lunes, 4 de febrero de 2008

11.-...Y vivieron felices

Por supuesto, la boda de la Princesa fue esplendorosa, acudieron invitados de todas las esquinas del reino, y los festejos duraron más de tres días con sus noches.

Una semana después de las nupcias, la Princesa estaba revisando los regalos con ayuda de sus damas de corte. Había objetos e ingenios sin igual traídos de lugares recónditos del mundo, telas de belleza exquisita, gemas raras, y cosas que hubiera sido imposible describir. Pero un pequeño paquete llamó la atención de la Princesa: no tenía etiqueta, y dentro sólo había un espejo de mano sencillo y sin adornos.

– ¿Quién me habrá enviado este espejo? – se preguntó. – No tiene inscripciones, y además hasta parece algo ajado.

– ¡Es un regalo indigno de su Alteza! – comentó, algo alterada, una de las damas de corte. – ¡Es un insulto! Pero, ¿quién se atrevería a tal afrenta? Vos no tenéis enemigos. ¡Todo el mundo os quiere!

Y hemos de decir que la dama no mentía: la Princesa era querida por todos, como todo el mundo sabe.

Su padre, el Rey, no le dio importancia ninguna cuando se lo mencionó, y tampoco el Príncipe, ahora su esposo. Decidida, sin embargo, a encontrar alguna respuesta, la Princesa decidió examinar mejor el espejo. Una noche, lo puso a la luz de la luna, y el espejo se iluminó: mostraba imágenes de ella y del Príncipe, antes de conocerse, cuando se juraron amor eterno; y, después, vio cómo el espejo recreaba su boda, con todo el boato de las fiestas, y mostraba su rostro sonriente y feliz.

– ¡Es un espejo mágico! – se dijo. – Ahora entiendo que no es algo normal; sin embargo, no deja de ser un juguete. Y podían haberle puesto un marco algo más bonito.

Al día siguiente se lo comentó al Príncipe.

– ¿Así que un espejo que muestra imágenes pasadas? – dijo éste. – Me parece muy interesante, mi amor, pero ¿cómo sabes que sólo muestra el pasado? Por lo que cuentas, relató varios años en poco tiempo.

– ¡Tienes razón! – exclamó la Princesa. – Si espero un poco más, a lo mejor me muestra el porvenir. ¡Eso sí sería un regalo valioso!

– Cada regalo es valioso a su manera – comentó el Príncipe, enigmáticamente.

Así que la Princesa examinó mejor el espejo; y, en efecto, éste alcanzó en seguida el presente, y le empezó a contar cómo los días transcurrían plácidos en palacio, hasta que una tarde de noviembre, en las fiestas de celebración de su veinticinco cumpleaños, para el que faltaban dos meses, uno de los arqueros de la exhibición disparaba una flecha desviada, que por desgracia alcanzaba la tribuna de honor, y hería a la Princesa en el rostro de una forma espantosa. Los médicos de palacio conseguían curar la herida sin problemas, pero no eran capaces de impedir que el bello rostro de la Princesa quedase deformado por una cicatriz roja y enorme.

La Princesa quedó petrificada por el horror de lo que había visto. Aquel espejo era maligno, sin duda: un regalo cruel y horrible de alguien que la quería mal, y no sabía si sentirse peor por el choque que suponía el saber que existía alguien que la odiaba tanto como para enviarle ese objeto vil, o por saber que dentro de dos meses le sucedería ese accidente. Corrió a sus aposentos y guardó el espejo en el fondo del arcón de la ropa vieja, ya que no se atrevía a tirarlo, y no quería volverlo a ver.

Dos meses después, en las fiestas de su cumpleaños, la Princesa se excusó de la exhibición de arquería y regresó a sus aposentos. La velada transcurrió sin mayor incidente.

– He sido una tonta – se dijo. – Quienquiera que me enviara ese espejo, sólo quería asustarme.

Cuando volvió a mirar el espejo, éste seguía mostrando a una princesa desfigurada, rota por la desgracia. Aunque el Príncipe le decía que la seguía queriendo igual, ella se sentía infeliz, trataba de disimular aquella marca que tanto la afeaba, sin conseguirlo, y con el paso de los días se volvía huraña y arisca.

En la realidad, todo seguía igual para la Princesa, que daba gracias por no haber perdido de ese modo tan absurdo su belleza. Asqueada por lo que había visto, no volvió a mirar el espejo en una temporada.

A comienzos de la primavera, la princesa anunció que estaba embarazada. La felicidad embargaba su vida con la futura llegada de su hijo, tanto que apenas podía pensar en otra cosa. No obstante, un día se acordó del espejo y tuvo curiosidad por ver qué había sido de la vida de esa otra princesa, la del rostro destrozado, en su vida al otro lado del azogue. De modo que buscó el espejo y lo volvió a mirar.

Lo que vio no era nada agradable. Hastiado por el mal humor constante de su esposa, el Príncipe se había ido alejando paulatinamente de ella. Los momentos de ternura entre ellos se habían ido espaciando más y más, y ahora escaseaban. Se habían distanciado, y, para colmo de males, el embarazo de esa otra princesa no iba bien: a los siete meses daba a luz prematuramente, y el niño no sobrevivía.

De nuevo, el horror se apoderó de la Princesa. Guardó el espejo y se dijo a sí misma que nunca más lo miraría.

Meses después, tras el embarazo, nació Marco, sin problema alguno; un niño sano y feliz que un día heredaría el Reino. Los príncipes estaban encantados y eran más felices que nunca: su hijo les había traído una dicha sin fin. Y a medida que el niño crecía, la Princesa volvía una y otra vez a pensar ocasionalmente en aquella otra pobre desgraciada, la del espejo, y se preguntaba cómo le iría en ese mundo cruel que habitaba.

Tras Marco vino Lucía, y después Annabel. Las risas de los niños alegraban los pasillos de Palacio. Los días eran plácidos, las cosechas buenas, el clima excelente. Pero la curiosidad, ya convertida en machacona obsesión, rondaba su cabeza y no se podía librar de ella.

Y un día volvió a mirar el espejo, y vio a esa otra chica con la que ya no podía identificarse, con el rostro gris, ajado por la desgracia, con una Lucía que había nacido, pero era una niña tristona y apática, sin la alegría característica de su hija; con una Annabel que estaba delicada de salud y requería el cuidado de los médicos a menudo; con un príncipe que ya ni siquiera dormía en Palacio las más de las veces, y se hablaba de sus correrías por toda la ciudad. Las cosechas habían sido malas, el invierno crudo; el pueblo pasaba hambre, y había rumores de escaramuzas con el reino vecino por causa de la escasez de comida. El pueblo exigía ver a su princesa, pero ella hacía años que no se mostraba en público. Y lo peor, lo que verdaderamente era una tortura de contemplar, era que en el fondo esa princesa seguía amando a su esposo con el mismo cariño imperecedero que antaño se habían jurado, pero no era capaz de atravesar el muro de aislamiento que ella misma había levantado a su alrededor.

Y todo era guardar las apariencias, y fingir que las cosas no habían cambiado, y apretar los dientes y seguir como si la desgracia no existiera. El Rey ya ni siquiera trataba de animarla, y la mayoría de las damas de corte habían sido despedidas por ella misma, en momentos de rabia, por veleidades; y las nuevas eran desconocidas, impersonales y frías.

La Princesa volvió a guardar el espejo, y esta vez juró por el amor de su esposo que nunca había visto nada tan espantoso. Esa vida que le mostraba el espejo era abyecta a sus ojos, aunque hubiera podido ser la suya. Bendijo la suerte que le permitía que las cosas no fueran de esa otra manera. Alguna vez se preguntaba si sentiría la compasión que sentía por esa otra Princesa si no fuera ella; si la vida que contemplaba al otro lado fuera la de otra. Y se preguntaba también si esa otra vida podía encontrar aún momentos de felicidad, aunque fueran pocos.

Y una tarde de abril, tras regresar de una cacería, el Príncipe la besó, le preguntó por sus cosas, le contó un par de incidentes divertidos que habían tenido lugar; y en un momento dado, se calló de repente, con expresión extraña, y la miró fijamente con ojos vidriosos.

– Amor mío... – le dijo, y acto seguido se desplomó en el suelo.

Los médicos acudieron, veloces, pero nada pudieron hacer. Sí, era una desgracia en alguien tan joven, pero este tipo de muertes súbitas no eran algo desconocido. Una auténtica lástima.

Los funerales fueron sombra, niebla, silencio.

Y tras días arrasados por el dolor, llenos de conmiseración, de palabras de aliento y miradas de lástima, de espanto y miedo y pena, la Princesa se encontró una noche en el Gran Salón, a la vera del fuego en la chimenea, sola por primera vez desde que ocurriera aquello.

No había podido llorar. Hasta entonces. Cuando recordó, sentada muy quieta en la mecedora, con las manos crispadas en su regazo, aquel regalo que ella había creído horrible. Cuando supo que, en realidad, había estado ciega ante la verdad. Y su memoria trajo las palabras que una vez pronunciara su esposo.

Subió a las habitaciones de los niños. Uno a uno, les acostó y les besó dándoles las buenas noches. Especialmente a Marco. Una vez dormidos, buscó el espejo y regresó con él al salón.

Era tarde. Todo el mundo en palacio se había retirado ya.

A la luz de la luna que se filtraba por los ventanales, y al calor de la lumbre, pudo contemplar esa otra vida, aburrida, vulgar, común con la de tantas personas, ajena a la realidad que siempre había vivido, encerrada dentro de lo que quizás era el más hermoso regalo posible.

Más tarde, mientras las lágrimas descendían por sus mejillas, lentamente, escuchó el crujido del espejo partiéndose entre las llamas, y, cerrando los ojos, esperó con paciencia a que apareciera la cicatriz en su rostro.

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