sábado, 22 de marzo de 2008

3.-El número 13 de Válgame Dios

Podría ser una chica cualquiera, en una calle cualquiera, de una ciudad cualquiera. Pero ella se llama Silvia y tiene diecisiete años. Sabe que llega tarde, que ha bebido demasiado y que su madre la estará esperando sentada en la cocina, con un reproche adormecido en la boca que despertará tan pronto entre en casa. Lanza un suspiro de resignación y busca un último Fortuna en su bolso, sin detenerse un momento, mientras desciende por la larga cuesta de Válgame Dios.

El aire huele a ozono y la estática hace crepitar el pelo sintético de su abrigo. Pronto lloverá. Como anticipo, se levanta algo de viento que arrastra entre sus piernas hojas muertas y un billete de metro y que eleva hasta su nariz el acre olor de un after shave barato. Una tos llega de algún lugar a su espalda. Inconscientemente, acelera el paso sin poder evitar sentir la sensación de que unos ojos la acechan. ¡Soy una estúpida!, piensa e incluso una media sonrisa se dibuja en su rostro.


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El policía se masajeó la nuca. Estaba cansado tras varias horas paseando por la zona y las hemorroides no le ayudaban a mejorar su malhumor. Apoyado contra un murete vio pasar por la otra acera una joven que encendía un cigarrillo y el gesto de su rostro se torció aún más. No entendía que nadie pudiera andar solo por la ciudad a esas horas, especialmente tras las desapariciones de los últimos meses y menos aún, una mujer. ¡Joder, si es que parece que no leen la prensa!, pensó. Lanzó un pequeño gruñido, inapreciable para nadie, pensando que lo mejor que podría hacer sería seguirla y ver que nadie la molestaba. Se puso en marcha y una súbita ráfaga de aire levantó una polvareda que le hizo toser. La muchacha parecía tener prisa, de modo que él también aceleró para acortar distancias.


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¡Soy una estúpida!, piensa e incluso una media sonrisa se dibuja en su rostro. Pero el sonido de otras pisadas se solapa irregular sobre las propias. Cada vez son más claras y parecen aproximarse. El estómago de Silvia se encoge y el vello de su nuca se eriza. Se niega a volverse, a mirar hacia atrás. Lo único que puede hacer es caminar más y más rápido. La lluvia comienza a caer con fuerza. Un trueno lejano retumba y un escalofrío recorre la espalda de la joven. Odia las tormentas. Se arrebuja en su abrigo e inicia un trote rápido. Tras ella, los pasos son cada más fuertes, más cercanos y una voz desagradable la alcanza:

- ¡Eh, tú! ¡Detente!

El trote se convierte en carrera. Mira a derecha e izquierda buscando un refugio, desesperada, pero la escasa luz de las farolas y la lluvia cerrada apenas le permiten ver nada. Un relámpago cruza el cielo y durante un breve segundo alcanza a ver un portal abierto a su izquierda. No lo piensa dos veces y entra cerrando la puerta a su espalda. Con manos torpes y trémulas busca el pestillo y lo echa para acto seguido sentarse con las piernas encogidas y apoyada contra la puerta. Oleadas de adrenalina golpean contra la boca de su estómago. Está a punto de llorar. Sobre su cabeza, la manecilla se mueve bruscamente y solo puede ahogar un grito poniendo las manos sobre su boca. Su corazón bate frenético.


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El policía miró hacia arriba. ¡Lo que me faltaba para terminar de cagarla!, pensó mientras la lluvia le empapaba en pocos segundos. La joven a la que seguía había decidido que lo mejor era correr y él a sus cincuenta y pico no estaba para esos trotes. Además, las almorranas le estaban matando, así que decidió que lo mejor era pegarle un buen grito para que se detuviera. Sin embargo, ella siguió como si no le hubiera escuchado y, finalmente, se había metido en un portal cerrando tras ella. Resoplando por el esfuerzo de alcanzarla y jurando por el dolor que sentía, se acercó a la puerta cerrada y se asomó al cristal esmerilado tratando de ver algo, mientras el agua le chorreaba por el uniforme. Instintivamente puso la mano en el tirador y comprobó que la puerta estaba cerrada. Sacó su linterna y barrió el ventanuco para iluminar el interior. Aunque no pudo distinguir gran cosa, todo parecía tranquilo. Antes de apagar la linterna miró el número de la casa. Era la número 13. No era una cifra que le inspirara gran confianza. Siempre había sido supersticioso pero decidió que, a pesar de todo, lo mejor sería esperar a que escampara protegido por el pequeño hueco que ofrecía el portal. Su mano izquierda tamborileaba, tranquila sobre la puerta, el himno del Real Madrid.


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Su corazón bate frenético. Sus pupilas dilatadas al máximo se ciegan momentáneamente cuando un haz de luz rompe la oscuridad y la joven se encoge aún más, procurando no sacar ningún ruido. Son solo unos segundos antes de que las sombras lo cubran todo de nuevo. Es entonces cuando se da cuenta que ha estado conteniendo la respiración. Durante unos instantes escucha con atención y no oye nada. Lentamente empieza a ponerse en pie pero, en ese momento, un sonido seco e intermitente le llega del otro lado de la puerta. No puede evitarlo y la orina, cálida y húmeda, empapa sus bragas y medias.

Solloza silenciosamente y a cuatro patas gatea hacia las escaleras.

Quiere huir de su proximidad, alejarse lo más posible. Su mano derecha alcanza el primer peldaño de madera. Luego viene otro y otro y otro. Sus medias se rompen a la altura de la rodilla pero ella no se da cuenta. Comienza a subir, siempre a gatas, cada vez más rápido sorda a los crujidos de su avance. Una uña se introduce en una pequeña grieta y en su precipitación, se la arranca. El dolor la sacude y se extiende a lo largo de su brazo hasta el codo pero no hace caso de él. Unas pocas gotas de sangre caen y dibujan su camino hasta el primer descansillo. Se sienta abrazando sus pantorrillas. Un trueno retumba con violencia sobre la casa y los cimientos de la misma parecen estremecerse. Mira hacia arriba. Solo otro corto trecho de escaleras y se encontrará en la primera planta, lejos de él.

Respira agitadamente. Quiere ponerse en pie pero las piernas le flaquean aunque finalmente lo consigue. Con la espalda apoyada siempre contra la pared, sigue, un paso detrás de otro, un escalón detrás de otro hasta su meta. Siente que el sudor le cae en pequeños hilos.


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El policía asomó su mano fuera. Había dejado de llover. Miró la hora y vio que su turno estaba a punto de finalizar. Por fin podría irse a casa y dormir algo si es que las malditas almorranas dejaban de darle la murga. Sin mirar atrás, empezó a remontar la cuesta de Válgame Dios de modo que no vio cómo la puerta del número 13 se abría lentamente para después volverse a cerrar violentamente.


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Siente que el sudor le cae en pequeños hilos. El olor mezclado de la orina y su transpiración se agarra a su garganta y le provoca una arcada. Todo a su alrededor permanece en silencio. Silvia empieza a respirar más lentamente, procurando tranquilizarse. En la total oscuridad que la rodea, se quita las medias destrozadas y las bragas mojadas. Por un segundo duda qué hacer con ellas antes de oír un violento portazo que la deja paralizada. Las prendas caen de su mano al suelo.

La luz se enciende a lo largo de la caja de escaleras. La sangre huye de su rostro y no puede evitar un lanzar un gemido. Los peldaños empiezan a crujir. Sabe que alguien sube. Lentamente. Mira alrededor suyo, con los ojos desorbitados y se lanza contra la primera puerta que comienza a golpear frenética con los puños, pidiendo ayuda. Nadie responde, nadie acude en su socorro. Desesperada sube al segundo piso, huyendo de su perseguidor. No es consciente de la suciedad acumulada, del polvo del pasamano, del óxido de la reja del antiguo ascensor, de los cristales rotos en las ventanas de la escalera, de los jirones de papel pintado que cuelgan de las paredes desconchadas. Está ciega a todo. Vuelve a golpear una puerta, gritando hasta quedarse ronca, pidiendo auxilio, pero no hay nadie que la oiga. Aunque eso Silvia no lo sabe.

Está cerca. Cada vez más. La madera resuena bajo los pasos de su cazador y solo le queda subir. Tercera planta. Cuarta. Y la escalera muere. No hay más. La luz se apaga. Se siente desorientada. No sabe qué hacer. Repentinamente, un hedor nauseabundo, corrupto, la rodea provocándole una violenta náusea. Se dobla sobre sí misma y vomita salpicando sus pies. Se limpia la boca, amarga por la hiel, con la manga de su abrigo. Se da cuenta de que el silencio lo vuelve a cubrir todo.

La luz vuelve y con ella, los pasos. El agotamiento se apodera de ella. Sabe que ha perdido la batalla. Retrocede poco a poco, con la mirada desquiciada clavada en la escalera. Empieza temblar esperando lo peor. En ese instante, la bombilla que ilumina su pasillo se funde dejándolo todo en una semipenumbra. La única luz es la que procede de la planta inferior. Sobre la pared de la escalera que sube se dibuja una sombra que crece progresivamente. Se le seca la boca, el corazón vuelve a palpitarle desbocado y sus riñones sueltan una última carga de adrenalina.

A su espalda, la puerta de una de las viviendas vacías se abre silenciosa. Silvia, con la mirada fija en la sombra, da un paso atrás. Dos. Y cae. Se precipita a través del hueco formado por el piso derruido de las cuatro plantas de la casa. Su cuerpo, tras una rápida caída, golpea y se rompe contra el suelo y antes de que su mirada se extinga definitivamente, ve el osario que la rodea. La luz se apaga en la casa.


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Un policía hace su ronda por la cuesta de Válgame Dios y la casa del número 13, con el cartel de su próxima demolición colgando de la fachada, abre amable su puerta invitando, a quien quiera, a entrar.

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