viernes, 1 de febrero de 2008

17.-Carta a la esperanza

Pienso, y escucho, oigo el silencio que sólo el sonido de las teclas alcanza a marchitar, musitando el bello cantar de las palabras al caer. Puede que sea algo anticuado, pero la idea de seguir utilizando mi vieja máquina de escribir me convence de que mis antiguos pensamientos siguen imperturbables, esperando a volar y expresar cada uno de mis quehaceres pasados. Mis entumecidas manos me indican que se ha vuelto a estropear la calefacción, siempre tan problemática e inoportuna… pero es posible que este inesperado frío otoñal no sea más que un aliciente a seguir con mi labor; la idea de congelarme en mi desarropada cama no me atrae demasiado.

Un perfumado olor a incienso envuelve toda la estancia, incluso aportando algo de calor “espiritual”. Sobre la cama, una rosa y una arrugada nota se tornan en algo grotesco cada vez que recuerdo el contenido de aquellas palabras, un susurro casi imperceptible que llegó a paso truncado por su temblorosa letra, saltando de palabra en palabra, y que me ha dejado sin nada, a solas con el olvido. Aquesta colcha bordada con paciencia, tantas veces testigo de nuestro amor, fue el féretro de su desangelado cuerpo, y ahora cada noche espero encontrar en ella cada resquicio de lo poco que queda de su recuerdo.

Y trato de escribir… ¿Por dónde comenzar? Quizá comenzar por el principio sea lo más acertado, aunque nunca he hilado muy fino a la hora de comenzar, tal vez sea una de las causas de mi sesgada situación. Mi nombre a pocos le importa, y a los pocos que ha de hacerlo ya lo conocen; mi edad es sólo un reflejo de cada segundo perdido de mi vida, pues cuando uno es feliz no envejece en el sentido que me gusta darle a esa palabra. Y mi profesión no está bien definida, unos me llaman “propagador de sueños ajenos” y otros incluso se atreven a llamarme escritor, pero lo que es seguro es que subirme la moral a costa del éxito de seres ficticios ha sido siempre uno de los pocos pilares que sostenían mi vida. Pero hace año y medio alguien vino a llenar ese hueco que yo creía olvidado en el interior de mi cabeza, aquél sentimiento que se jactaba de mi realidad y me hundía en las más oscuras noches de trasiego que me impedían dormir y me hacían sentir abúlico. Ella era un ángel que me daba alas para soñar. Su vida era mi vida, su alegría era mi gozo y cada palabra suya resonaba en mi vacío interior para luego devolverla en forma de mundana alabanza.

Cada segundo con ella era un balanceo hasta el siguiente, y cuando ella no estaba me entretenía escribiendo, siempre pensando en ella. Mi trabajo como escritor estaba en su mejor momento, hasta entonces siempre había escrito relatos cortos para publicaciones semanales poco importantes. Hablaban sobre temas intrascendentales, historias de la vida cotidiana observadas desde el punto de vista satírico que caracterizaba a alguien como yo. Pero cuando su celeste presencia entró en mi vida, empecé a escribir sobre amores pasionales, canciones que lloraban sobre el amor anhelado e incluso poesías donde trataba de expresar cada sensación que yo atribuía a mi corazón. Era la primera vez que escribía algo que sentía de verdad, no como aquellas historias sacadas de recortes de unos u otros pensamientos que no me pertenecían.

Yo vivía para ella, todo lo mío era suyo y lo suyo era sagrado. Si estaba muchas horas sin verla acudía en su busca. No me conformaba con una simple llamada telefónica, tenía que ver sus labios moverse al compás de su angelical voz. Pasaron unos meses desde nuestro primer encuentro, y mi pasión por ella seguía exuberante como el primer día. Sin embargo su comportamiento se había tornado en algo mezquino y falto de viveza. Decía que necesitaba espacio, que necesitaba tiempo para ella, para sus preocupaciones que no me concernían, las cuales creía que podían ocultar algún oscuro secreto… ¿por qué dudaría de ella? Nunca me había dado motivos para ello. Cada noche me quedaba despierto, sentado frente a un folio en blanco y con aquella dorada pluma que ella me regaló, tratando de escribir unas palabras, unos versos que recitar a su llegada, que cada vez se hacía más de rogar. Ya nada era como antes, yo lo notaba en cada gesto, en cada caricia carente de sentido y en las mudas palabras que llenaron el lugar que antes ocupaban conversaciones en las que la lírica se convertía en una cuerda donde tender los secretos de nuestro amor.

Y de esta forma, como una pluma a la que se le acabó el tiempo de volar, llegó aquél fatídico día. Como cada mañana, ella se marchó a su trabajo. Trabajaba de creativa en una empresa de publicidad, por lo que pasaba gran parte del tiempo en su estudio, rodeada de aquellas cosas que le inspiraban. Mientras tanto yo, encerrado en mi habitación, me dedicaba a dejar correr la tinta. Desde que ella había entrado en mi vida se me hacía mucho más fácil escribir sobre los sentimientos humanos, pero dada la extraña situación en la que nos encontrábamos ahora, aquella mañana no conseguí escribir nada decente. Llegó la hora de comer pero ella no llegó; su plato dejaba escapar la imaginación que yo había puesto en él mediante un ondulado humo que se dispersaba por cada entraña de la habitación. Que no viniera a comer no me preocupó mucho, no era la primera vez que se quedaba a comer fuera hablando con algún cliente, algo que no me agradaba mucho, la verdad.

El sol se fue a acostar y ella seguía sin complacerme con el sentir de su presencia. No me cogía el teléfono, a cada tono rezaba para no oír el siguiente. Esa noche no pude dormir, preocupado y esperando a que en cualquier momento entrara por la misma puerta que la despidió la última vez. Llamar a la policía no era una opción viable, aunque no podía evitar pensar en lo peor… nunca había estado tanto tiempo fuera de casa sin haberme avisado antes.

Así pasaron las horas, los días, o qué sé yo… Me encontraba en un trance tan fuerte por la falta de su presencia que no podía moverme. El sosegado sonido de mi respiración fue la única señal de vida que contuvo mi apartamento durante mucho tiempo. Quizás demasiado. Ya no sabía cuándo estaba durmiendo y cuándo no; los sueños se confundían con las pesadillas y las pesadillas con los despertares. Cada anochecer era sólo uno más y cada día una esperanza menos. Mis pestañeos se hacían a veces incluso eternos, y en uno de ellos avisté que había una nota al pie de la puerta. Acudí corriendo a abrir la puerta y busca a quien la hubiera dejado ahí, pero mi fatigado cuerpo no hizo más que tropezar con todo el mobiliario. No había nadie en el pasillo del gran edificio de apartamentos, cosa nada extraña, es posible que la nota llevase ahí varias horas sin que yo la hubiese visto.

Apresurado, abrí el sobre con poca delicadeza y me dispuse a leer su contenido. Mi corazón castañeaba a gran velocidad y por mis mejillas empezaron a deslizarse aquellas lágrimas con las que llevaba bañándome tanto tiempo. Sí, la nota era de ella. Decía que se marchaba, que no me preocupara por ella, no la volvería a ver jamás. Desvanecido, arrugué la nota, saqué del cajón una rosa que le había comprado el día antes de que se marchara y tiré ambas cosas sobre la cama, enfurecido. Y tras relatar en unas líneas con mi vieja máquina de escribir toda mi desdicha hacia ese momento, saqué un revólver que guardaba en el fondo del armario. Miré su foto por última vez, esperando que cuando abriera los ojos la tuviera junto a mí.

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