domingo, 3 de febrero de 2008

3.-La pérdida del norte

La voz de Elena me llega amortajada por el dichoso teléfono móvil que tantos dolores de cabeza me ha dado. “Iván ha muerto”. Las palabras calan poco a poco en mi cabeza, barriendo la sed de destellos metálicos que últimamente me deja la resaca: Iván, muerto, y yo que la llamaba para contarle del fin de semana, del peso amable de las amistades fugaces de perversos ojos verdes y sonrisa volátil, y me salta con ésas.

– ¿Cómo ha sido?
– Se pegó un tiro.

Y silencio, que quiere decir que ambos pensamos lo mismo: imbécil hasta el fin. Antes de matarse, le metió tres tiros a una foto de Paula. Algo tuvo que aprender el chico de nosotros. Algunas palabras más de conversación, no importa cuáles, y cuelgo.

El amor, el amor, qué bonito, el amor.

Amor: Guadalupe, poetisa mexicana, n. 1918... consultando un Larousse. O bien: Amor, m.: Sentimiento que inclina el ánimo hacia lo que le place. O sea, que es amor lo que me hace huir del pop, o cenarme un huevo frito. Otras definiciones: Sentimiento apasionado hacia otra persona de otro sexo... este diccionario debe de tener sus años, madre mía, de otro sexo... y además, ¿por qué no “del” otro sexo? ¿Cuántos hay? ¿Y odiar a alguien de otro sexo con pasión, es también amor?

Los que hicieron este diccionario estaban más borrachos que nosotros, cuando nos ponemos. Nunca hubiera sido noticia que la muerte nos alcanzara a cualquiera de los demás, los razonables, los alegres, los nihilistas, los yonquis gamberros amantes del ruido, de la grosería y de Paula, pero que esto te pasara a ti, Iván... a fin de cuentas la muerte es lo que los demás esperamos, buscamos y hasta a ratos fingimos, pero tú eras como la polilla entusiasta y cegada que se empeña en darse de topetazos contra la bombilla polvorienta del sótano, sin darse cuenta de que en la mesa que tiene debajo, los demás jugamos a la ruleta rusa.

***

Tú entraste por pura ironía del destino. De joven ibas para triunfador, allá en Santander, padres orgullosos, en el cole buenas notas, qué bien, qué bien, éste nos saca de pobres (y golpecitos con la palma en la cabeza del crío). Universidad, primer disgusto: el niño quiere hacer matemáticas, alarma paterna y mareo materno, ¿y no medicina, alguna ingeniería, notario? Eso da dinero, ¿qué vas a hacer con matemáticas? ¿Profesor?

Carrera hecha en tiempo récord, bienvenido al puñetero mundo laboral y que Gauss te ampare y procure sustento, y mientras, a sobrevivir: jardinero, camarero, cajero del Alcampo... pero, mientras, la vida no era mala: tenías quien te quisiera y te soportara, lo más parecido a un grupo de amigos (cuando tanto los ensalzabas era sin duda por comparación con nosotros, que tanto y tan bien te jodimos la vida), y al final un trabajo que fue a darles la razón a tus padres: profesor. En Talavera de la Reina.

Eso te sonaba a equipo de fútbol sala, a azulejos, a llanura infinita y a que, de mar, nada. Así que adiós Santander, adiós padres, adiós novia (este adiós fingísteis evitarlo, pero los kilómetros imponen siempre su lógica dolorosa y Sara encontraría a quien de cerca la mirase, la escuchase, la sintiese). Y tú a la aventura, de cabeza a la España Profunda. El principio, duro, deprimido al enfrentarte a alumnos a los que odiabas, sin blanca, a veces despertándote por las noches con el recuerdo soñado del mar, y en su rumor desvaído por la vigilia descubrías el rugir nocturno de los camiones de la N-V.

Y ni Sara, ni familia, ni infancia: era el mar lo que añorabas, el mar, especie de limitador cardinal, decorado superpuesto al mapa donde en lugar de Norte había una ventana eterna que mirar, ese punto en la brújula donde acaban los caminos. Y te producía una inquietud ilógica el sentir que, aunque giraras sobre ti mismo una vuelta completa, jamás verías la gran masa oscura, susurrante, hipnótica. Echabas de menos su latir, en la insoportable calma entre dos “veiculos longos” que, cargados de sabe Dios qué, cruzaban la noche en dirección a Madrid.

Y el Norte que nunca te acostumbraste a mirar fue el cinismo, la maldad, la conciencia objetiva y cruel que los demás teníamos y tú no: tú sólo sabías reír o llorar, nunca mirar indiferente la vida, abrasado por dentro, muerto en falso a la manera de los demás. Tú sólo has sabido matarte del todo.

Flashback. Noche de viernes. Una discoteca patética en cuya barra los que tenemos gusto musical nos apresuramos a emborracharnos. Paula campea por la pista, la miramos bailar con Teo, Elena me pide a gestos el mechero, se lo paso y cuando miro a la pista ahí está, un nuevo fichaje de Paula. Pinta de perdido, en la pista, en la música y en la propia Paula. Ella se desborda cuando ojos nuevos la contemplan, y la miro, terrible, al seducir, y recuerdo cuando fui yo el que cayó, hace tanto tiempo.

Cuando al final salimos de allí, llueve, y faltan unas horas para que empiece otro día. Paula te saca de la mano y te presenta en mitad de un charco:

– Mira, estos son mis amigos: Ana, Patxi, Elena, Laura, Marcos, Lito... – me busca con los ojos, no sé, tiendo a descolocarme con facilidad –, Lázaro y Teo. Chicos, saludad a Iván.

Algunos lo hacen, sonríen. Conozcamos al nuevo mártir. Fin del flashback.

Pasó el tiempo; se enredó en una de esas rutinas circulares que a veces se parecen a la felicidad. Nos caíste bien, aunque eras la clase de bobalicón inocente que ella acostumbraba a depredar, pero tenías tu lado simpático. Prosperaste algo, tenías un Golf, un piso amplio y una Fender de un horrendo color café que hacía un ruido adorable cuando andabas en alguna habitación perdido en Paula y no me podías pedir que, por favor, tuviera cuidado con ella, y al rato los vecinos protestaban, felices de tener algo de qué quejarse.

Pobre bobo, nadie, salvo tú quizá, pudo imaginar que Paula se acostumbraría a tus ventajas, y tú, por ella, tragaste con todos nosotros, y pasaron los meses, y de vez en cuando discutíais y ella desaparecía un par de días y tú venías a contarme tu vida y me dabas la murga y ella a esas horas seguro que andaba enrollada con otro mientras tú te bebías mi café con ojos lacrimosos. Y al final Paula se presentó un buen día en tu casa con dos maletas y una sonrisa, hola, que tienes razón, me quedo aquí, lo he estado pensando, no más drogas, no más tonterías, no más salir con nosotros.

No duró, porque Paula es Paula. Cuando la invitamos al concierto de Reincidentes en Madrid dijo que sí, y tú también viniste, a pesar de que maldita la gracia que te hacía cuando en realidad tratabas de arrastrar a Paula a tu puto mar para pasar unos días lejos de nosotros. Mis imágenes del día son borrosas, porque están hechas de los retales que se salvaron del alcohol: recuerdo de oídas la escenita de la salida, tú gritándole a Paula, abrazada a un punkie al que llamaban el Tripas, y que no hacía más que preguntarle a Paula si el paleto aquél la estaba molestando, y según parece, los demás nos descojonábamos por los suelos de la risa, para envidia de los que no estaban tan bebidos.

Cuando amaneció yo estaba en el jardín de una glorieta, tú con sangre seca bajo la nariz, y el viaje de vuelta (sin Paula) fue un cortejo fúnebre. Ella apareció tres días más tarde en tu puerta, tras devastar los recursos del Tripas y sus amigos de la capital y pillarse un tren después de robarles el importe del billete a unos ancianos que daban de comer a las palomas en Atocha. Parecía que al fin habías entendido la cosa, que la mandarías a la mierda, pero dijiste que de puta madre, que a partir de ahora ella iba a hacer lo que a ti te saliera de los huevos, y que si cruzaba esa puerta, era tu esclava.

Siguió tu época dorada, la penitencia de Paula. La hiciste limpiar, lavar, cocinar, dormir en el suelo, y más cosas que quedaron entre ella y tú. Recuerdo que fui un día a tu casa y la encontré frotando las baldosas, llena de rabia, contándome lo del día que le obligaste a hacer la comida tres veces seguidas porque no estaba de tu gusto. Y en ese tiempo ella nunca pensó en dejarte y largarse.

El resto es historia. Tú ya andabas en bancarrota por culpa, entre otras cosas, de los sablazos de Teo; ella se quedó embarazada y tuviste que malvender la Fender para pagar el aborto. Pocos días más tarde ella desapareció, con el coche y algo de suelto, dejando una nota que decía “me voy a ver el mar, hijo de puta”. Nunca supimos más de Paula.

***

Los golpes del plato son muy suaves, la batería espera acechando con el bajo mientras una de las guitarras ronronea sin prisa y la otra enlaza unas notas, entre largos silencios, adelantando lo que vendrá; y con aires épicos Evaristo empieza a cantar:

“Mil colegas quedan...”

Sólo es una canción, una canción genial, que no tiene culpa de nada; soy yo que aprovecho para clavarme agujas, desde la barra, donde aún me siento mejor que en cualquier otro lugar.

“Tiraos por el camino...”

La canción no es culpable. Soy yo, entonces, pero no sé de qué... vamos, deben de ser muchas cosas, a ver si recuerdo una... si yo fuera un Dios barbudo, ¿qué me echaría en cara?

“Y cuántos más...”

¿Lo de Iván? Vaya, acabáramos...

“Van a quedar...”

Soy un cobarde: es cobardía el irse a casa borracho, drogado, pasado de todo, mártir de la vida, huidas fáciles y efímeras, pero yo no me pegaré un tiro, no, el que se lo pegó fue Iván. ¿O fue él el cobarde? ¿No se rindió acaso? ¿No eligió él perder todo en lugar de aceptar que, en realidad, no había perdido nada...?

“Cuánto viviremos...”

¿...porque eso era lo que no podía, no quería, no sabía aceptar? Que no perdió nada porque nunca llegó a tener nada, que todos estos años de su vida fueron nada, que toda su vida fue nada, que Paula siempre lo supo y actuó en consecuencia, pero aquello era su Norte intransitable, ah, marinero estúpido.

Elena regresa del baño. La canción salta ya con todos sus efectivos.

– Hola, ¿dónde están los demás?
– Tardabas, y han ido saliendo; empezaba la canción y me he quedado a esperarte.
– Qué detalle. Vámonos, entonces.

“Dentro de nuestro vacío sólo queda en pie el orgullo...”

El orgullo. Antes pensaba que esta canción hablaba de la lucha social, de los que se pierden, de los que se quedan. Ahora creo que habla de mi lucha interior, donde se pierden tantas cosas, donde me gustaría poder decir que queda algo en pie.

Me levanto, la sigo afuera, a la calle. El viento y el silencio abundan. El aliento se condensa. Caminamos un rato sin hablar. Encontramos sólo asfalto mojado, frío y olor a madrugada.

– ¿Piensas en Iván? – Me dice de pronto. Yo asiento con la cabeza. – Me pregunto si las cosas hubieran sido diferentes sin Paula. Si estaríamos hablando de otra cosa o si siempre es la misma mierda y al final, en cierta manera, todos somos culpables de todo.

Yo no puedo contestar, no encuentro palabras. Será el alcohol. Será.

– ¿Sabes? – me dice tras un momento –. Cuando los demás quieran volver a quedar, no me llames. Ya no es igual que antes.

Sonrío. Ella sabe que le haré caso.

Siento un deseo inexplicable de ver, por primera vez, el mar.
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