lunes, 4 de febrero de 2008

5.-La cazuela de barro

En un país muy lejano, hubo una vez un niño llamado Marco. Tenía ocho años y era muy pobre, pero la humildad la suplía con bondad. Vivía en una ruinosa cabaña cerca del pueblo, al que todos los días subía a vender sus espléndidas cazuelas de barro. Marco y su madre eran artesanos del barro, pero sólo hacían cazuelas. En esa época la gente no gastaba dinero en cosas inservibles. Su padre, un hombre honrado y trabajador, le enseñaba todos los días extraordinarias lecciones sobre la naturaleza mientras daban forma al barro. Ese día, como siempre, su madre y él subieron al pueblo. Marco cargaba tres cazuelas magníficas que habían hecho el día anterior. De camino al pueblo se entretuvo mirando las fabulosas tiendas del mercado y saludando a sus amigos. Andaba despistado cuando de repente se dio de bruces con Exelutor, el herrero del pueblo, y una de las hermosas cazuelas cayó al suelo rompiéndose.

—¡Eh! ¡Quita de en medio si no quieres que te rompa las otras dos cazuelas mocoso! —le gritó enfurecido y balanceando el martillo en su mano.

Era un hombre muy bruto y con muy malos modales, así que Marco pidió perdón, aunque sabía que Exelutor lo había hecho a propósito. Se dispuso a recoger los pedazos de la cazuela rota; pensó que con los restos podría hacer una nueva. Marco nunca desaprovechaba nada, así que contento al saber que podría volver a utilizar el barro, se dirigió hacia su puesto donde su madre le esperaría como siempre, con ganas de darle un abrazo y colocarle bien el cabello. En esas estaba cuando otro fuerte golpe le tiró al suelo, destrozando otra de sus cazuelas. Al levantar la vista se dio cuenta de que era Godrilio el leñador:

—¡Eh! ¡No te pongas en mi camino o te romperé la otra cazuela!

Marco volvió a disculparse por su torpeza y se dispuso de nuevo a recoger los pedazos de la cazuela rota. Una vez los reunió, salió corriendo a su puesto mirando bien para que nadie más tropezase con él.

Cuando por fin llegó al lado de su madre le contó lo sucedido. Su madre le miró sonriéndole, disimulando la tristeza que sentía. Acto seguido, Marco le preguntó:

—Mamá, ¿Por qué es tan malo el herrero conmigo? Sé que me ha tirado la cazuela aposta.

Su madre le explicó que el herrero no era malo, que sólo estaba enfadado porque la gente prefería sus cazuelas de barro a los cazos de latón que él fabricaba. Le dijo que el herrero ya no podía hacer espadas; casi no quedaban dragones que matar, ni guerras donde utilizarlas.

Marco asintió, pero volvió a preguntarle:

—Pero mamá, y Godrilio ¿Por qué es tan malo conmigo? Él también me tiró otra y sé que lo hizo porque no le gustan mis cazuelas. Ahora sólo me queda una.

Con paciencia, su madre dijo a Marco que Godrilio tampoco era malo, pero que estaba molesto porque la gente no necesitaba ya tanta leña; en sus cazuelas la comida duraba mucho tiempo caliente. Para hacerle reír, también le contó que como Godrilio era muy feo, no conseguía mujer con la que formar una familia. Mientras se lo detallaba ponía muecas horrorosas en intentos vanos de parecerse al tosco leñador.

Efectivamente, Marco soltó una carcajada. Caviló unos segundos y se le iluminó el rostro. Había encontrado una solución y contento por ello exclamó:

—¡Entonces ya sé lo que haré! ¡Encontraré a un dragón para que el herrero pueda volver a hacer espadas! ¡Y le diré que empuje el río hasta la mitad del pueblo con su aliento, para que el leñador pueda fabricar barcas con su madera!

Mientras su madre le miraba asombrada, una niña muy guapa llamada Cantarina, se acercó al puesto. A Marco le gustaba porque era muy simpática y siempre le sonreía cuando se encontraban, aunque ella era aún más pobre que ellos.

—¡Hola! Me gustaría comprar esa cazuela que os queda. Es maravillosa, pero no tengo nada con qué pagarla —les dijo con una alegre voz.

Como Marco era muy bondadoso, con el consentimiento de su madre, le regaló la última que le quedaba. Cantarina, le dijo que si alguna vez se encontraba en peligro, la llamase tres veces, entonces ella aparecería y le ayudaría.

De nada sirvieron las advertencias de sus padres. Al día siguiente, Marco se fue a buscar al dragón. Después de muchos días andando, divisó en un oscuro y tétrico bosque una misteriosa cueva. La entrada a la gruta cambiaba de la oscuridad al día constantemente, así que Marco supuso que dentro habría un dragón. Entró en la negra cueva y preguntó:

—¿Hay alguien ahí?

—No, no hay nadie –rugió una ronca y áspera voz.

—Y si no hay nadie… ¿Por qué contesta?

—¡Vaya! Otro que me ha pillado, —dijo bromeando el dragón, al tiempo que salía majestuoso de la oscuridad en la que se refugiaba— ¿Qué se te ha perdido aquí muchacho? ¿Qué es tan urgente para que despiertes a Esdragón de su largo sueño?

Marco le contó al dragón lo que quería que hiciese. El dragón, se tumbó tranquilamente y encendió un fuego invitando a Marco a calentarse.

—Pequeño —comenzó a hablar el dragón— ¿Acaso no sabes que las espadas no sólo sirven para matar dragones? También sirven para hacer la guerra, y la guerra es el fin de todo, es el infierno. ¿Nadie te ha dicho que si empujo el río con mi aliento quizás se seque y nadie pueda pescar en él? Marco muchacho, de necios es jugar con el pan de sus vecinos.

Marco lo pensó, pero decidió arriesgarse, quería hacer feliz al leñador y al herrero. Le pidió al dragón que hiciese una única pasada volando cerca del pueblo para que la gente le viera y se asustase, sólo entonces podría volver a dormir por toda la eternidad si ese era su deseo. Así todo el mundo compraría espadas de nuevo. También le pidió que empujara el río con su fuego. Pero el dragón le dijo que sólo intentaría tal proeza si contestaba bien a dos preguntas, y que si se equivocaba, se convertiría en su esclavo para el resto de sus días. El astuto dragón le miró en espera de respuesta:

Tras pensarlo un tiempo, Marco en su afán por hacer el bien, aceptó la apuesta del viejo Esdragón. Sin más dilación, el sabio y viejo animal preguntó:

—¿Cuántos años tengo Marco?

De pronto, acordándose de las enseñanzas de su padre, Marco respondió:

—Más que ese grillo —señaló al pequeño insecto— pero menos que esta cueva.

Esdragón, convencido de que el chico era muy inteligente, realizó la última pregunta:

—¡Humm! ¿Cuántas escamas cubren mi cuerpo Marco?

—No tantas como estrellas hay en el cielo, ni menos como dragones hay en el mundo.

Triste por perder una buena apuesta, el dragón le dio su palabra de que cumpliría el trato y Marco se marchó muy contento bailando y cantando por el camino.

Cuando llegó al pueblo, había cambiado tanto que casi no lo reconocía. Todas las personas que conocía gritaban despavoridas y se lamentaban de su mala fortuna:

“¡El dragón ha despertado! ¡El río se ha secado! ¿Qué haremos ahora? ¡Esto es el fin!”

Marco se puso muy triste y cayó en la cuenta del terrible error que había cometido al no hacer caso de los sabios consejos del dragón. Había intentado hacer feliz a unas pocas personas causando la desgracia a muchas otras. Fue entonces cuando se acordó de Cantarina, y sin perder un momento, repitió en voz alta a la desesperada:

—¡Cantarina, Cantarina, Cantarina!

Al momento, una bella dama apareció a su lado, pero Marco, todavía con lágrimas en los ojos, dudó que esa criatura luminosa fuese la harapienta Cantarina.

—¿Quién es usted? —preguntó sollozando.

—Soy la niña pobre que una vez te pidió una cazuela de barro, Cantarina. Pero también soy una bruja buena. Y desde el día que me diste tu última cazuela sin esperar nada a cambio, también soy tu protectora. Las cosas, no siempre son como parecen.

Marco se echó a llorar desconsoladamente y le rogó que le ayudase a que todo fuera como antes del vuelo del dragón. Le contó lo ocurrido y la bruja le contestó:

—Yo no puedo hacer que vuelva a aparecer el río, pero quizá te puedan ayudar el leñador y el herrero construyendo un canal para desviar algún río lejano, así podríais volver a pescar. Muchas veces es mejor ayudarse unos a otros que pelear. En cambio, respecto al dragón sí que puedo hacer algo -le dijo con una mirada pícara- ¡Déjame pensar!

Como por arte de magia, la bruja Cantarina se transformó en un enorme y feroz dragón que escupía rojas llamas hacia el cielo. El pueblo entero se quedó aterrado mirándolo:

—¡Oídme bien! —les dijo con atronadora voz Cantarina disfrazada de dragón— Nadie ha de temer mi ira, mientras en este pueblo no haya espadas que la provoquen. Sólo la envidia es culpable de vuestra ruina.

Y dicho esto, con una sola llamarada de su boca derritió todas las espadas que colgaban del puesto del herrero. Después desapareció, para volver a aparecer en forma de bella mariposa cerca del oído de Marco:

—¡Marco! ¡Soy yo de nuevo, Cantarina! No te olvides nunca de mi nombre, pues nunca se sabe el momento en el que caerá la próxima cazuela…

Y volvió a esfumarse.

A partir de ese día, en el pueblo todo fue alegría y gozo. Marco invitó a Exelutor y a Godrilio a construir un canal que trajera el agua al pueblo, lo cual hicieron de buen grado. Dándose cuenta más tarde que era un trabajo mucho más rentable que sus anteriores oficios, se dedicaron de por vida a llevar agua a pueblos que no la tenían. Marco y sus padres volvieron a hacer sus espléndidas cazuelas de barro, y todos fueron felices en el pueblo por siempre jamás. Nunca más, en toda la larga y dichosa vida que disfrutó Maco, volvió a ser zancadilleado por la envidia. Todos y cada uno de esos días, recordó que esa felicidad se la debía a un acto de generosidad, a un día en el que dio algo sin recibir nada a cambio: una insignificante y sencilla... cazuela de barro.

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