viernes, 1 de febrero de 2008

14.- Títeres



El día había amanecido gris plomizo. Salí rápidamente a la calle. Llovía y yo había olvidado mi paraguas. ¿Qué me estaba pasando?¿Cómo había llegado a aquella situación?

¿Cómo había llegado a convertirme en lo que tanto odiaba? ¿En qué momento pude creer que era yo el que llevaba el control? El traquetear de un autocar primerizo, con su nube de flashes anticipándose a las sonrisas orientales me desquitó de la ensoñación. La lluvía empapaba mis ropas, diluía mis sentimientos en gráciles momentos palpables. La recordé, suavemente apoyada en mi pecho, con sonrisa distante y mirada perdida, en mi cama, en mi santuario. Pensé que era feliz, pensé que era verdadero, pensé que duraría. Me convertí en lo que ella quería, fuí y dejé de ser. Su sentir cautivó mi esencia dejándome inerte.

La insatisfacción pasó a movimiento, anduve perdido por las calles grises esquivando esqueletos animados artificialmente, guiados por emociones ignotas, por cuerdas invisibles. Ellos también formaban parte del todo, ellos eran reales sin serlo pues sus guías, sus cuerdas en esta pantomima en la que Una lo es Todo me eran absolutamente desconocidas. Sólo estaba ella en mi mente. Las caras de los demás eran reflejos de la suya, cara que permanecía en la cama, próxima al altar de los corazones rotos. No formaría parte de ese altar, fruto de múltiples mentes olvidadizas que cruzaron el umbral para no volver. El collar de una, los pendientes de otras, objetos consagrados sin más a la autodestrucción hedonista del placer nocturno. Pero Ella sería diferente. Sé que no se olvidará esos pendientes que no luce. Las dudas azotaban asfixiantes a mi razón. A que se debía el desasosiego sentido si no era al miedo a perder algo que jamás había tenido. Los corazones rotos no merecían ni un altar ni una oportunidad. Ella terminaría por romper el mío. Y lo peor era el ser consciente de ello. Tuve la tentación de escapar, de huir de todo, cambiar de ciudad, de oficio, de vida, de nombre. Tuve la tentación de diluirme entre la multitud y desaparecer, de intentar hacer marcha atrás y no volver. Y lo único que pude hacer fue acelerar el paso, cruzándome con multitud de desconocidos.

No podía parar de preguntarme a mi mismo que era lo que me asustaba tanto, que convertía esa ocasión, ese nuevo corazón en algo especial. ¿A partir de qué cerveza empezó a ser mi todo? ¿Mi faro, mi guía, mi anhelo, mi sin vivir? Nos conocimos una tarde, nos amamos una noche, me enamoré en una mirada, en una sonrisa, en una frase. Ella estaba leyendo en un rincón del bar dorado, en su mundo, a mil kilómetros de distancia, con una taza humeante delante y eterno placer en la mirada. No osé quebrar esa paz que emanaba hasta que dejó el libro para apurar su taza. Me levanté, me acerqué.

Esa noche al café la siguió la cerveza, precursora del vino tomado de tu ombligo. Fuimos a tu casa, recuerdo sentir el aire frío de la noche en mi nuca y el suave e indescriptible aroma de tu cabello al abrazarme. Recuerdo que sonreí. Recuerdo que me sentí lleno. Feliz. Nada más me importaba en esos momentos. Ni tan solo Ella que con sus historias pasadas hizo volar mi imaginación y gozar con ella. La plenitud era abrumadora. Desconocidos que no hicieron más que conocerse. Recuerdo tu habitación, tus cuidados para no despertar a los demás moradores del piso. Tu sonrisa. Tu cama. El primer rayo entrando por la ventana, entrecortando el sueño, reclamando al día lo que le es propio. Recuerdo levantarme de la cama, vestirme. Me preguntaste qué estaba haciendo. Te pregunté qué era eso de encima de la cama.

“Un teatrillo de títeres. Me gustan los títeres.”

No pude más que sonreir.

“Me voy.”

“Quédate, quédate y duerme conmigo.”

Las cortinas ya teñian de azul tu rostro.

“No. No puedo, entro a trabajar en unas horas.”

Jamás me quedo a dormir con mis corazones rotos. No me gusta despertarme junto a alguien, no desde que Silvia me dejó. El descanso es algo demasiado personal, demasiado privado para compartirlo con un corazón roto. La diferencia entre el sexo y el amor no está en la carne, sino en el reposo. Mis dudas empezaron al salir por esa puerta, al ver el nuevo día despuntando. Me fuí, pero quería quedarme. Tuve que forzarme para marcharme del piso.

A partir de ese momento no pude quitarmela de la cabeza. Parecía que el Universo se confabulaba para recordarme su efigie. Si un amigo me recomendaba una película, era la que Ella nombró. Si me sentía atraído por alguna mujer en un parque, era Su libro el que estaba leyendo. Si sonaba una canción en la radio era la que Ella me había recomendado. Si una niña se escapaba corriendo de las manos de su madre, era su nombre el que sonaba fuerte en el aire.

Intenté llenar ése vacio, pero por mucho que ampliase mi altar todas y cada una de las nuevas piezas acababan por compararse a lo indefinible, en una competición perdida de antemano. Así que la llamé. Quedamos de nuevo. Fuimos a mi casa, a mi cama, a mi santuario. Vió el altar, a los corazones rotos, y me mostró el suyo. Demasiado.

Y ahora estoy andando divagando entre calles grises, obtuso y melancólico como cuándo, en un viaje por tierras lejanas te capta el terrible pensamiento de que jamás podrás volver a ver ése paisaje que estas admirando, que ése Sol poniente sobre el Cuerno de Oro desde el cementerio nunca más podrá ser contemplado. Y así es. Pero enseguida corro a mentirme, a animarme: “No, yo volveré aquí, algún día podré volver. Ésto es demasiado precioso, demasiado preciso, como para perderlo”. Y así lo creemos, por momentos, nos lo decimos, nos lo mentimos y nos lo creemos. Siempre nos lo creemos, jamás terminamos de creerlo. Nos queda la esperanza de volver algún día, deseamos que el Sol se pare en ese milagroso ángulo en el que el río se vuelve de Oro, en el que Su sonrisa me hizo cruzar un escalofrío por el dorso y noté que me faltaba el aliento y me mareaba, devolviendo el preciado regalo que, inconsciente Ella, me acababa de otorgar. Pero el Sol interminable sigue su vía, la sonrisa se deshace entre corazones rotos y la noche cae sobre la ciudad, al fondo. Y no quieres ni pensar que Helios mañana volverá a brillar y, lo que es peor, que será otro el que verá Su sonrisa sobre el Bosforo. Que el único corazón que se rompera es el mío.

Una lágrima cruzó mi mejilla, diluyéndose con la lluvía que empapaba mi rencor, al verme como una marioneta más en su teatro, no más que una pequeña anécdota en su vida, seguro que solo sería eso. Los hilos eran fuertes y era ella quien los movía. Entonces sonó el teléfono.

Su nombre aparecía en la pantalla.

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