domingo, 3 de febrero de 2008

6.-La sirena

La sirena de la fábrica de acero siempre marcó el ritmo de la vida de nuestro pequeño pueblo. Durante años su sonido fue símbolo de prosperidad y de trabajo. La fábrica se erguía orgullosa al norte del pueblo, muy cerca de nuestra casa. La sirena solía ser mi despertador. Papá ya había salido hacia la fábrica, pero en el aire quedaba el aroma del café y las tostadas de su desayuno. Por la ventana entraba un incipiente sol que él no llegaba a ver nunca. Me sentaba en la mesa de la cocina y mamá preparaba nuestro desayuno para poder ir a la escuela. Ella se levantaba a la misma hora que papá, cuando fuera las calles aún estaban grises, le preparaba su fiambrera y esperaba con él hasta la hora de irse a trabajar. Seguramente hablaban poco, hay pocas cosas que decirse a esas horas. Él se encendería un cigarrillo y ella pondría la radio para saber qué tiempo haría ese día. Él sonreiría y se despediría con un beso en la frente y ella pensaría que un buen hombre es difícil de encontrar.

Recuerdo que aquellos días veía poco a papá, sólo un rato cuando, a las cinco, después de que la sirena soplara, volvía de la fábrica con aquel aspecto cansado y aquellos ojos vacíos. Aunque no le apetecía, se esforzaba por dedicarnos un rato. Me preguntaba por la escuela, por los deberes y por el equipo de béisbol. Después jugaba con mi hermana que ya tenía cuatro años. Aunque entonces no lo valoraba, ahora sé que tuve suerte con papá; los padres de mis compañeros de escuela no les prestaban atención, de la fábrica se iban al bar y nunca los veían. Papá siempre procuró estar en casa el mayor tiempo posible y poder vernos crecer. Los domingos los cuatro nos montábamos en nuestro viejo Mercury e íbamos al Lago de Alce, que estaba cerca de nuestro pueblo, a pasar el día. Era una zona espectacular, el lago era enorme y estaba rodeado de montañas con un agua limpia y cristalina. En la orilla teníamos la hierba más verde que he visto nunca. Mamá preparaba cestas de picnic llenas de sándwiches, ensalada de patata, huevos duros y fruta. Si había suerte y papá pescaba un par de piezas, ese día también comíamos pescado. No teníamos mucho dinero, pero éramos felices.

Después llegó 1973. Yo tenía entonces quince años y May cumpliría en marzo seis. Papá vino un día del trabajo y nos reunió a todos en la mesa de la cocina porque tenía que contarnos algo. Nos explicó que el país estaba en crisis, nos habló de guerras, de inflación, del petróleo, del dólar, del banco, de nuestra casa, de un montón de cosas que yo entonces entendía a medias. Mamá tenía lágrimas en los ojos y estrujaba con fuerza un pañuelo que tenía en las manos. Papá nos contó que la fábrica había cerrado y que se había quedado sin trabajo. El pueblo entero vivía de la acerería: los trabajadores, las tiendas, los bares. Nuestra pequeña economía dependía de que la vieja sirena siguiera llamando a los trabajadores a la fábrica. Papá nos dijo que no nos preocupáramos, que encontraría otro trabajo y que, además, teníamos algunos ahorros que había ido atesorando mamá por si llegaban tiempos difíciles.

Para mí las cosas siguieron siendo igual, me levantaba y me encontraba con el olor de las tostadas y del café, desayunaba y me iba al instituto. Lo único que había cambiado era que me despertaba papá y no la sirena de la vieja fábrica. Ahora papá estaba allí todas las mañanas, y era yo el que me despedía de él. Él se quedaba en casa y buscaba trabajo en el periódico local, pero no había nada, eran tiempos de crisis.
Aunque no fue lo único que cambió. El pueblo también lo hizo. Lo que unos meses antes era un lugar agradable para vivir se fue transformando poco a poco en un sitio solitario, una ciudad fantasma. Los más afortunados, los que encontraban trabajo, se iban a otros pueblos, incluso a otros estados. En el pueblo sólo que daban los perdedores, oí decir a papá alguna vez. Yo no creía que eso fuera verdad, simplemente éramos menos afortunados. Yo confiaba en que todo se solucionaría.
Así pasaron seis meses y papá no logró encontrar trabajo. Empezó a frecuentar el bar de Bob, uno de los pocos establecimientos que no habían cerrado, y es que en época de crisis los hombres se refugian en el alcohol. Solía llegar tarde por las noches, y la mayoría de las veces venía borracho. Empezaron las discusiones con mamá, que normalmente acababan con un portazo y mamá llorando en la cocina. Yo nunca les había oído discutir hasta entonces, y la cosa, lejos de mejorar, fue a más. Las borracheras se hicieron más habituales y violentas y aunque jamás tocó a mamá yo la veía sufrir y consumirse poco a poco.

Una noche sonó el teléfono a las dos de la madrugada. Oí a mamá descolgar el teléfono de la cocina y, al cabo de un minuto, echarse a llorar. Me llamó y me dijo que me quedara cuidando de May, que ella tenía que ir a ver a papá a la oficina del sheriff.
No volví a ver a papá hasta el día del juicio. Cuando llegó encadenado por el pasillo camino de la sala me pareció tan pequeño, con la cabeza hundida entre los hombros y mirando al suelo, que no pude creer que fuera él. Durante el juicio, él contó lo que había pasado. Estaban en el bar de Bob y, cuando éste cerró, papá y otros dos tipos decidieron acercarse a la gasolinera a comprar unas cervezas. Mientras él estaba cogiendo unas latas, los otros dos sacaron una pistola y amenazaron al dependiente para que les diera el dinero. Éste sacó una recortada y se inició un tiroteo. Al cabo de unos segundos, el dependiente y uno de los que iban con papá estaban muertos en el suelo.
La gente trabajadora no puede permitirse esos abogados caros de las series de televisión y el que nos asignaron no tuvo su mejor día. Al cabo de un rato papá fue condenado como cómplice se asesinato y atraco a mano armada a quince años en una prisión federal. Mamá se desmayó al oír la sentencia y tuvieron que asistirla allí mismo, en la sala.

Han pasado diez años desde aquello, y hoy, como todas las semanas, estoy en la Prisión Federal de Stillwater. Papá está muy bien, tiene un trabajo en el taller mecánico de la prisión y, si todo va como debe ir, puede que a final de año le concedan la condicional. Ahora sólo espero que suene la sirena de la prisión que avisa del comienzo de la hora de visitas.

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