palabras que acababa de escuchar resonaron en sus oídos. "Este faro está vivo"... Le daba igual que fuera la mejor obra de su vida, estaba contento de librarse de él.

***

Aquella mañana volvió a despertarse gritando. Hacía tres semanas que había pintado el cuadro, tres semanas desde que comenzaron las pesadillas. El faro se había convertido en una obsesión. Lo veía en la calle, en las revistas que leía, allá donde miraba. A veces sólo era una mancha de color percibida con el rabillo del ojo, que al volver la cabeza resultaba ser una parada de autobús, una chica con un vestido a rayas. No había conseguido volver a pintar nada. Temía incluso acercarse al caballete, no fuera a despertarse del trance horas después para encontrar de nuevo esa torre asquerosa burlándose de él desde el lienzo.

No había vuelto a hablar con Vicente. Diez días después de venderle el cuadro había ido a un psicólogo, el cual le había escuchado con mucho interés para, después, hablarle de símbolos fálicos y recomendarle que se tomara un descanso. Estupenda manera de gastar noventa euros. Después había empezado a tomar hierbas, remedios homeopáticos, cualquier cosa con tal de dormir sin soñar por lo menos una noche, pero todo había sido en vano. Incluso llegó a visitar a una médium, había visto su anuncio una madrugada en la televisión, mientras intentaba combatir el sopor con malas películas. Aquella mujer le había mirado fijamente y le había hablado de muertos que no descansaban, de espíritus que le perseguían desde su pasado. Más interesante que el psicólogo, pero igual de poco efectivo, y de caro.

Justo cuando comenzaba a desesperarse, Vicente le llamó. Había conseguido muy buen precio por el cuadro, incluso después de su mordida le quedaría lo bastante para tapar unos cuantos agujeros. Después lo pensó mejor. A la mierda con los agujeros. Haría caso de su amigo y saldría de Madrid, al Norte, a donde fuera, siempre que se alejara de ese ambiente agobiante. Gastó lo imprescindible en poner a punto el coche y marchó el mismo día que lo recogió del taller, con cuatro cosas en la maleta, ninguna de las cuales era un pincel ni un lienzo.

La carretera le sentó bien. Dejó que el azar decidiera su destino, siempre hacia el Norte. Primero pensó en Gijón, pero se pasó el desvío a San Cristóbal, y en lugar de dar la vuelta decidió seguir adelante. Durmió en un hotel de carretera pasado Benavente, porque ya era tarde y estaba demasiado agotado para conducir de noche, y por primera vez no soñó. Al día siguiente llegó a A Coruña. Se sentía mejor, le gustaba la libertad de no saber qué hacía allí ni por qué había ido, y que ninguna de las dos cosas importara un pimiento. Se registró en un buen hotel, de cuatro estrellas, bien situado en el centro de la ciudad. Qué narices, ahora era un pintor de éxito, que se notara por alguna parte. Comió en el mismo restaurante del hotel, para qué ir más lejos, y por la tarde se acercó a Malpica a ver el mar. De camino paró en El Corte Inglés y compró carboncillo y papel de dibujo, por si le apetecía hacer unos bocetos.

Paró a las afueras del pueblo, cerca de los acantilados, y decidió pasear. El viento que le daba en la cara llevaba el olor de las olas que se estrellaban abajo, contra las rocas. El sol aún estaba alto en el cielo y las gaviotas chillaban buscando su comida. A lo lejos, las barcas de los pescadores se perfilaban contra el horizonte azul. Decidió dibujar aquel paisaje desde el promontorio que había más adelante. Y al llegar a lo alto lo vio. El faro de sus cuadros, de sus pesadillas, se erguía en la siguiente loma, la misma pintura desconchada roja y blanca y la misma puerta de hierro oxidado. Soltó el cuaderno y se quedó allí, mirándolo, preguntándose a quién había querido engañar pretendiendo que había ido allí por casualidad.

Un rato después seguía allí parado. Se había nublado y hacía frío. En algún momento el viento había arrastrado su cuaderno hasta el mar, pero eso no importaba ya. Lo único que importaba era saber qué le había llevado hasta allí, antes de que el sol se ocultara y la falta de luz le impidiera ver. Echó a correr hacia el faro. La puerta estaba cerrada, pero el candado era viejo y no resistió los golpes que le dio con una piedra. El interior era tal y como lo había soñado: la escalera, la trampilla que se movía y golpeaba con rabia contra el marco de hierro. Entonces se abrió, y a la luz de un relámpago Isaac vio lo que había en su interior. Manos de dedos grisáceos se arrastraron por el suelo, cuerpos descompuestos, ojos sin vida. Y recordó. Las conocía. Aquella era la chica rubia de la parada del autobús, la que leía el periódico. Le faltaba la oreja izquierda, donde la había golpeado con la pala. La otra era la morena del bar, la navaja aún sobresalía de su pecho. Y el cuerpo que se arrastraba detrás tenía que ser aquella que había despedazado... Y aún había más, no podía contarlas, sus miembros se entremezclaban intentando aferrarle, tocarle, arrastrarle al abismo del que habían surgido. Gritó y echó a correr escaleras arriba, hacia la luz, donde no podrían alcanzarle. Pero no podía dejarlas atrás, sus manos atravesaban los escalones, veía sus caras en las paredes, las oía murmurar su nombre. Siguió corriendo, arriba, arriba, hasta que el viento le dio en la cara y más allá, al abrazo frío del mar.

***

Extraído de la noticia aparecida en La Voz de Galicia, 17 de Abril de 20XX.
(...) La policía ha confirmado que la muerte del pintor Isaac Hernández fue un suicidio, testigos presenciales le vieron lanzarse gritando desde un faro abandonado en las cercanías de Malpica. Continúa la investigación sobre el macabro descubrimiento de siete cadáveres en el sótano del mismo faro, que podrían corresponder a jóvenes desaparecidas entre 1990 y 1998 en A Coruña. Fuentes extraoficiales apuntan a que Hernández, que residió en la ciudad hasta 1999, podría haber sido el autor de estas muertes, aunque esta información está todavía por confirmar.

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