viernes, 1 de febrero de 2008

19.-Cenizas de barro

El sol no volverá. Todo será gris y húmedo a partir de entonces; sus recuerdos se fijarán en piedra, sus sentimientos se marcarán a fuego, sus ilusiones se perderán bajo el lodo del camino. Sentirá pavor y congoja ante el fin, ante el momento de rendir cuentas en la oscuridad por los errores y por las desgracias. Por los que quedaron.


Sólo la niebla ha despertado antes. Cuando crujen los goznes y sale de casa no puede ver la calzada, pero conoce la senda. Su cabeza está embotada, sus tripas gritan y su nariz se empeña en moquear al tiempo que pierde sensibilidad en las orejas: arden. El abrigo con forro de lana no es suficiente para aislar de la humedad y las botas apenas resistirán otra nevada. Va dejando huellas, pero cuando se vuelve para mirar apenas distingue las primeras, y no es por la bruma. El tiempo está loco.

Lleva soportando el dolor de los huesos desde hace tiempo, y es esta lastimosa rutina –y las impacientes flatulencias- lo que le permite abrir la pesada verja de entrada sin maldecir. Justo aquí se les había ocurrido poner aquella espantosa y carísima maraña de bronce. El esfuerzo y la lana le hacen sudar, pero el viento sopla cortante y esa incómoda lucha de sensaciones le arrebata el aliento y revuelve su desayuno. Ha llegado, y recuerda que antes de volver a casa debe comprar pan. El justo, que la avaricia rompe el bolsillo raído.

Un tímido sol se asoma detrás y baña la calle que se extiende a lo lejos, donde las casas de granito se alzan en riguroso orden, cubiertas de hielo. Tras entrar a aliviar el apretón con fuerza y sonoro sobresalto, se pone los guantes y saca los aparejos. Parece que todo sigue igual, que su ausencia no ha alterado gran cosa, pero enfila la segunda a la izquierda y descubre la indecencia.

¿Cómo se han atrevido? En pocos meses han construido una nueva, de pulida superficie y labrados pero elegantes ornamentos, que empuñan afilados carámbanos. Es un incordio descubrir que una ya no es tan útil, que pueden prescindir de ella y de su consejo. Por supuesto que no le pertenece nada, pero todo es suyo, y aunque no entienda de piedra y mortero ha supervisado cada cambio desde que empezó.

Se acerca a la puerta apretando la mandíbula y apartando la nieve. Ni siquiera han cerrado. La plancha de metal resbala en la lona de sus dedos, pero consigue ver el interior y no puede evitar el escalofrío: el inquilino también ha llegado, y duerme dentro. No sabe quién será, y esto es nuevo para ella. Cuando se aproxima al lecho lo observa con mueca desabrida: es un hombre, la fotografía colgada en la pared así lo anuncia, pero no es un cualquiera. Yace sobre madera noble, oscura y de veta sinuosa. Un dineral. Con firme torpeza saca las gafas del chaquetón y se apresura a investigar la identidad del recién llegado. No sabe quién es, y esto sí es nuevo para ella: un forastero. Apuesto, joven, de sonrisa amable y ojos sin fondo. Sus hombros sostienen un traje impecable y su corbata está fijada con un alfiler de plata. Con cierre doble. Con forma de espiga.

Los tallos secos se extienden hasta el pie del monte. Es tiempo de fatiga, tiempo de sol y de siega, tiempo de zarzas y pan de higos. La techumbre brillante arropa el valle poblado de encinas, de niños en bici que empujan la vida y pisan el pedal sin saber qué habrá detrás del siguiente cerro. La tierra transpira sed y llagas en época de acoger a la golondrina.

Dos mujeres recogen tomillo junto a la vereda que sale del pueblo en dirección a uno de los prados de Don Jerónimo. Mientras, los muchachos se afanan cortando las malas hierbas en ese campo infértil, podrido de rocas y arena. Ellas se alejan cuesta abajo por la rinconada, ajenas a planes traviesos. El olor de las plantas, seco y profundo, moja su ropa; se mezcla con el sudor de su frente y de sus axilas, que cae silencioso empapando la piel ardiente. La saliva lucha por abrirse camino sobre la lija agrietada, y los pulmones reaccionan con rechazo al aire sucio. El fuego vuela sobre la paja como el felino a través de los matojos.

El huracán de gritos y premura por escapar del implacable destino ha vuelto con más fuerza que nunca, oculto tras la espesura del alquitrán que la rompió hace tiempo, días incontables que llenaban de vacío su memoria aislando dentro de una irrompible esfera todo, todo por lo que valía la pena seguir apartando nieve y escombros. El metal ha agujereado la bola de acero y las imágenes golpean sus entrañas con ferocidad, buscando un lugar en el tiempo. Pero el tiempo no cesa, y los recuerdos son caprichosos.

Cuando consigue abrir los ojos siente el frío en sus piernas, dobladas sobre el suelo de piedra. Trata desesperadamente de ponerse en pie y de encontrar las piezas que faltan en ese revoltijo escalofriante de ascuas y espinas, de caras desgarradas corriendo entre las calles, y cuando consigue lo primero se apresura a salir del panteón maldito, en busca de aire.

Afuera todo está en orden. Busca el consuelo en el campo de cruces, dejando caer lágrimas que derriten la nieve. Sus manos, ahora desnudas, se esconden temblorosas en el regazo, los huesos rechinan, los pies se ahogan, apenas ve por dónde va. Respira profundamente y el vaho sale lento de su boca, empañando su cara como entonces el humo.

Chiquillos corriendo. Gente salvando sus cosas de la tormenta amarilla, luchando por encontrar aliento para salir de sus casas. Nervios estúpidos y cerrojos de sótanos. Personas inmóviles. Una está cercada por el humo y el muro, la otra, por la llama y la sangre. Él espera. Ella se entrega al vacío. Y entre las camisas blancas que agarran sus puños, un alfiler de corbata. Con cierre doble. Con forma de espiga.



FIN

No hay comentarios: