sábado, 22 de marzo de 2008

FdC.-Paisaje gótico con casa al fondo

Elisa, dorada a la luz de las llamas de la chimenea, cubrió su desnudez con una túnica.

— Os lo ruego, dad la vuelta al cuadro para que pueda contemplarlo — pidió.

— Pero aún no está terminado, amada mía — protestó Bertrand, con una cálida sonrisa —. No obstante, descansad un poco, si os place, y venid a verlo.

Elisa miró el óleo; era un interior, con ella a la izquierda, su cuerpo un contraste en oro y azul. A la derecha, la ventana que estaba cerrada se mostraba abierta, y un día radiante de sol dejaba ver una casa blanca al fondo, sobre una colina.

— ¿Qué es esa casa? — preguntó Elisa, algo aprensiva.

— Nuestro refugio — respondió Bertrand —. Nuestro nido de amor, nuestra salvación. El lugar donde escaparemos de esta vida, donde encontraremos paz y viviremos por siempre libres de las cuitas que ahora puedo ver que os acosan.

Elisa sonrió nerviosamente.

— Oh, Bertrand, Bertrand, cuánto ansío... pero debemos darnos prisa, ¿habéis terminado por hoy? Por favor, me prometisteis... me prometisteis una vida a vuestro lado, pero debemos apresurarnos, mi esposo no tardará en llegar de tierras del Barón, descubrirá que no estoy y que falta un caballo... y sabrá seguir su rastro hasta aquí. Por favor, Bertrand, si nos descubre aquí... si nos descubre... ¡oh, por favor, Bertrand! — la voz de Elisa se quebró y se tapó los ojos con las manos.

— Querida Elisa, no soy ajeno a la crueldad que vuestro esposo oculta en su interior. Su alma es negra, es un pozo oscuro, lo sé; es conocido en la zona. Muchas historias se cuentan de cuando estuvo en la guerra. Es sanguinario y obtiene placer de la venganza; vuestra traición sería una ofensa imperdonable, algo que merecería a sus ojos un castigo peor que la muerte, una herida en su orgullo que no vacilaría en cauterizar de manera brutal e inhumana. Amada mía, ¿acaso no he visto vuestro cuerpo desnudo? ¿Acaso creíais que podíais ocultar los descoloramientos en vuestra piel, las cicatrices? ¿Pensabais que me repugnarían esas marcas, y que vuestra reticencia inicial a posar para mí podía pasar por pudor? No es así.

— Bertrand... — Elisa abrazó al pintor —. Vos sois mi único bien. Os lo ruego, ¿podemos partir ya?

— Debo terminar la casa, Elisa — replicó el pintor. — Falta darle un toque — añadió, volviendo a coger la paleta.

— ¡Por el amor de Dios, Bertrand! — se desesperó Elisa —. ¡Es nuestra vida lo que está en juego! ¿No os habéis dado cuenta de cómo miro furtivamente hacia el postigo de la puerta? ¿De cómo mis oídos esperan escuchar en cualquier momento los cascos del alazán negro de mi esposo allá afuera, anunciando crueldades más allá de lo indecible para ambos? ¿Del sinvivir en el que me hallo? Mi vida sólo tiene sentido junto a vos... no deseo, no puedo volver ya con él, aunque éste no sospechara nada. Pero, si nos encuentra aquí, a vos os espera su cuchillo, y a mí... — Elisa palideció — como bien habéis dicho, me espera algo peor que la muerte. No sabéis... no sabéis lo que él ha hecho. ¡Oh, bendita ignorancia! Por todos los santos, no lo sabéis. Teníamos una hija... Ángela... mi Ángela... vos no sabéis lo que le hizo... oh, Dios mío... — Elisa volvió a ocultar su rostro entre las manos. Recobrando la compostura, volvió un rostro arrasado por las lágrimas hacia el pintor. — ¡Bertrand, por lo que más queráis, daos prisa!

— Tan sólo necesito un instante, amada mía. Me hacen falta unas pocas pinceladas y tengo que cambiar de instrumento para ello — replicó Bertrand —. Pero debo al menos terminar la casa.

— ¿Está muy lejos esa casa? ¿Os pertenece? — inquirió Elisa.

— No está lejos, y me pertenece por derecho — respondió Bertrand —. Igual que vos.

Y, dicho esto, extrajo de su funda un largo y fino pincel, y un igualmente largo y fino cuchillo.

No mucho después, cuando el esposo llegó al final del camino siguiendo las huellas del caballo, encontró la montura en el establo, luz en el interior y humo saliendo de la chimenea. Con varios golpes poderosos de hacha, destrozó la puerta principal. Tomó un rollo de cuerda que llevaba en la alforja y unas tenazas, desenfundó su espada, y entró con pasos largos y rabiosos en la casa, consumido por el odio.

Pero, para su desconcierto, halló el fuego encendido, el lecho revuelto, la alfombra hollada, y el salón desierto. Tan sólo había una pintura en su caballete, al lado de un pincel aún húmedo de un pigmento rojo: un extraño cuadro que no supo cómo interpretar: representaba el interior de esa habitación, vacío, visto desde ese punto; y a través de la ventana, abierta a la noche, se divisaba una casa que a su vez tenía una ventana. Y en la ventana de aquella casa en la distancia podía distinguirse el rostro, pequeño, preciso, de una mujer muy parecida a su Elisa, con las manos y el rostro salpicado por manchas carmesíes, alzadas y fijas desde dentro en el cristal, y el rictus inconfundible en sus facciones de un grito mudo, congelado, eterno.

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