lunes, 4 de febrero de 2008

FdC.-El rey y la muerte

Me fastidia que la gente venga con ideas preconcebidas sobre mí. Luego que se llevan una desilusión o se creen que es una broma... y eso sin contar a los que se sienten estafados. Vaya, que me gustaría que la gente me aceptara tal como soy, y no me empezara con el «¿eso es todo?» , «¿ya está?» , «pues yo me esperaba que fueras más... no sé, de otra forma» y otros patéticos comentarios por el estilo. Y bueno, lo del aspecto pase. Es molesto, sí, pero vaya... lo que realmente me fastidia más son esos estúpidos tópicos sobre mi carácter y mi forma de ser. Por ejemplo, lo de que soy cruel. ¡Como si yo pudiera ser cruel! Pero si ese es un atributo exclusivamente... Ah, esto me recuerda una historia que ocurrió hace poco tiempo. Bueno, poco tiempo... Para vosotros los seres humanos, que tenéis unas vidas tan irrisoriamente breves, supongo que será bastante tiempo, pero para mí, que vivo aquí desde siempre, fue hace relativamente poco. Veréis, os contaré la historia de un hombre como vosotros, aunque él no pensaba que fuera realmente como vosotros; era inmensamente rico y, para él, eso ya constituía una gran diferencia. No eran días fáciles aquellos en Irlanda. El hambre azotaba el país, compuesto casi en su mayoría por campesinos, sin más recursos que los que ellos mismos se pudieran procurar, y dependiendo exclusivamente de lo que en sus campos se cultivara. Sí, lo recuerdo bien, fueron días de mucho trabajo. Como suele ocurrir siempre, los primeros en caer fueron los viejos, y después vinieron los niños. Irlanda entera lloraba desconsoladamente. Bueno, casi toda Irlanda. Aquellos que se lo podían permitir acaparaban alimentos y provisiones y, encerrados en sus castillos en vastos terrenos de su propiedad, no pasaban necesidad alguna y, en conjunto, podemos decir que su vida cotidiana no había sufrido cambio alguno. Y el rey, por supuesto, era uno de estos pocos privilegiados. En honor a la verdad, tengo que advertir que aquel hombre no era en stricto sensu rey de nada ni de nadie, pero aún así se había proclamado a sí mismo rey de la región. El mismo lo resumía perfectamente con aplastante lógica y apabullante simplicidad a la vez: «Veamos, soy sin duda el hombre más rico de la región - y probablemente uno de los más ricos del país - , tengo un castillo con miles de hombres a mi servicio que darían su vida por el mero hecho de complacerme, y no he trabajado en toda mi vida. Indudablemente, cumplo todos los requisitos para ser rey» .
Algunos hombres - los pobres generalmente, que tienen que consolarse con lo poco que tienen, o los ricos, para mantenerse en su riqueza - dicen que el dinero no da la felicidad, pero sin duda ayuda a comprarla, y el rey lo sabía muy bien. Y, sin embargo, en los últimos tiempos, el rey no era feliz. La bendición se convirtió en maldición y así, en última instancia fruto de la más profunda desesperación, decidió ir a hablar con el cura.


- Padre, tenéis que ayudarme, no puedo aguantar más esta dolorosa situación.
- No se preocupe, majestad. Cuénteme sus pecados y todo le será perdonado.
- ¿Qué pecados ni qué narices? Soy el rey, y como tal, no tengo pecados que confesar.
- Por supuesto, majestad. En ningún momento quise decir lo contrario - dijo aceleradamente el párroco sudando a chorros repentinamente - Ya sabe, la fuerza de la costumbre...
- Ya, ya... Haré la vista gorda por esta vez, pero a partir de ahora mide mejor tus palabras si tienes en alguna estima tu vida.
- Por supuesto señor, lo que usted diga señor...
- Majestad - espetó el rey lanzando una mirada asesina al párroco.
- Ma, majestad... - tartamudeó el cura pensando muy bien sus siguientes palabras (sabiendo muy bien que podrían ser las últimas) - ¿Qué es lo que le preocupa, majestad?
- ¡¿Que qué es lo que me preocupa?! - saltó el rey indignado - ¡Bien lo sabéis, cura estúpido! Al principio tenía gracia, pero los años pasan y ya estoy harto. ¡Ya está bien, caramba!
- Ah, os referís a eso, majestad... - dijo el cura no muy seguro - Pero deberíais estar contento de que el todopoderoso os haya concedido, sin duda por el inmenso amor que os profesa, una vida tan larga...
- ¿Una vida larga? ¡Tengo 178 años, y no puedo más!
- Pero os conserváis como si tuvierais 98. - dijo el cura conciliador.
- ¡Estupideces! Exijo que hables ahora mismo con el todopoderoso y le digas que venga de una vez a llevárseme.
- Pero majestad, la muerte llega a todo el mundo en su momento. Eso es algo que no podemos variar; y además deberíais estar orgulloso y feliz de haber llegado a tan avanzada edad.
- ¿Feliz? ¿Orgulloso? - dijo el rey con los ojos vidriosos y una expresión de abatimiento y ternura que sorprendió al párroco, pues nunca había visto, ni siquiera sospechado, que tales sentimientos pudieran existir en el monarca - Tú no lo puedes comprender, pero no hay nada más triste que esto. Es terriblemente doloroso ver a tus hijos morir de viejos mientras tú sigues vivo. Y aún es mucho más doloroso ver fallecer también a tus nietos - el rey empezó a acalorarse cada vez más y más - Te empiezas a mosquear cuando les llega la hora a tus bisnietos... ¡Pero lo que no se puede tolerar es que haya tenido que ver morir también a todos mis tataranietos y a los hijos de mis tataranietos! ¡Así que ya puedes ponerte ahora mismo en contacto con la muerte y ordenarle que venga a buscarme!
- Pero majestad, lo que decís es imposible de cumplir. La misma palabra lo dice. Para hablar con la muerte habría, je, je, que estar muerto.
El rey parpadeó, y comentó sorprendido:
- Soberbio. Magnífica idea. No se cómo es que no se me había ocurrido a mí mismo.

El cura fue el primero en morir. Como la cosa no funcionó, el rey tuvo que echar mano de sus súbditos, pero los resultados fueron de lo más desesperanzadores. El problema residía principalmente en que los súbditos, una vez que se morían y, presumiblemente, hablaban con la muerte, ya no podían volver para explicar qué era lo que les había dicho. El rey empezó a experimentar entonces con técnicas de muerte más lentas, esperanzado de que, por ejemplo, acuchillando lentamente a un siervo en el estómago, llegara un momento en el que viera a la muerte pero tuviera tiempo todavía de contarlo.
Pronto el rey se quedó solo. La mitad de los súbditos, no sabía bien por qué, había abandonado precipitadamente el castillo en las últimas fechas, y la otra mitad había contribuido, más o menos voluntariamente, a ayudar en sus propósitos al rey con, por cierto, nulos resultados. Por fin, desilusionado, el monarca decidió partir él mismo en busca de la muerte. Dejando su fortuna atrás (aunque debidamente guardada en la más inexpugnable de las celdas del castillo) salió al mundo exterior a lomos de uno de los pocos caballos que aún quedaban vivos en el establo. Muy pronto se dio cuenta el rey de que estaba en el buen camino. El hambre y la enfermedad estaban haciendo estragos entre la población. Había tantos cadáveres (o partes de cadáveres) desparramados por el suelo, que el pobre caballo tenía que hacer verdaderos equilibrios para no trastabillarse y caer de bruces. Siguiendo el rastro de muerte, el rey se adentró en el bosque, pero aquí la pista se perdía de nuevo. Después de unas horas, el monarca se empezó a impacientar, temiendo que nunca hallaría su meta. Pero he aquí que, cuando más desesperado estaba, su caballo agotado y hambriento se desmoronó, y el rey se abrió la cabeza de par en par contra una roca, encontrando por fin la esquiva muerte.



El rey abrió los ojos repentinamente y se quedó como embobado mirándome.
- ¿Do, dónde estoy? y ¿Quién eres? - balbuceó al final torpemente.
- Oh - dije yo acostumbrado a responder siempre las mismas inútiles preguntas - Esto es una dimensión paralela y, bueno, yo soy eso que llamáis muerte.
- Tú ¿Tú eres la muerte? - preguntó el rey atragantándose.
- Sí; si quiere le enseño mi carnet... Oh, vaya, olvídelo, no creo que sepa de qué le estoy hablando. Cosas de las dimensiones paralelas...
- La muerte - repitió mecánicamente el monarca.
- Ya ve.
- Pero... - dijo el rey mientras se reincorporaba - ¡Pero si eres un crío!
- Pues llevo aquí toda la eternidad. ¿Sabe? Antes de que existiera la vida, ya existía yo. Algunos creen que...
- Esto es ridículo - me cortó el monarca sin parecer hacer mucho caso a mis sabios comentarios - ¿Y la túnica negra? ¿Y la guadaña?

Ven, a esto exactamente me refería al principio. Y no es precisamente un caso aislado, que todo el mundo viene con la misma historia, y al final se les ve como desilusionados de mi aspecto. ¿Pero para que iba yo a querer una guadaña? Si aquí sólo hay arena y rocas... y no lo digo por quejarme, que a mí me gusta; todo está deliciosamente muerto. Y luego lo de la túnica. ¡Por favor...! ¡Con el calor que hace aquí y lo que absorbe el negro! . Yo no se a quién se le ocurrió esta ridícula historia pero, vaya, flaco favor me hizo. A lo largo de los tiempos sólo recuerdo un caso ¡un caso! de alguien que viniera a mí sin ideas preconcebidas ni tópicos absurdos sobre mi persona (descontando, claro está, a los recién nacidos y a una buena parte de los retrasados mentales). Creo que se llamaba Aidan O´Hazel; minero, 38 años, murió junto con 256 hombres más en un derrumbamiento en Blantyre. Fue un día terrible, podéis creerme: no tuve ni un instante de descanso. E imaginaos lo que son 256 mineros seguidos que, uno tras uno, te vienen con el rollo de que dónde está la túnica y la guadaña, que no esperaban que fuera así y que si estoy realmente seguro de ser la muerte. Así que podéis suponer como me quedé cuando se despertó Aidan O´Hazel. El tío se levantó, bostezó, se restregó un poco los pantalones y miró a su alrededor hasta que se fijó en mí. Y entonces dijo:
- Ah, hola, tú debes de ser la muerte ¿no? Encantado.
Veis: ¡Podríais seguir su ejemplo, caramba!

Pero bueno, sigamos con la historia que os iba contando. Tras un largo rato discutiendo, el rey pareció aceptar por fin que yo fuera realmente la muerte. Entonces se puso a reír y a dar saltos de alegría. Bueno, he de reconocer que yo estaba un poco confundido. Hay gente que acepta la muerte en mejor o peor grado, pero empezar a hacer cabriolas (y más un abuelete de tan avanzada edad) era algo realmente insólito. Además, yo no recordaba tener ninguna cita en aquellos momentos, pero bueno, cuando se tranquilizó un poco lo llevé hasta mi despacho para cumplimentar el formulario de rigor.
- A ver: ¿Nombre?
- Rufus Pádraig Ruaidhrí O´Snodoaigh.
- ¿Edad?
- 178.
- Bien, ya está.
- ¿Ya? ¿No tiene que poner por algún sitio que soy rey?
- No, aquí no importa eso. Pero no se preocupe, que en el libro seguro que consta lo de su coronación.
- ¿Libro? ¿Qué libro?
- Sí, hombre... - le dije pacientemente, como quien explica algo obvio a un niño - El libro del destino. Ve, aquí viene todo lo que ha sucedido en su vida - añadí mientras sacaba el libro de un cajón del escritorio - desde su nacimiento hasta su muerte. Y sí - dije yo hojeándolo - , aquí viene: autoproclamado rey.
- ¿Puedo verlo yo mismo?
- No, lo siento, las reglas son las reglas - de repente mi vista se detuvo en la parte inferior de la hoja de Rufus Pádraig Ruaidhrí O´Snodoaigh y solté un grito de terror.
- ¿Ocurre algo? - preguntó temeroso el rey
- ¿Que si ocurre algo? ¡Pero si usted no está muerto! ¿Se puede saber qué hace aquí?
- Yo... - balbuceó el rey pálido como un muerto, pero sin conseguir engañarme.
- Nada, nada. Aquí no le podemos aceptar todavía. Aún no ha llegado el momento, así que, por favor, váyase que aún hay mucha gente esperando.
- Pero si tengo 178 años ¿No cree que ya es mi hora?
- Bueno, no sé, pero oiga: el libro del destino es el libro del destino, y a mí no se me permite cambiar ni una coma...
- ¡Pero no tiene sentido! No existe ningún hombre que pase de los 60, y yo los paso y los repaso. ¡Tiene que haber alguna equivocación!
- Está bien. Deje que mire esto un poco - consentí releyendo por encima lo que allí ponía - Sí, aquí está: Se cae de su caballo y se abre la cabeza con una roca... ¿Es esto no?
- Sí, sí...
- Pues lo siento, pero aquí lo pone bien claro: “Queda inconsciente durante un día”
El rey se echó a llorar y se arrodilló ante mí pidiéndome clemencia.
- Está bien, está bien - le dije conmovido - Mire, esto es un poco irregular pero voy a ayudarle.
- ¿Entonces estoy muerto? - preguntó el rey incorporándose de un salto.
- No, mire, eso no puede ser. Pero le voy a decir qué tiene que hacer para morir en paz y de acuerdo con lo que aquí viene. Ajá, aquí está: Si usted no ha muerto todavía es porque está maldito.
- ¡Lo sabía! ¡Mi tercera mujer era una bruja! Ya hice bien en mandarla quemar, ya...
- No, no es eso. Hace más años todavía.
- Pues no sé, no caigo.
- ¿Le suena algo el nombre de Eileen?
- ¿Mi segunda hija? ¿También era una bruja?
- No, usted está maldito porque la echó del castillo desnuda como si fuera una basura.
- ¡Ésta es buena! ¿Y qué iba a hacer? ¡Esa perra estaba preñada de un plebeyo! En aquellos años era todavía demasiado blando, así que mandé decapitar al amante y a ella tan sólo la eché de casa. ¡Cualquier buen padre hubiera hecho lo mismo, ¿No cree?!
- Oiga, a mí no me meta en sus líos. Yo no juzgo, sólo leo lo que pone aquí. Bueno, el caso es que esa rama de su familia ha vivido desde entonces en la más absoluta de las pobrezas y, actualmente, quedan una madre y su hija como únicos descendientes de su familia.
- Ya ¿Y qué tengo que hacer?
- Ni más ni menos que darles toda tu fortuna.
- ¿Y entonces me podré morir?
- Sí.
- Está bien. Acabemos con esto rápido. ¿Dónde viven?
- Veamos... aquí está: En Ballynacally, un pueblecito tres días al nordeste de donde se abrió la cabeza. Le podría teletransportar hasta allí, pero aquí pone que tienes que ir a pie.
- ¿Y mi caballo?
- Se ha escapado... - continué leyendo - y luego se despeña por un barranco y se lo comen los buitres.
- ¡Y pensar que pagué quince monedas de plata por él...! ¡Oiga! - exclamo de pronto el rey cayendo en la cuenta - Pero si mi fortuna es inmensa: ¡Necesitaría hacer miles de viajes para llevársela entera a esas dos descendientes!
- Sí, eso es un problema. Por suerte puedo convertir toda su fortuna en estos tres huevos de ganso - le dije mientras los sacaba de un bolsillo.
- ¿Está de broma? - me miró mosqueado el rey mientras los cogía.
- No, no: No se preocupe; parecen tres simples huevos, normales y corrientes, pero son ¡tres huevos mágicos de camuflaje!
- Guau - exclamó el rey no muy convencido.
- En cuanto se los des a tus familiares volverán a transformarse en toda la fortuna que has amasado a lo largo de tu vida. ¡Y sólo me llevo el 10% de comisión!
- Está bien. Me parece justo - dijo el rey metiéndose cuidadosamente los tres huevos mágicos en su zurrón - Esto... ¿Y cuando me pongo en camino?
El monarca se sintió aturdido. Lo primero que vio al abrir los ojos fue una roca ensangrentada partida por la mitad. Se levantó despacio y caminó renqueante a limpiarse la profunda herida en la cabeza en un arroyo cercano. Después, quizás un poco asustado, examinó el contenido del zurrón, suspirando aliviado al ver que no había sido todo un sueño, y ya sin más dilación partió rumbo a Ballynacally.



Nada de interés pasó en esta primera jornada que yo os pueda contar. Tan sólo que caminó lo más rápido que pudo, ansioso por acabar cuanto antes su viaje en esta vida. Cuando llegó la noche empezó a buscar un lugar donde pasar la noche, y así halló el hogar de los O´Carraigh, unos humildes campesinos que vivían en una pequeña casa cerca del río Shannon. Llamó a la puerta y les pidió hospitalidad para aquella noche, y aunque los O´Carraigh no tenían apenas para vivir, invitaron al forastero a entrar.
- Acompáñenos a la mesa, señor. Precisamente nos disponíamos a cenar en estos momentos - le dijo el señor O´Carraigh.
- ¡Magnífico! - exclamó el rey - He estado todo el día andando sin parar y vengo con un hambre de lobo.
- No tenemos mucho - añadió sonriendo la esposa - , pero un viajero siempre es bienvenido en nuestra casa.
El monarca se sentó a la mesa y observó la única habitación que componía aquella casa. No le costó mucho, porque lo único que en ella había era la mesa y las sillas donde estaban sentados, un fuego y dos especies de camastros desvencijados cubiertos con trapos y harapos. La mujer terminaba de asar unas patatas enteras, atravesadas por un palo, en el fuego. Dos niños pequeños, de no más de 6 o 7 años, sentados ya en sus sillas, cuchicheaban emocionados por la novedad de una visita. Por fin, la mujer vino a la mesa y sirvió una patata a cada uno de los niños, media para ella, media para su marido y dos para el rey. Como todas las sillas estaban ya ocupadas, el señor O´Carraigh cedió su sitio a su esposa, aunque el monarca no se percató de la verdadera razón de ello y pensó para sí mismo que aquel hombre no tenía muchos modales, comiendo de pie mientras todos los demás estaban sentados. El rey no estaba acostumbrado a comer alimentos tan poco elaborados, pero tenía tanta hambre que le supieron a gloria. Al terminar, sonrió mostrando su cortesía y dijo:
- Estas patatas estaban excelentes. No me importaría nada repetir.
La mujer palideció, pero uno de los pequeños le dijo al rey:
- Si queréis, señor, podéis comeros la mitad que aún queda de la mía.
- Está bien - dijo el rey cogiéndola y pasándola a su plato - Sin embargo deberías tomar ejemplo de tu otro hermano y comerte todo lo que te pongan tus padres.
Nada más acabar de cenar, el monarca se levantó y dijo a los O´Carraigh:
- Bueno, ha sido un placer, pero estoy muy cansado y mañana me tengo que
levantar temprano, así que me iré a acostar ahora mismo, si no les importa. ¿En cuál de las dos camas puedo dormir?



El rey, contento consigo mismo, se fue por la mañana, consciente del honor que había otorgado a aquella familia pasando la noche en su humilde hogar. El hecho de saber que el viaje pronto llegaría a su fin le animó tanto que, mientras se despedía, le pasó durante un momento por la cabeza la idea de regalarles a los O´Carraigh uno de los tres huevos mágicos que constituían su fortuna, pero pronto se convenció de no hacer nada parecido, recordando que la muerte le había dicho que debía dar todas sus riquezas a esas dos descendientes que aún quedaban del gran apellido O´Snodoaigh.
Al igual que el día anterior, el monarca caminó hacia el nordeste sin pausa ni descanso. Le dolían los pies y le flaqueaban las fuerzas, pero aun así continuó sin aminorar la marcha. Su objetivo era llegar al final de la jornada a Ballynacally, tan impaciente estaba de encontrarse conmigo, más el hambre, unido a su avanzada edad, acabaron por hacerle desistir. Dolorido, se tumbó jadeante en la fresca hierba. Miró las estrellas sobre su cabeza y pensó que, después de todo, un día más o menos bajo ellas no constituía ninguna diferencia.
- ¿Os encontráis bien, señor?
El rey se levantó y vio que quien había dicho estas palabras era una bella joven, bien vestida y de buena familia, pero cuyos ojos denotaban una enorme tristeza, como así atestiguaban los surcos que habían dejado las lágrimas derramadas en su bonito rostro.
- Sí, hija, sólo me había tumbado a descansar un momento - sonrió el rey cortésmente.
- Parecéis fatigado y hambriento; si queréis podemos compartir un poco de pan y queso que llevo en mi bolsa. No he probado bocado en todo el día y yo también necesito un descanso.
- Pues ya somos dos en la misma situación. Dios os lo pague, hermosa joven. Me sentiré muy honrado de acompañaros.
Los dos comieron con ganas, sentados bajo las estrellas. El pan estaba ya un poco duro y enmohecido, pero el queso de cabra era delicioso y confirmó al rey la idea que tenía de que aquella chica pertenecía a una buena familia. La observó con calma, y nuevamente le llamó la atención la tristeza de sus ojos. La joven, dándose cuenta de lo que pasaba por la cabeza del rey, le sonrío y habló así:
- Quizás os preguntéis qué hace una chica como yo en el bosque a estas horas de la noche...
- Estás en lo cierto, muchacha, pero si he de serte franco, en lo que estaba pensando es en lo triste que parecéis estar.
- Una cosa es el motivo de la otra. Estoy aquí porque me he visto obligada a huir de casa, y estoy triste porque he tenido que abandonar mi hogar. Dios es testigo de lo mucho que quiero a mis padres, pero no puedo hacer lo que ellos me piden.
- ¿Y qué es lo que te piden? - dijo asombrado el monarca.
- Pedir... si fuera pedir... , pero no: me ordenan que me case con un hombre al que ni siquiera conozco.
- ¿Y qué tiene de raro eso? - preguntó el rey un tanto extrañado.
- Pero, señor, ni él me conoce ni yo le conozco a él. No puedo casarme con alguien a quien no he visto en mi vida.
- Pero, pequeña - sonrió el rey gentilmente -, no seas tonta, ya conocerás a tu marido el día de la boda. Antes me has dicho que quieres a tu padre. ¿Crees que él sería capaz de casarte con un mal hombre?
- Esa no es la cuestión - contestó la muchacha sin rabia - La cuestión es que yo quiero casarme con aquel a quien ame.
- ¿Así que tenéis un amante?
- ¡No! , pero se que cuando me case será con el hombre a quien yo quiera.
- Casarse por amor: ¡Ésta si que es buena! . No te das cuenta de que tú eres muy joven y no sabes tantas cosas de la vida como tu padre. ¿Acaso no es suficientemente rico el hombre que ha buscado para ti?
- ¿Y qué importancia puede tener eso, señor?
- ¿Importancia? ¡Toda! ¿De dónde crees si no que salen los vestidos y las joyas? La gente te mirará con respeto y admiración...
La joven sonrió tiernamente, sin rastro alguno de enfado o amargura:
- Me recordáis a mi padre, señor. Desde mi punto de vista, decís verdaderas barbaridades pero no se os puede culpar de ello. Veo que no hay malicia en vos al hablar así. Se que sois personas que creéis actuar de la forma más justa posible y que ambos queréis lo mejor para mí, más confiad en mí: Soy muy joven, sí, pero se lo que quiero y se lo que puede hacerme feliz.
- Créeme: El tiempo te hará pensar de forma distinta.
- Dios quiera que no, señor. Dios quiera que no.

Cuando se despidieron, y pese a que el rey pensaba que la muchacha hacía mal huyendo de casa y de la voluntad de su padre, no pudo menos que sentir lástima por ella y, durante un instante, pasó por su cabeza la idea de entregarle uno de los huevos mágicos para que nunca pasara necesidad en la difícil vida que había elegido llevar a partir de entonces, pero tuvo que contenerse porque sabía que tenía que entregar toda su fortuna a aquellas que llevaban algo aún de su sangre.



Era ya de madrugada cuando el rey llegó a Killadysert. Consciente de que no podía pedir hospitalidad a tan tardías horas, se dirigió a la plaza del pueblo para pasar la noche. Cuando llegó, y después de buscar un sitio que estuviera bien resguardado, se sentó apoyando su cuerpo contra un muro y se acomodó lo mejor que pudo. Después abrió el zurrón para comprobar que los huevos mágicos seguían ahí. De pronto, un niño de unos siete u ocho años vestido con sucios harapos salió, no se sabe de dónde, y se acercó tímido al rey.
- Señor - suplicó - Hace tres días que no pruebo bocado...
- Vaya, lo siento mucho. Deberíais comer más a menudo - contestó el rey volviendo a esconder su zurrón.
- Pero señor, si no como es porque no tengo el qué.
- ¿No es un poco tarde para que estés rondando por aquí?
- No tengo casa, señor.
- ¿Y tus padres no te dan de comer?
- No tengo padres, señor.
- Vaya. ¿Y hay algo que tengas, hijo?
- Sí, tengo hambre.
- Bueno, lo que me cuentas es muy triste, pero mucho me temo que no tengo nada que poder ofrecerte.
- Señor, me bastaría con uno de esos huevos que lleváis en vuestra bolsa. Si me lo dierais, me haríais el niño más feliz del mundo.
- Pero es que estos huevos no son de comer, hijo. Créeme, lo lamento mucho pero no puedo darte nada.
El niño se alejó cabizbajo y desapareció en la oscuridad de la misma misteriosa forma en la que había aparecido. El rey suspiró y, cerrando los ojos, se dispuso a dormir. «Mi última noche en la Tierra» pensó antes de dejarse caer en los suaves brazos de Orfeo.



Cuando el monarca despertó, lo primero que hizo fue toser y escupir la arena que había entrado en su boca. Se levantó y me miró asombrado sin poder ocultar su sorpresa.
- Pero... ¿Qué hago aquí? ... ¿O es que acaso ya he muerto? - añadió expectante y esperanzado.
- No. - contesté yo observando como cambiaba su rostro ante mis palabras - No me mereces.
- ¿Cómo que no te merezco? - me preguntó el rey entre enfadado y temeroso - ¡Me dijiste que me tomarías si le daba mis riquezas a los últimos descendientes de la familia en Ballynacally, y yo he viajado sin descanso para cumplir vuestras ordenes! Dadme un poco más de tiempo y veréis como si que os merezco.
- No entiendes nada, humano. El descanso de la muerte no está a tu alcance.
- ¡Pero si he hecho lo que vos dijisteis!
- Yo te dije que dieras tu fortuna a los descendientes de la hija que echaste de tu hogar, para reparar así la crueldad que cometiste con ello.
- ¡Y en eso estaba, señor! ¡No me habéis dado suficiente tiempo para hacerlo!
- Echaste a tu hija del castillo cuando tenías 42 años - dije consultando el libro del destino - Ahora tienes 178 años. Han pasado 136 años desde entonces y aún no has aprendido nada. Escucha bien lo que te voy a decir: Te he dado la posibilidad de enmendar tu error y no la has sabido aprovechar. Por tres veces has tenido la oportunidad de demostrar haber aprendido la lección... pero no has aprendido absolutamente nada. Eres tan ignorante como sólo un ser humano puede ser, y tan ciego que no has sido capaz de ver a tu hija cuando la has tenido frente a ti a menos de un palmo de distancia.
- Pero señor... - me imploró el monarca - Debéis estar confundido. Yo no he visto a mi hija por ningún lado. Es más, salvo que también esté maldita como yo, dudo que hubiera podido verla pues debe de tener más de 150 años...
- ¡Estúpido! - le escupí al rey harto ya de su ignorancia - ¿Ya no recordáis a los O´Carraigh, que os dieron cena y alojamiento a cambio de vuestra ingratitud? ¿Y la joven muchacha que compartió con vos toda su comida y que, necesitando ayuda y comprensión, sólo encontró lo contrario? ¿Y qué me decís del niño hambriento que se os acercó con la esperanza de que vuestro corazón fuera más grande que vuestra inteligencia, demostrándole vos que están a la par? Todos ellos eran vuestra hija, aunque no creo que podáis entenderlo, cegados como estáis en vuestra propia crueldad.
El rey avergonzado bajó su mirada al suelo, pero cuando yo creía que se iba a dar por vencido, levantó de nuevo la vista y me miró con furia:
- Es posible que yo no sepa nada, pero vos parecéis saber demasiado. Más dejad que os diga algo: la única razón por la que no les di uno de los huevos mágicos a cada uno de ellos es porque vos me dijisteis que debía dárselos todos a los dos parientes que ordenasteis que buscara. No me podéis culpar por no haberlo hecho entonces. ¿Sabéis? Tengo la impresión de que todo esto os divierte mucho y de que estáis jugando conmigo. Ahora decís que he fallado la prueba y que no he aprendido la lección, pero no puedo dejar de pensar que vos ya sabíais que iba a fallar de antemano. Si toda mi vida está escrita en ese libro del destino que vos tenéis en vuestras manos, en el que, como vos mismo decís, no se puede cambiar ni una sóla coma... ¿Cuántas posibilidades tenía pues de pasar vuestra prueba? Si yo soy cruel, vos sois cruelmente cruel.
- Escucha bien esto: - le dije yo - La crueldad es un atributo exclusivo de la raza humana. Ningún otro animal lo tiene. Soislos únicos que hacéis sufrir a vuestros semejantes o matáis por placer, así que no me metas a mí en asuntos que sólo os
conciernen a ti y a los tuyos. Yo sólo cumplo mi trabajo. En mi naturaleza no hay sitio para la crueldad.
- ¡Tampoco para la bondad! - gritó el rey abriendo los ojos. Algunos viandantes le miraron con extrañeza pero ninguno se detuvo. Era día de mercado y nadie quería quedarse rezagado. El monarca se levantó cansado y maltrecho, y notó cómo las lágrimas inundaban sus ojos. Más que nunca deseó el descanso que se le negaba. Sin embargo, no dejó que la desesperación le embargara. Estaba desorientado, no sabía qué hacer, pero cuando notó el bulto en el zurrón y comprobó que los huevos mágicos seguían allí, ya no tuvo duda alguna. No es que hubiera comprendido gran cosa pero, de alguna forma, sabía que, pese a lo que yo le había dicho, no tenía nada que perder.



Aún no era mediodía cuando el rey alcanzó Ballynacally, y muy pronto se dio cuenta de que el pueblo entero estaba bajo mi dominio. Hombres y mujeres demacrados por el hambre y la pobreza sacando mecánicamente a hombros, o arrastrando, los cadáveres de sus propios familiares. Luego, entre todos, los apilaban en montones y les prendían fuego, esperando inútilmente que eso sirviera para que el contagio de la peste negra no se extendiera aún más. El rey mismo, arrastraba sus pies cansinamente, como un muerto en vida -que prácticamente es lo que era- , observando sin ver. Nada quedaba ya en él que hiciera pensar que era un rey y que hacía sólo unos pocos días aún vivía en un castillo. Su pelo estaba revuelto y sucio, y sus ricas ropas hechas jirones y cubiertas de barro y porquería. Lo único que quería era dormir, y no despertar. Preguntó a todo el mundo, sin hacer excesiva diferencia entre vivos y muertos, si alguno sabía dónde se encontraba la casa de los O´Snodoaigh. Finalmente le indicaron una casucha pequeña y semiderruida, y el rey se dirigió a ella.

Entró sin llamar -entre otras cosas porque la puerta yacía podrida y destrozada en el suelo- , y aunque el interior estaba muy oscuro, pudo ver todo lo que se podía ver con un sólo golpe de vista. El rey recordó la humilde casa en la que había dormido hacía apenas dos noches y pensó que era muy similar a ésta, siempre que prescindiéramos de la mesa, las sillas, el fuego y las camas. El monarca caminó entre la mezcla de barro y excrementos que formaban el suelo y se acercó hacia donde se encontraban sus dos últimas parientes - « Mis herederas » pensó amargamente - aunque desde el principio ya supo que la madre estaba muerta. La niña estaba arrodillada ante su cadáver, rezando en voz baja, y ni siquiera levantó la vista cuando el rey se arrodilló también junto a ella y acarició su cabello. El aire estaba viciado, y el monarca a duras penas podía respirar sin sentir ganas de vomitar. Durante un instante sintió el irresistible impulso de dejar allí los tres huevos mágicos e irse corriendo, pero continuó arrodillado como estaba y sin decir palabra alguna durante cinco minutos interminables. Entonces la niña giró su cabeza mirando al rey y simplemente dijo:
- Está muerta.
El rey miró también a la pequeña, pues hasta entonces se había negado a hacerlo. Se notaba que había estado llorando mucho, pero ahora estaba extrañamente tranquila, con esa mirada que tienen las personas que han sufrido tanto que ya no pueden sufrir más. Y el rey pensó que era triste que una niña de 8 o 9 años fuera poseedora ya esa mirada.



- ¿Estás segura de que era aquí? - le preguntó el rey mientras excavaba el suelo con ayuda de las manos y su viejo cuchillo.
- Sí - le respondió la niña - Aquí fue donde enterramos a papá. Solíamos venir mucho por aquí y seguro que a mamá le gustaría ser enterrada en el mismo lugar.
Aunque al principio la tierra estaba muy dura, a medida que el agujero se fue haciendo mayor, la tarea se convirtió más y más fácil.
- ¿Cómo murió tu padre? - preguntó el rey abatido con la calavera del mismo entre sus manos.
- Fue decapitado por robar una hogaza de pan.
- ¿Una hogaza de pan? - repitió el rey mecánicamente.
- Sí - contestó la niña - Fue por mi culpa. Le dije que tenía mucho hambre y él...- pero la niña no pudo continuar.
- Tranquila - le dijo el rey - Ahora los dos descansan en paz.
Tras volver a cubrir con la tierra la tumba, la niña le dio las gracias por haberla ayudado.
- No tienes por qué dármelas, pequeña. Dime: ¿Cómo te llamas?
- Eileen - contestó la niña.
- Bien, Eileen... - dijo el rey sollozando, no sabía bien por qué - Volvamos a casa.

En la casa no había nada de comer, pero al menos hicieron un fuego agradable con parte de la madera de la puerta y se sentaron los dos frente a él.
- Abuelo - le preguntó la niña, con su pequeña cabeza apoyada sobre las piernas del monarca - ¿Por qué muere tanta gente? ¿Es que Dios no nos quiere?
El rey volvió a acariciar el cabello y la frente de la pequeña con cariño, meditando sin encontrar respuesta: - No lo sé, pequeña. No lo sé...
Había sido un día duro, y los dos se sentían muy cansados. El rey dudó un momento, pero finalmente sacó los tres huevos mágicos del zurrón y se los dio a la niña, que los recogió asombrada.
- Esto te pertenece, Eileen. Estos tres huevos son toda mi fortuna.
- Gracias, abuelo - dijo la niña abrazándole - Nos comeremos ahora uno y dejaremos los otros para mañana y pasado.
El monarca asintió, y ni siquiera le sorprendió un poco que no se hubiera producido la mágica transformación que yo le había dicho que ocurriría, y sin embargo se sintió ridículamente feliz. Después de la frugal cena, los dos se echaron a dormir en el suelo, dándose calor el uno al otro.
- ¿Abuelo?
- ¿Sí?
- Gracias.
- ¿Por qué? - le dijo el rey notando como se le cerraban los párpados del sueño.
- Por estar aquí. - le contestó la niña dándole un beso en la mejilla.
- Buenas noches - sonrió el rey
- Buenas noches - sonrió la niña.



Cuando el rey despertó y vio que se encontraba de nuevo en mi desierto, se levantó de un salto y me encaró.
- ¡No, otra vez no! ¿Se puede saber que haces aquí? ¿Es que no te has divertido ya suficientemente conmigo?
- Tranquilizaos, rey: Tengo buenas noticias para vos. Finalmente habéis aprendido la lección y ya puedo llevaros conmigo.
El monarca me escuchó con la boca abierta y, cuando hubo comprendido el verdadero significado de estas palabras, se abalanzo sobre mí agarrándome por el cuello como intentando estrangularme.
- ¡Tú, bastardo...! ¡Ahora me teníais que llamar! Esa niña me necesita... - gritó el rey.
- No, no te necesita - le contesté quitándomelo de en medio y arrojándolo al suelo.
El monarca destronado se arrastró sobre la arena: - ¿Qué queréis decir? - dijo llorando.
- La niña murió dos horas antes que tú.
- ¿Dónde está pues? No la veo...
- No puedes verla. Está muerta.
- Pero yo también estoy muerto... - gimoteó el rey.
- Bueno, aún falta un detalle...
- ¿Qué detalle? - me preguntó el rey mirándome desde el suelo.
- Oh, bueno. Se hace rápido. Introduzco la mano en tu pecho, saco tu corazón y, bueno, me lo como. - el rey vomitó sobre la arena pero yo continué con la explicación sin preocuparme en demasía de su estado - Entonces es cuando ya se puede considerar que un ser humano ha muerto. No te preocupes, duele un poco pero después ya no sentirás nada: ni dolor, ni pena, ni nada. ¿Estás ya preparado?
El rey se levantó con la mirada ida y una profunda mueca de rabia y desesperación.
- La última vez dijisteis que yo era cruel. Pero dime: ¿Qué culpa tenía la niña para que te la llevaras? ¡En ella si que no existía la crueldad!
- Tarde o temprano me la tenía que llevar. No veo que importancia tenga que sea ahora o más tarde. Era su destino.
- ¡¿Y quién escribe ese maldito destino?! - exclamó el rey abalanzándose otra vez sobre mí y arrebatándome el libro - ¿Lo escribes tú o lo escribe Dios? ¡¿Os hace mucha gracia, verdad?!
- ¡NO! - le grité, pero el rey ya había abierto el libro.
Lo hojeó asombrado con la boca abierta de par en par, primero despacio, luego más deprisa. Después cayó de sus manos y quedó abierto de par en par sobre la arena, por las páginas centrales, completamente en blanco. El rey empezó a sollozar otra vez y yo le toqué el hombro, indicándole que ya había llegado el momento.

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