sábado, 22 de marzo de 2008

11.-Dejad que los niños se acerquen a mí

“Anciano sacerdote recibe una brutal paliza .Sufre diversas contusiones y fracturas. El agresor, un joven de unos treinta años, se dio a la fuga montado en una bicicleta”.


Me gusta andar en bici, me relaja. En ocasiones siento que se me cae la casa encima, que me puede el mal humor y la agresividad. Cuando percibo que el duende negro trata de hacerse con el control, salgo de casa y me pongo a pedalear.

No suelo tener un destino fijo. Simplemente me dejo llevar. Al principio ruedo con energía y luego poco a poco voy sintiendo que los demonios se aplacan. Finalmente cando la bicicleta en cualquier parte, enciendo un cigarrillo y dejo volar mi mente.

Esta vez había elegido paseo del río y me detuve junto al camino que ascendía hacia el viejo caserón. A plena luz del día y para quien no lo conozca, diré que sólo es un edificio de tres plantas, con un tejado inclinado a dos aguas.

Para muchos de los niños que allí estudiamos, probablemente sea el lugar en él que más miedo hemos pasado en toda nuestra vida. Como tantas veces durante mi infancia emprendí el ascenso hacia el colegio .El lugar está medio derruido, abandonado, decidí que era el momento de enfrentarme a los miedos y pesadillas que poblaban mis sueños. Atravesé el dintel de la puerta y comencé a recorrer las ruinas de mi antiguo colegio, El Sagrado Corazón.


El caserón del dolor y la crueldad se alimenta de la ingenuidad y la alegría, del cariño y el candor, absorbe todo lo que de bueno pudieran tener las personas y lo vomita convertido en odio, sufrimiento, amargura y miedo.

Entre sus muros habitaban los “cuervos”, seres vestidos de negro que tal vez antaño, fueran buenas personas, pero que entre aquellas paredes se convirtieron en monstruos, sádicos, frustrados y rencorosos. Hay un dicho que afirma “a Dios rogando y con el mazo dando”, aquí el dicho se transformó en “a Dios rogando y con la Biblia hostiando”.

Paso bajo el dintel de la puerta de entrada y accedo al interior del edificio. Atravieso el vestíbulo y entro en una sala, recuerdo que era la de manualidades y vuelvo a ser el niño que fui.

Tengo nueve años y es mi primera clase de trabajo manual, toca serrar chapacumen con sierras de pelo. Yo me lanzo a la tarea con el entusiasmo propio de la edad. La sierra de pelo es incapaz de resistir el desenfreno infantil y se rompe en dos pedazos.

Recojo los pedazos del pelo de sierra roto, con ellos en la mano me dirijo al hermano Artola. Le explico lo sucedido, me mira y me dice. ¿Sabes lo que les sucede a quiénes rompen una sierra de pelo?. Yo, ingenuamente respondo: “Que les dan otra”.

Él sonrió. Ni siquiera lo veo venir. De repente mi mejilla derecha arde y ya no contemplo la cara del monstruo sino una de las paredes de la sala, él ni me mira, simplemente me ordena que vuelva a mi puesto. En ese momento y aunque sólo tenga nueve años, dejo de ser un niño, la ingenuidad se pierde y surge la desconfianza, sabes que para conocer a las personas debes fijarte en lo que dicen y no en lo que hacen.

Veo a Luís que le pide una lija al “cuervo”, el hermano Artola no se la ofrece por el mango si no por la zona de lijar. “Agárrala fuerte, como lo haría un hombre; le ordenó”. El alumno así lo hace, entonces el cura sonríe y estira con fuerza. Luís grita y suelta la lija. Tiene la mano despellejada. El monstruo ríe y dice “no te pondrás a llorar como una nena”.

La clase de manualidades supone una tortura para los menos manitas de la clase. El objetivo no es aprender sino esquivar las hostias que vuelan con frecuencia por el aula .Nos robamos los trabajos, no en busca de una buena nota o por vagancia, si se recurre al hurto es simplemente para salvaguardar la integridad física y esquivar la humillación. En el caserón de la tristeza, las carcajadas nunca son de alegría, únicamente reflejan un humor cruel, los “compañeros “, se ríen de la desgracia ajena o como forma de alivio de la tensión acumulada.

Subo por las escaleras y llego al aula de matemáticas, allí reina el Aurelio, con su tuerca en el dedo anular a modo de anillo. Comienza la lección.”Cuatro por tres, más ocho, menos dos”. ¡Tres, dos, uno! Si no hay respuesta o ésta es incorrecta, la mano desciende sobre tu cabeza y la tuerca impacta contra ella. En ocasiones, el pánico se apodera de los alumnos, asustados por el castigo que imparte el profesor, son incapaces de responder correctamente y una fila entera acaba con la cabeza incrustada en la tapa de los pupitres a causa de los golpes.

El maestro levanta la mirada y tú sabes que la fiera busca carne fresca. Desearías hacerte invisible, pasar desapercibido. Por eso te inclinas y tratas de esconderte detrás de la espalda del alumno que te precede en la fila. De pronto, mi compañero de asiento me da un codazo, sonríe con alivio y me indica el camino del estrado. Es tu apellido el que suena en la boca del monstruo .Con paso acobardado emprendo el camino hacia el encerado mientras mis compañeros contemplan a la víctima que va camino del martirio.

Salgo a la pizarra a resolver el problema, pero mi atención se centra más en la regla de madera que el maestro tiene en la mano que en el enunciado de la cuestión. Si dudo, la regla impactará en la pizarra, si me equivoca lo hará en mi cabeza. He podido mantener la calma, por esta vez, he salvado el físico.

Le toca el turno a Jorge y todos sabemos como acabará la cosa, el Aurelio le tiene ojeriza y el chaval se pone nervioso perdido. A la primera duda o error, el cura le agarra de la cabeza y pega su cara a la pizarra gritando. ¡Lo ves, lo ves!. Un segundo error y la frente de Jorge impacta en sucesivas ocasiones contra la pizarra. El cura grita. ¡Te entra, te entra!, Ante la carcajada general de la clase.

Un calendario cuelga de la pared con un viernes marcado en rojo, día de notas. El profesor lee los resultados y los comenta, en mi clase nos colocan en función de los resultados obtenidos. Se empezaba por “el más tonto “y se acababa por “el más listo”.

-“Martínez, esta vez se ha superado a sí mismo. Ocho muy deficientes de ocho posibles, hay que reconocerle la constancia. No ceja usted en su empeño por demostrar a sus compañeros quién es el más inútil de la clase”.


En el caserón del sufrimiento los niños dejan pronto de serlo. Una gran parte de ellos se transforma en pequeños monstruos que asimilan la lección, aprenden a ser crueles y violentos, a cebarse en el débil, otros simplemente intentan sobrevivir sin convertirse en aquello que tanto odian.



Suena el móvil y lo ignoro, pero su sonido tan actual me saca de la ensoñación, vuelvo a ser adulto, abandono el edificio con la misma sensación de miedo y angustia que experimentaba cuando era niño.

Empiezo a descender la cuesta que me llevará hasta el paseo del río, levanto la cabeza y lo veo es uno de ellos, se acerca y lo reconozco. Canoso, encogido, apoyándose en un bastón, resoplando, el Hermano Artola aparece nuevamente en mi vida. Recuerdo que nos decían, “Dios te castigará”, pero no debían tener gran confianza en ello. Su fe debía ser escasa ya que, indefectiblemente, ellos aplicaban el castigo sin esperar a la intervención divina.

Decidí demostrar lo que había aprendido de ellos, cuando nos cruzamos me detuve frente a él y sin mediar palabra le abofeteé. Se derrumbó y cayó al suelo, cogí el bastón y lo estrellé contra su espalda, le pateé las costillas. Él gemía y me miraba atemorizado con cara de no comprender de donde procedía toda aquella crueldad, ni cuándo terminaría. Esa expresión la había visto a menudo, la conocía de sobra. Es algo que nunca debiera verse en la cara de un niño.

Le dejé tirado en el suelo, miré hacia el caserón, ya no me parecía tan siniestro, por una vez me había enfrentado a uno de los monstruos de mis pesadillas y no era yo el que lloraba desconsolado. Mi bicicleta y el futuro me esperaban al final de la cuesta.

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