miércoles, 20 de febrero de 2008

FdC.-Tempus Fugit

Como tantas otras veces, abro la puerta del laboratorio, esperando encontrar allí al profesor, y en efecto ahí está, frente a la holofaz. La escena me produce un cierto déjà vu.

— Llega tarde — dice por saludo —. ¿Me trae la última versión?
— Lo acabo de repasar — contesto —. He cambiado la explicación para la prensa. No es por criticar, profesor, pero la suya contenía demasiados tecnicismos. No puede hablarle a una audiencia de legos en una rueda de prensa en términos de cronostática cuántica: diagramas de Kempé, mapas de fases, densidad de flujo de cronones, todo eso. Les va a sonar a tecnoblablá. Escuche mi versión.
— Jovencito, llevo cuarenta años metiendo esos conceptos en cabezas vacías como la suya. Adelante, proceda; a ver a qué grado de tontería ha logrado usted simplificar mi explicación.
— Veamos — agarro el optolápiz y empiezo a trazar líneas en la holofaz —. El tiempo es representable como una línea en el plano, que nosotros recorremos siempre en el mismo sentido, sin salirnos de ella. Ahora bien, en realidad la línea no tiene por qué ser recta: puede curvarse, tener ángulos, por ejemplo, así... lo que pasa es que nosotros no nos enteramos, porque estamos confinados a la única dimensión de la línea. ¿Hasta aquí bien?
— Parece que se está dirigiendo usted al kindergarten.
— Lo tomaré como un cumplido, profesor. — le guiño un ojo —. Pues bien, imaginemos que, aunque la curva no se doble, el plano sí lo haga — activo la opción y empiezo a arrugar el dibujo de luz con las manos —. Observen que la línea se deforma en el espacio, y esto puede hacer que en algunos puntos se superponga a sí misma. Así, por ejemplo. Pues bien, nuestra consciencia está limitada a la línea, pero un objeto inanimado no necesariamente, y como saben, la construcción el año pasado de moléculas capaces de proyectar enlaces sobre la línea temporal ha permitido el desarrollo de este prototipo de ordenador. De un modo controlable, la interfaz puede recoger datos fuera de la línea, hacia el plano, donde no hay nada, y crear una deformación local, de modo que la línea tiene una pequeña torsión — hago el gesto —. Así. De este modo, dado que el proceso de datos es puramente cuántico, la “consciencia” de la máquina puede adelantarse en la línea temporal porque la deformación permite que la entrada de datos atraviese la región fuera de la línea.
— Debería decir que la operación es simétrica — gruñe el profesor.
— ¿Que el ordenador puede también percibir el pasado? Pues claro, pero me van a decir que vaya descubrimiento; los seres humanos también. Podemos recordar lo que ya ha sucedido, ¿no? Eso no tiene mucho misterio. ¿Está de acuerdo con mi estrategia?
— Su tosco símil es peligroso e impreciso hasta la exasperación, pero supongo que servirá. ¿Ha terminado ya?
— Está la cuestión de las preguntas que harán. Probablemente lo primero que preguntarán es qué hay en la región en blanco, fuera de la línea. Habría que pensar cómo explicar...
— ¡Nada! — exclama el profesor vehementemente —. No hay nada. Es una región inconcebible para la consciencia humana: no existe el tiempo, no existe el espacio, no se puede describir en términos razonables fuera de las matemáticas. Es incognoscible, un artificio formal, un mero modelo descriptivo abstracto, inalcanzable, como lo son las palabras con que se escribe una historia para sus personajes. Ni siquiera cabe asignarle atributos de “realidad”. Por eso su metáfora es peligrosa, jovencito. Crea más preguntas que las que responde.

Sonrío para mis adentros. Conociendo al profesor, no creo que le haya disgustado mi idea, pero se dejaría extirpar los implantes de red antes de reconocerlo.

— ¿Ha probado recientemente el prototipo? — le pregunto —. Porque la demostración habrá que hacerla, claro. Es una pena no tener lista la visual, porque sería mucho más espectacular.
— Diez veces ya. Sé que van a pensar que es un truco al principio, pero la descripción no deja lugar a dudas. Compruébelo usted mismo — dice, y a continuación activa el equipo.

Inmediatamente, en pantalla aparecen unas frases:

”Mirando por el ventanal sur, se puede observar el parque y el lago. Una gaviota aparece volando por la izquierda, traza dos círculos sobrevolando el lago, desciende, y finalmente se posa en el agua. El silencio es absoluto y únicamente se escucha el ronroneo del flujo de energía. El profesor se acerca a la puerta, la abre, y consulta la hora.

Mi”


— ¿Siempre se corta en ese punto? — pregunto.
— Sí, con estas coordenadas, supongo que por el tamaño de la memoria intermedia. Es de esperar que las frases se repitan indefinidamente. El alcance fijado es de unos diez minutos: ya sabe que, cuanto mayor la deformación temporal, más impreciso se vuelve; no podemos luchar contra el principio de incertidumbre, jovencito. ¿Le parece convincente?
— Sí, bastante — contesto —. La descripción trata de cosas externas, que nosotros no controlamos, así que no podemos estar condicionados. Salvo usted, claro, porque ahora sabe que dentro de diez minutos tendrá que abrir la puerta. Eso podría estar preparado. Pero lo de la gaviota no, por supuesto. Y me pregunto qué pasaría si usted decide no acercarse a la puerta después de todo.
— ¡Bah! — gruñe el profesor —. No se puede alterar el flujo de la línea temporal. Lo quiera yo o no, lo decida yo o no, eso es irrelevante: recuerde que, de modo efectivo, el equipo ve el futuro, aunque sea con diez minutos de diferencia. Lo que describe, sucederá de forma inexorable. Y ya sabe que el sistema de interpretación de lenguaje funciona; usted mismo hizo su tesis acerca de él. No tenemos motivos para dudar de su exactitud. Desde que a finales del siglo pasado los modelos de Gran Unificación convergieron en la postulación del cronospacio, usted estará de acuerdo en que hemos...

Me abstraigo de la perorata del profesor, y suspiro. Sé dónde llevaría esta conversación si le diese cuerda: a una diatriba contra las objeciones que pusieron Galiano y Radmanović al proyecto, el repaso de sus interminables cálculos, y el artículo catastrofista de Galiano donde se dramatizaba sobre las consecuencias que podía tener para nuestra percepción del flujo temporal el alterar, aunque fuera localmente, la topología del cronospacio. Lo he escuchado muchas veces. Afortunadamente, la prensa no plantearía ese tipo de cuestiones, sino otras más fáciles de responder.

— ¿... pero me está usted escuchando? — oigo protestar al profesor.
— Perdone, me había distraído por un instante — me excuso —. ¿Ha terminado la calibración? ¿Podemos ajustar ya la predicción que va a utilizarse?
— Sí. Venga, no se quede ahí pasmado y écheme una mano. La verdad es que no me preocupa lo que salga; el ordenador siempre ha descrito algo que en efecto sucede y es fácilmente comprobable. Y, si sale mal, siempre podemos repetirlo.

Nos ponemos manos a la obra con el ajuste. Unos minutos después, activo el equipo, y aparece una frase en la holofaz de modo instantáneo.

El profesor y yo nos quedamos un momento callados, mirando la frase sin comprender.

— No entiendo — dice al final el profesor —. ¿Qué significa esta frase? No es una descripción de nada.

Yo me pongo a pasear por la sala, pensando furiosamente. Algo no va bien: eso no es normal. Son sólo cuatro palabras, y parecen especialmente inofensivas, pero me doy cuenta de que me causan una inexplicable sensación de pavor, más que de perplejidad. Y eso precisamente me asusta, y me produce un presentimiento ominoso. La misma inocencia de la frase es lo que me da miedo.

Oigo al profesor murmurar, como hace cuando piensa en voz alta. En realidad no escucho lo que dice. Mi mente va en círculos, así que necesito algo en qué focalizarla, algo con que distraer mi atención. Al cabo de un rato, el profesor se calla.

Mirando por el ventanal sur, se puede observar el parque y el lago. Una gaviota aparece volando por la izquierda, traza dos círculos sobrevolando el lago, desciende, y finalmente se posa en el agua. El silencio es absoluto y únicamente se escucha el ronroneo del flujo de energía. El profesor se acerca a la puerta, la abre, y consulta la hora.

Mi consciencia da un salto: de repente me encuentro afuera, en el pasillo, con la puerta cerrada, y mi palma levantada para que el sensor me reconozca y se abra. Por un breve instante, conservo mi memoria íntegra, la memoria de los últimos quince minutos, que se me aparecen como la imagen de dos espejos puestos uno delante del otro, pero en los que no me veo reflejado. Y antes de olvidar de nuevo, y de abrir la puerta una vez más, lo último que recuerdo son las cuatro últimas palabras mostradas en la holofaz:

”Como tantas otras veces.”

Como tantas otras veces.

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