lunes, 4 de febrero de 2008

FdC.-Historia del invierno y el viento del sur

La anciana contemplaba con una sonrisa a los tres jovenzuelos que la miraban expectantes sentados en el suelo frente al hogar encendido. Su hijo y su nuera no volverían hasta la mañana siguiente, eso estaba claro. El Sol ya había caído entre los picos del horizonte hacía tiempo y, con él, la primera nevada del año. El viento ululaba al colarse por las grietas de la madera y los cristales se habían cubierto de escarcha en aquella noche de mediados de octubre. El invierno sería largo y, en la montaña, eso no era bueno. La voz de uno de sus nietos, la pequeña Lucía la sacó de sus cavilaciones.

—Cuéntanos una historia, abuelita— rogó.

—Sí, la del caballero de la espada de plata— continuó, Marquito, su hermano.

—No, que en esa hay muchas guerras y es muy aburrida— replicó Agnes, la mayor y más cabal de los tres—. Cuéntanos mejor la historia de la dama de verde y los tres reyes de Ocry.

La mirada de la anciana se perdió un momento entre las llamas que iluminaban, caprichosas, la pequeña y única habitación de la cabaña de pastores.

—No, todos esos cuentos son muy largos y la Luna ya trepa por los muros de esta casa. No, hoy os contaré una historia corta pero que se extiende desde tiempos inmemoriales hasta esta noche en la que el viento se lamenta entre la nieve. Y la protagonista no es una reina ni una doncella de noble cuna sino una pastora como lo fui yo, como lo son vuestros padres y como lo seréis vosotros si los dioses lo quieren.

Y, así, con sendas sonrisas en las caras de Lucía y Agnes y cierto recelo en la mirada de Marquito, comenzó la anciana a relatar su historia:
~


Hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven y los dioses aún solían vagar por él, vivía una joven pastora sola en una cabaña no muy distinta que ésta, pero muy lejos hacia el norte y en una montaña más alta, que ya no existe. Sus padres habían muerto y no tenía más familia que su rebaño de ovejas al que cuidaba con devoción. Aunque ya tenía casi diecisiete años, aún no se había casado y no por falta de pretendientes puesto que cada vez que bajaba al pueblo todos le decían que era la doncella más hermosa de la región y muchos, además, codiciaban sus tierras y su ganado. Pero ella amaba la libertad de la montaña y se valía muy bien sola para salir adelante pues era fuerte y decidida así que sólo se quedaba en el pueblo lo suficiente para vender algunas ovejas y comprar cualquier cosa que necesitara. Después se volvía a su cabaña trepando por la escarpa hasta los prados más altos y verdes y los jóvenes se quedaban embobados viéndola partir.

Esta historia comienza uno de aquellos días en los que Invierno, pues así se llamaba, volvía de la aldea del Salto de la Condesa cargada de enseres y víveres que había conseguido a cambio de tres de sus mejores corderos. Era una tarde de calor de estas en las que el aire envuelve la piel como un velo tibio y el cielo se vuelve añil oscuro mientras el Sol prende en llamas rojas las nubes del horizonte. Invierno anhelaba llegar pronto a sus prados en los que, sin duda, el viento soplaría más rápido y fresco. Sin embargo, cuando ya bajo el tenue resplandor del lubricán, vio aparecer su cabaña entre los pliegues de la ladera, se dio cuenta de que había acertado y errado a un tiempo. El viento jugaba alegre entre la hierba, sí, pero no era el viento frío procedente de las cumbres nevadas sino un viento sureño cargado del aroma del mar que raras veces se atrevía a internarse tan al norte.

Deleitada y creyéndose casi capaz de distinguir el rumor de las olas y el graznido melancólico de las gaviotas soltó su carga en el desvencijado porche de la casa y corrió hasta el borde de los precipicios. Abriendo los brazos hacia un mundo que, bajo ella, se sumía en la penumbra, se dejó impregnar por la sensación renovada de libertad, de paz y soledad. Entonces se dio cuenta de que no estaba sola.

Allí, junto a ella, como salido de la nada había un hombre. Era un hombre distinto a todos los que Invierno había visto en su vida. Era más alto y más fuerte que muchos y más apuesto que todos. Llevaba el pelo rubio largo hasta los hombros, la barba recortada y sus ojos eran más verdes que la hierba. Pero lo más sorprendente era que, allí, en plena montaña, estaba vestido con una túnica de terciopelo bordado con hilos de plata y, de su cuello, colgaba un amuleto que representaba un Sol de muchos rayos.

La joven Invierno creyó que, sin duda, se trataba de un príncipe del sur que había venido con sus ejércitos a hacer guerra con el conde que gobernaba desde Castillo Gris y tuvo miedo. No podía ver a nadie más pero un noble como aquél debía marchar al frente de cientos de hombres que no respetarían su ganado, ni a ella.

—Señor —dijo sin apenas atreverse a mirarle—, ¿por qué habéis detenido vuestra marcha en mis pobres tierras? Sabed que no soy más que una pastora y que estos prados y mi rebaño son todo lo que tengo. Mucho me temo que, si os dirigís al Castillo Gris, os habéis desviado mucho de vuestra ruta aunque puedo indicaros para que podáis partir sin mayor demora.

El desconocido se rió con una risa luminosa como la mañana e Invierno bajó la vista hacia el suelo.

—¿Partir sin mayor demora? ¿No eres tú, joven doncella, la que me has detenido con tu abrazo? ¿Niegas haberme sujetado entre tus cabellos oscuros y haberme enredado con tus vestidos? ¿No han sido tus labios, a caso, los que me han besado haciendo que detenga mi viaje en este lugar remoto?

—Señor, no entiendo… —le interrumpió Invierno en ese momento. Pero cuando volvió a mirarle se dio cuenta de que no había nadie junto a ella.

Los días pasaron y el viento siguió soplando desde el sur hablando de la brisa sobre playas lejanas. La nieve se derretía en los picos y bajaba canturreando por las laderas entre riachuelos y cascadas. La hierba parecía más brillante y el cielo más azul e Invierno no estaba sola. Cada tarde, el desconocido aparecía de la nada donde ella estuviera. A veces la observaba desde lejos sin que se diese cuenta, pero en muchas ocasiones hablaba con ella y le decía cosas hermosas que la joven no solía llegar a comprender. Así, día tras día, semana tras semana, Invierno se acostumbró a la presencia de aquél hombre en un lugar que antes era sólo para ella e, incluso, se descubrió a sí misma ansiando el momento en el que aparecería de nuevo. Una noche, cuando ya había quedado claro que no se trataba de un noble del sur, el desconocido estaba tumbado junto a ella mirando las estrellas. Aquella vez se había quedado más tiempo del habitual e Invierno reunió el valor para preguntarle, por fin, quien era.

—Tengo muchos nombres —respondió él—. Hoy soy el Viento del Sur pero mañana puedo ser otro y estar muy lejos de aquí.

—¿Y no podrías seguir siendo el que eres ahora y quedarte aquí conmigo?
El se rió como hacía siempre.

—¿Por qué habría de quedarme en un lugar como este cuando puedo estar en todo el mundo a la vez?

—Por esto —dijo ella y, entonces, le besó.

Y es que Invierno se había enamorado de él y él de ella, pero la diferencia era que ella nunca había amado a nadie antes, mientras que él no podía recordar cuántos amores había sentido y cuántos había dejado abandonados en su viaje. Pero, como todas las veces, se prometió a sí mismo que aquella vez sería diferente y se quedó con ella.

Durante varias lunas, Invierno se despertó junto a él cada mañana y pasaban juntos el día ocupados en las pequeñas tareas bajo un cielo eternamente azul. Con el tiempo él parecía cada vez más un hombre corriente con la barba y el pelo descuidados y ropas de pastor que habían sido del padre de Invierno aunque siempre llevaba colgado el mismo amuleto de oro que el primer día. Cada noche ella hacía que desapareciera la nostalgia de volar hacia otras tierras y los dos eran felices diciéndose que aquello duraría para siempre.

Pero, como él mismo decía, el Dios del Viento tiene muchos nombres y una mañana, a Invierno la despertó el frío que se colaba desde las ventanas. Y estaba sola. Salió a los prados y le parecieron tristes porque el Sol había quedado cubierto por una capa de nubes blancas. Tuvo que entrar a por un abrigo para protegerse del viento que bajaba de las cumbres que se recortaban entre la niebla. Entonces miró y lo vio a lo lejos, cerca del precipicio donde lo había conocido y corrió hacia él. Pero cuando se acercó se dio cuenta de que había cambiado mucho porque iba vestido todo de blanco, estaba pálido y no había rastro de su barba y el pelo le caía largo y oscuro hasta las rodillas. Le pareció más viejo cuando volvió hacia ella unos ojos grises y le habló con voz falta de emoción.

—Te conozco, joven Invierno pero tú no me conoces a mí.

—Claro que sí —respondió ella y se dio cuenta de que lloraba por el frío— sois el Viento del Sur, vos mismo me lo dijisteis.

—Pero ya no soy él. Ahora soy el Viento del Norte y hoy debo dejar las montañas y partir hacia las tierras bajas y al mar.

Cuando ella le rogó que se quedara, que volviera a ser como antes, él la tomó de la mano y, a través de sus ojos, Invierno vio todas las montañas, los valles, los ríos y los lagos; todas las playas batidas por el mar y los rugientes acantilados; todos los pueblos y ciudades del mundo; y supo que no podría decir nada que le obligara a quedarse. Desesperada, le abrazó y le besó como la primera vez pero los labios se le congelaron y él se deshizo entre sus brazos. Entonces, mientras se desvanecía, Invierno se fijó en que el amuleto que colgaba de su pecho ya no era un Sol de oro sino un copo de nieve de plata y, antes de que desapareciera por completo se lo arrancó de un tirón.

Aquel colgante hubiera helado la carne de cualquier mortal hasta matarlo pero el corazón de Invierno ya estaba congelado por la partida de su amado y el amuleto la aceptó como señora y la imbuyó de una magia tan fuerte como la de los dioses. Desesperada y llena de poder, gritó y su voz hizo retroceder, impotente, al Viento del Norte que huyo agonizante hacia el sur y, aún hoy, gime en las noches como ésta. Después, cegada por el odio e imparable, conjuró tormentas de nieve, congeló ríos y arroyos y se dispuso a sumir el mundo en un frío eterno.
~


La anciana dejó de hablar y descansó sus ojos en los troncos, casi consumidos, que crepitaban en el hogar.

—Y… ¿ya está?— Preguntó Marquito.

—Sí, esa es la “Historia de Invierno y el Viento del Sur” a la que también se le llama “Leyenda del Primer Invierno”.

—Pero… el invierno no dura para siempre ¿verdad abuelita? Al final siempre llega el verano.

—Tienes razón, Lucía, y si me lo recuerdas mañana te contaré la historia de la joven Verano pero hoy es ya muy tarde y debéis ir a dormir.

—¿Verano también era una pastora?— Se exasperó Marquitos.

—No —rió su abuela— aunque su madre sí lo había sido.

No hay comentarios: