domingo, 3 de febrero de 2008

7.-¡Viva la revolución!

El humano es, probablemente, el ser más ingenuo del universo. Entre sus numerosas torpezas destaca la de dar por sentado que son los únicos poseedores de una inteligencia racional en el planeta.

Tan sólo porque un ñu no resuelva ecuaciones de segundo grado no indica que no sea capaz de hacerlo. Tan sólo que no ve motivo para malgastar sus energías en algo que no le va a servir para gran cosa.

La mayoría de los animales cuenta con la misma inteligencia que un humano, sólo que... “enfocada” en otros menesteres (¿Qué necesidad hay de identificar una estúpida X? ¿No sería más prudente identificar al león agazapado entre la espesura?).
Más complicado es el tema de los objetos inanimados. ¿Tienen vida? Indudablemente. ¿Inteligencia? En cierto modo. Por sí misma, una piedra tiene tanta conciencia como... Bueno, como una piedra. Sin embargo, todo ente físico tiene una cierta receptividad a las influencias ajenas. Se podría decir que se “impregnan” de los pensamientos y emociones que captan a su alrededor. Siempre y cuando esas emociones sean lo suficientemente intensas, claro está.

Sin duda los metales son los materiales más receptivos a este tipo de influencias. Tiene que ver con el magnetismo, de alguna forma. Cuando el metal se extrae de la mina, surge puro, palpitante y virgen. Y tras ser forjado, recibe la personalidad que su forma y dueño le destinen. Y siempre condicionado por que esa personalidad se transmita con la suficiente intensidad, como ya se ha explicado antes.

No es raro pues, que los grandes espadachines de la historia hayan “sentido” que su hoja siempre se encontraba presta y ágil en salir de su enfundadura , y sus enemigos se sorprendían de que siempre se mantuviera afilada como recién forjada.

O que el arma del legendario pistolero nunca parece bloquearse o disparar una bala defectuosa. Y que siempre parece tener un último proyectil en la recámara cuando todos creen que su dueño se ha quedado sin munición, y por tanto, desamparado.

¿Y a dónde nos lleva toda esta increíble perorata? A una historia que pocos estarían dispuestos a creer, incluso aquellos que la protagonizaron.

Se cuenta que sucedió en una época oscura, en un país azotado por la guerra, y en concreto a un remoto pueblo, donde el conflicto se reproduce con menos aspavientos, pero con la misma crueldad y crudeza.

La época y el lugar no importan. Bueno, en realidad importan bastante, pero es más juicioso que permanezcan en el anonimato. La inverosimilitud de la historia es tal que no sería prudente abusar de la disposición del lector confiándole estos datos y acabar con la escasa credibilidad de este narrador. El lector puede situar la historia en la época y región que su imaginación prefiera.

Era una guerra civil. Y sucede que en este pueblo la batalla se había presentado más encarnizada por verse potenciada por las antiguas rencillas y rencores entre familias, propios de este tipo de poblaciones.

El caso es que la lucha había llevado a la extenuación a las municiones de los ejércitos. Ante la necesidad de balas para llevarse a la boca del cañón, los contendientes de ambos bandos recurrieron a soluciones extremas.

Llevaron a cabo una batida por todo el pueblo (cada bando por su zona ocupada), y recolectaron todo el hierro que pudieron conseguir en las inmediaciones, con el propósito de fundirlos y convertirlos en munición.

Se llevaron los bancos de la plaza y las farolas que fueron testigos de mil paseos de enamorados. Incautaron todo crucifijo, candelabro, cirial, cáliz y cualquier objeto metálico de la iglesia ante la horrorizada mirada de los devotos. Objetos que durante siglos habían sido testigos de los rezos y la beatitud continua. Y arrasaron con todo objeto metálico que encontraron en las casas donde se guarecían los ancianos, heridos y niños: cazos, utensilios, herramientas... Hogares donde la madre del soldado mantiene sus esperanzas de volver a ver con vida a su sangre.

Lo llevaron todo a los hornos, lo fundieron y consiguieron balas para los rifles, las armas cortas y los cañones pesados. Y se prepararon para volver al campo de batalla.
Los dos bandos se situaron frente a frente en el erial plagado de heridas. Las armas fueron cargadas.

Los hombres notaron que algo no funcionaba como debiera. Las armas no respondían demasiado bien. Las balas resbalaban fuera de los cañones. La pólvora se derramaba.

Y entonces llegó el momento, los generales levantaron sus sables y gritaron la orden de ataque. Los rifles se alzaron, las mechas ser encendieron, los gatillos fueron apretados.

Y no ocurrió nada. Los combatientes estaban confusos. Ni una sola arma había disparado. El desconcierto era general. Era imposible que ni uno solo de los cientos de rifles, pistolas y cañones hubiera abierto fuego.

Los hombres se miraron los unos a otros. Había sido un milagro. No cabía otra explicación.

Lentamente, casi al unísono, dejaron caer las armas de fuego al suelo. Y acto seguido hincaron las manos en la tierra, se levantaron y se liaron a pedradas.

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