lunes, 4 de febrero de 2008

13.-Magia en el corazón

Érase un hombre que vivía con su mujer y sus dos hijos. El chicuelo se llamaba Marco, y la tierna mocita, Lucía. Este hombre siempre estaba de buen humor, y quería mucho a sus hijos y a su mujer, y todo lo hacía por ellos.

El buen padre, con la ayuda de un burro que era casi como de la familia, se dedicaba a trabajar su tierra, de modestas dimensiones, y a vender sus frutos en el mercado del pueblo. Sin embargo, llegó un día en que el pobre animal cogió un resfriado, y no podía cargar con las herramientas ni ayudar a su dueño.

- ¿Qué voy a hacer ahora? -se preguntó el padre. No podía permitirse no trabajar, ya que eran muy humildes para ello. Todos los días debían trabajar. Así que decidió que su mujer se cuidara del pobre animal, y que sus hijos lo acompañaran a las tierras de labranza, para que llevaran las herramientas menos pesadas, y que hicieran las tareas menos difíciles y peligrosas. Los chiquillos se tomaron la noticia con gran alborozo, ya que de ese modo se libraban por un día de ir a la escuela.

El labrador trabajó ese día como pocas veces. Poco antes de la hora de comer, les pidió a sus hijos que fueran a buscar maderas para hacer un fuego, con el que cocinar la comida que tenían preparada en un cesto.

- Tened mucho cuidado, no os adentréis demasiado en el bosque. ¡Quedaros en el lindero! El bosque es grande, y quién sabe lo que se puede amagar en él... Culebras, arañas, o incluso... ¡arenas movedizas!

Pero los niños no le prestaron atención, no hicieron caso de la advertencia de su padre, y se lo tomaron como un juego más. Lucía cogía ramitas pequeñas del suelo, y Marco intentaba coger ramas demasiado pesadas para él. Poco a poco, se fueron adentrando más y más en el bosque, y se alejaron del camino que conocían.

Pasado un tiempo, su padre se preocupó por la tardanza y, dejando sus labores, se adentró en el bosque, y les llamaba: “¡Marco! ¡Lucía! ¿Dónde estáis?”. Los niños escucharon a su padre, y viéndose perdidos, intentaron ir al lugar del cual procedía su voz. Pero, por más que padre e hijos caminaron y buscaron, no se encontraron. Marco, usando su vocecilla, chillaba: “¡Aquí, papá, aquí!”. Lucía, asustada, había empezado a llorar. Todo fue inútil. Marco intentó tranquilizar a Lucía, para que dejara de llorar.

- No pasará nada. Nos tenemos el uno al otro –le dijo a su hermana, con el mejor ánimo que pudo mostrar.

Lucía, con lágrimas en los ojos, explicó a su hermano que en la escuela habían dicho que una bruja vivía en lo más profundo de ese bosque, y que era muy malvada, y que a aquéllos que osaban molestarla, los convertía en estatuas de piedra. Y que era por eso por lo que lloraba, por que tenía mucho miedo.

Mientras los desconsolados mocetes se consolaban, el padre no había dejado de buscar a sus hijos. Tanto buscó, y tanto caminó, que llegó a un sitio en el bosque que le era desconocido por completo, pues nunca había llegado tan lejos. Una casa sin luz rodeada de unos árboles y arbustos que se veían grises y sin vida, e incluso la hierba parecía tener otro color. “¿Dónde me he metido?”, pensó el buen hombre. Pero sabía que no podía cejar en su empeño: sus hijos eran su vida. Así que, temeroso aunque no sabía muy bien el porqué, llamó a la puerta de la casa. ¡Y ésa era la casa de la bruja!

- ¿Quién es aquél que se atreve a molestarme? -escuchó antes de que le abrieran la puerta.

La mujer que apareció tras ella era una mujer muy vieja, con muchas arrugas. El padre estaba decidido a interrogar a la mujer, pese a que le embargaba una sensación extraña en su corazón. No se fiaba de ella, de su mirada, de su nariz, de su sonrisa torcida y sin dientes... aunque él nada sabía de la existencia de la bruja. Le explicó que había perdido a sus hijos en el bosque, y le preguntó si ella los había visto por alguna parte.

- No, ¡y tú tampoco los volverás a ver!

Diciendo eso, la mujer tocó la mejilla del padre con su dedo corazón, y le lanzó un hechizo, por el que el padre olvidaría a sus hijos, olvidaría que los había perdido, que los había tenido, e incluso, olvidaría que los había amado por encima de todas las cosas. Desmemoriado, volvió a casa sin hijos, sin nada. Y es que la bruja ya tenía demasiados padres convertidos en piedra en su jardín.

Entonces, la bruja, que sabía todo lo que sucedía en el bosque, conocía a todas las criaturas que en él habitaban y todos sus lugares secretos, fue a por los niños. Pensó que serían una magnífica incorporación a su colección de figuras de piedra. De camino al sitio en el que Marco y Lucía esperaban a su padre, iba pensando en qué sitio del jardín quedarían mejor los niños al convertirlos en piedra.

Los encontró abrazados bajo un árbol, mientras dormían, pues estaban muy cansados de dar vueltas por el bosque. La bruja les despertó. Ellos supieron de inmediato que aquélla era la bruja de la que hablaban en la escuela. Sin embargo, no mostraron miedo ni temor. Le preguntaron sin rodeos que qué quería.

-¡Vaya niñitos más insolentes y maleducados! ¡Soy una bruja!

Pero, a decir verdad, la bruja había quedado sorprendida por el brillo, la valentía y la decisión en los ojos de esos dos niños. Así que, antes de lanzarles el hechizo que los convertiría en piedra, la pérfida bruja hizo aparecer una pizarra y unas tizas de colores. Iba a poner a prueba a Marco y a Lucía.

- Quiero divertirme un poco más. El juego será el siguiente, muchachitos: debéis dibujar algo que yo no tenga, ni que pueda obtener. Tenéis tres intentos, ni uno más, ni uno menos. Si dibujáis algo que tenga, perdéis un intento. Si, por algún extraño acontecimiento, sois capaces de dibujar algo que yo no tenga, os dejaré marchar. Os doy mi palabra de bruja.

Y se alejó, se sentó en una roca, y se puso a cantar con una voz horrible.

- Mira esos niñitos, qué lindos que son. De qué les va a servir, ¡si en piedra se van a convertir!

Así pues, Marco y Lucía empezaron a pensar qué podía faltarle a la bruja. Lo primero que pensaron los hermanos fue que la bruja era una mujer muy fea. Jamás tendría belleza. Como buenamente pudo, Marco, que siempre había dibujado muy bien, intentó imitar la cara de la bruja, eliminando las arrugas, haciéndole una sonrisa sincera y con dientes, y con unos bonitos ojos en medio de su cara.

- ¡Bruja, bruja, ya hemos acabado! Aquí tenemos nuestra salvación.

Al ver la pizarra, la bruja lanzó una risita siniestra. Tocándose la cara con el dedo corazón, se convirtió en una hermosa mujer, con el rostro más bello que habían visto en su vida. Así que ella sí que podía ser bella.

- Habéis perdido un intento, muchachitos. Mira esos niñitos, qué lindos que son. Qué bien que quedarán, ¡y es que en piedra se transformarán!

Marco y Lucía siguieron pensando. Como su familia era muy humilde, en lo siguiente que pensaron ambos fue en montañas y montañas de dinero, oro y joyas. Como buenamente pudo, Marco dibujó una fortuna: cofres rebosantes de oro y monedas, anillos, pendientes…

- ¡Bruja, bruja, ya hemos acabado! Ahora sí, aquí tenemos nuestra salvación.

Al ver la pizarra, la bruja, de nuevo, lanzó una risa horrible. Tocándose los bolsillos de su raído abrigo, de éstos empezaron a brotar monedas y collares, perlas y diamantes.

- Sólo os queda un intento, queridos muchachitos – y cantó de nuevo, con su horrible voz -. Mira esos niñitos, qué lindos que son. Mucho no me alejaré, ya que en breve a los dos transformaré.

Mientras eso pasaba, el padre había vuelto ya a su casa. La madre, al no ver a sus dos hijos, preguntó:

- Y mis niñitos queridos. ¿Marco? ¿Lucía? Sabéis que no me gustan las bromas. ¡Vamos! Que debemos cenar. Nuestro buen burrito ya se ha curado, así que mañana debéis volver a la escuela.

Pero los niños no aparecían. El buen hombre, aturdido, no sabía qué decir. Dos nombres se repetían en su cabeza: Marco, Lucía... Marco, Lucía… Marco, Lucía… De pronto, recobró el sentido, recordó lo sucedido, y se puso a llorar sin consuelo alguno. Increíblemente, había conseguido doblegar el hechizo de la bruja, pero, ¿de qué le servía si no tenía a sus hijitos? La madre, valiente y decidida, animó a su marido, y, pese a que la noche ya era oscura y cerrada, partieron a buscar a sus dos tesoros más preciados. No sería una bruja la que se los arrebatase.

Mientras, Marco y Lucía pensaban y pensaban qué podía ser lo que le faltase a la bruja. Sin embargo, eran completamente incapaces de pensar en algo. Marco se puso a llorar amargamente. Lucía, al ver a su hermano con lágrimas tan grandes en sus ojos, se vio embargada de emoción, y llorando ella también, le dio un beso en la mejilla a su hermano. Un beso de corazón.

De pronto, con ese beso, ambos supieron lo que le faltaba a la bruja. Como buenamente pudo, Marco, con las correcciones de Lucía, se dibujó a sí mismo, a Lucía, a papá y a mamá. Todos cogidos de la mano, con sonrisas en los labios y alegría en los ojos.

- Bruja, bruja, ya hemos acabado. Ahora sí. Ésta es nuestra salvación.

La bruja se acercó, vio la pizarra, y… lloró. Pues los niños tenían razón: ella no tenía familia que la quisiera, ni nadie a quién querer. Todo lo hacía por maldad o por aburrimiento. Estaba sola, sola por completo. Balbuceando, la bruja les permitió volver a casa.

- Y aún haré algo más por vosotros. Seguid el canto de los grillos, y así llegaréis a vuestra casa.

Marco y Lucía empezaron a caminar, pues ya habían escuchado un grillo. No obstante, la bruja seguía llorando sin aliviar su pena, pues vio que toda su vida había sido mezquina y malvada. Y los inocentes niños, viendo llorar tan amargamente a la bruja, decidieron que no se podían ir y dejar así a la bruja. Se le acercaron, y le dieron un beso, cada uno en una de sus mejillas.

Y fue ese un hechizo que hizo efecto en la bruja, y es que ésta quiso dejar de hacer el mal, y de divertirse con el dolor ajeno, y de convertir a la gente en piedra.

Todas aquellas personas que tenía en su jardín, su colección de estatuas de piedra, dejaron de serlo, y volvieron a sus casas en el pueblo, y se reencontraron con sus seres queridos, que los habían echado en falta tanto tiempo, y a quienes habían llorado sin hallar alivio.

Los padres de Marco y Lucía, por fin, encontraron a sus hijos y a la bruja. Sin embargo, el padre no reconoció a la bruja: ya no tenía tantas arrugas, y tenía dientes en la boca, y sus ojos brillaban de felicidad. Y la bruja no había necesitado de ningún hechizo. Ese fue un reencuentro feliz.

La bruja también los acompañó de vuelta a su casa. Al llegar al pueblo, se estaba celebrando una fiesta, con una banda de música que tocaba a la luz de la luna y de una hoguera alegres melodías. Niños y padres saltaban y brincaban de alegría y emoción por los reencuentros. Y todos gritaban, y lanzaban hurras, y se abrazaban.

Y la bruja vio que aquello era bueno, y fue feliz. Como la familia de Marco y Lucía. Y continuaron siéndolo durante mucho tiempo.

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